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La memoria de la Otra Europa

Juan Pablo Vitali: Luna roja

Juan Pablo Vitali: Luna roja  

Sabemos que en los años sucesivos a la derrota de Malvinas, cientos de veteranos argentinos se suicidaron.              

A ellos, está dedicado este cuento.

Por la comarca pasaba un tren de madera y de trocha angosta. Los baldíos, eran grandes espacios con el pasto crecido, repletos de flores, atravesados por senderos en diagonal, que acortaban camino a través de las retamas.

Se pescaba en los arroyos, a la sombra de los álamos. La gente se conocía, y un sabor pueblerino la abarcaba.

Nada de eso ha permanecido; rumiando ese amargo pensamiento como un persistente dolor, sentado en un banco de la estación, esperaba, mientras El Roca se anunciaba con su familiar sonido, que en  los  días de humedad, llegaba por la bruma hasta la casa.

La penumbra de los días me envolvía, con ese confuso contenido de amor y dolor, que el pasado a menudo tiene.

Mi vida no había sido un lecho de rosas, ni un ejemplo de virtudes. Después de la guerra, a menudo se sucedían ciclos negativos, en ocasiones, insostenibles.

Subí al vagón del tren, avatar de los suburbios, como si abordara la nostalgia misma, ya que poco había cambiado su aspecto, desde que en la niñez, lo veía pasar desde la casa, distante una cuadra de la vía. Cuadra misteriosa, hundida definitivamente en el tiempo, con sus árboles de mora.

Como un viejo carruaje sobre el acero de los rieles, corría el tren. La herida interminable del desarraigo, me llevaba a través de la luz marrón hacia el sol final.

Mis camaradas, habían hecho alguna vez ese camino, y habían sentido el olor del campo, a través de las ventanillas sin vidrio, para retornar al andén helado de la estación La Plata, bien entrada la noche, después del franco. Ahora, que el tiempo se los había devorado, sus fantasmas avanzaban sobre mí, sentimentales y violentos como un tango.

Dos veteranos de Malvinas ocuparon el pasillo. Dos palabras me bastaron para saber, que en realidad, eran los vencidos de otra guerra,  peleada y perdida en el gran Buenos Aires.

Como si hubieran abierto las celdas de una inmensa prisión, la marea humana ahogó la inmensa boca de Constitución. Los bares servían licuados de banana o de durazno con leche, en las mismas jarras de plástico anaranjadas o amarillas de aquellos años.

El hedor del baño me señaló el camino. Un apocalipsis, se reflejaba en los ojos de los jóvenes mendigos: los mismos rostros, casi la misma edad que la nuestra cuando partimos hacia el Sur.

Entré al baño con el bolso azul debajo del brazo. Lo abrí, lo apoyé transversalmente en un inodoro sin tapa; vi los sobres con las cartas amarillas por el paso del tiempo, pero no me atreví a tocarlas. Me puse el uniforme rápido, en silencio. Prendí el par de medallas sobre la chaquetilla. Noté lo mal pulido y lo ordinario del metal.

Me senté, me peiné ceremonialmente, miré de frente el redondo túnel de calibre no reglamentario. Abrí la boca... y vi el estampido de una luna roja, como aquella luna roja sobre los acantilados, antes de la guerra.

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