Juan Pablo Vitali: El Templario
Cuando vuelvan los días apacibles, yo lucharé sólo por dos cosas: la bandera negra y los camaradas.
Frase citada en una carta por Robert Brasillach, de su amigo Henri P., encarcelado como él en la prisión de Fresnès. No sé qué habrá sido de Henri P., pero espero que haya tenido más suerte que Robert Brasillach.
El templario plasmó su perfil, contra un fondo de arena y de roca.
Con su mano izquierda, tanteaba la empuñadura adornada con piedras preciosas; y con la diestra apoyada sobre la frente, protegía sus ojos claros de la luz, mientras observaba el horizonte, desde lo más alto de la fortaleza de planta circular.
Usar esa espada le había valido recriminaciones del senescal, porque el ascetismo templario no se correspondía con su lujo; que era en realidad, sólo expresión de la inclinación por la belleza de la raza visigótica, de la cual el hombre descendía por vía paterna.
No se había criado en el continente -al que su estirpe había llegado siglos atrás- sino en la isla de Irlanda, donde su madre celta le infundió un cristianismo particular, de clara influencia druídica.
Semejante confluencia sanguínea, junto a una rígida educación, dio por resultado una personalidad enérgica y compleja, enriquecida por los libros sagrados, y por galopes tendidos a lo largo de las playas de los mares nórdicos.
Jamás podría haber aceptado el destino de ser un campesino, con la espera de sumisiones y catástrofes, que ningún rey ni señor puede a veces evitar a sus súbditos.
En su Patria verde, los antiguos dólmenes y los bosques sagrados, convivían con los monasterios y los monjes de Cristo, en un maridaje de brumas y de hombres.
Cuando los caballeros del temple anclaron sus barcos en el puerto y bajaron a tierra, para atender los asuntos de la orden, una sensación hipnótica se apoderó de su alma. Se fue con ellos; y Jerusalén, Trípoli y Antioquía, fueron testigos de su sólida presencia en el combate. Los misterios de varios pueblos se le hicieron familiares; cánticos sufíes y herméticos mensajes del milenario Egipto, se añadían sin esfuerzo a la curiosidad de su estirpe migratoria indoeuropea.
Con precisión y equilibrio, definía combates de dudoso resultado, lo que le valió ascensos y respeto. Aquel hombre estaba del lado de la victoria, y todos lo querían consigo a la hora de protegerse las espaldas.
Pese a su creciente prestigio, no aventuraba opiniones políticas, tan corrientemente vertidas por los monjes-soldados. En ocasiones, esa actitud le era recriminada. Algunos lo consideraban soberbia, otros, falta de compromiso con el destino de la Orden. Su independencia de criterio, ponía nerviosos a quienes querían asirle, a la organicidad de un proyecto y a los mandatos de una jerarquía. Algo le hacía refractario a hablar de reyes y de obispos, del papa y de la corte, manteniéndose al margen de toda especulación política.
Llegó el día, como llega siempre, en que triunfó la intriga. Fue la hora del fuego y del exilio.
Entonces los señores trocaron en mendigos, los héroes en mercenarios. Tampoco habló de política ese día. Pensó en los tuaregs, en los nubios, y en Egipto y en el Sudán.
Pensó en el Nilo y en sus verdades ocultas, en los faraones nubios, y en los ojos atroces de aquellas mujeres.
El ya lo sabía antes de la hoguera: ninguna especulación política superaría la avidez, y ningún gran maestre daría la orden de cortar las cabezas necesarias.
Hacia tiempo que prefería a los tuaregs, a los nubios, y soñaba con esas mujeres que eran panteras y gacelas libres del desierto.
Buscaba pueblos de espíritu libre, como había sido el suyo hasta que detuvo su marcha.
Pensó en la lejana isla -a la que amaba todavía-, en la voz de su madre y en su canto profundo, en su cabellera roja derramada de reflejos, cayendo sobre el rostro del niño asombrado.
Tanteó nuevamente la espada de su padre, mientras recordaba sus últimos años, su exilio de caudillo y su vejez de agricultor.
Ni ellos ni la orden existían ya. Él lo sabía antes de la hoguera. Lo supo siempre.
0 comentarios