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La memoria de la Otra Europa

Juan Pablo Vitali: La Cruz de Hierro

Juan Pablo Vitali: La Cruz de Hierro  

                                    Este es otro destino posible de un hombre, el que ocurrirá cuando los dioses así lo dicten.

                                    Por ahora, sabemos que el honor, hizo que Hans Langdorff, comandante del acorazado alemán Graf Spee,  se pegara un tiro en la cabeza, en Buenos Aires, el 20 de Diciembre de 1939.

        

El tiempo había amarrado profundas arrugas a su rostro, como en un mapa secreto.

Por comentarios de los viejos del pueblo, se sabía que no era de aquí. Costaba creerlo, sabiendo de su amor por esta tierra y este cielo. Parco y sencillo, era un criollo más en la llanura, aunque la gente a veces, le dijera gringo.

Las estrellas del Sur se reflejaban en su expresión, siempre un poco lejana.

Sin duda era distinto a los demás: un fuego secreto, un momento sagrado. Algo fuera de nuestro alcance, lo había moldeado de una materia inasible.

Pocas palabras, una ginebra y una multitud de símbolos, nos acercaron en la  inmensidad de la llanura.

Su hogar era un rancho, en medio de la infinita extensión del campo. En ese lugar austero, solíamos matear largamente. Su atuendo sencillo, consistía en unas alpargatas, una camisa y un pantalón de trabajo, sostenido éste por un cinturón con una hebilla metálica, que tenía grabada un ancla en relieve.

El hombre era medido para hablar hasta lo estoico, como si de su exactitud ascética, dependiera algo en el curso de la realidad. Cuando hablaba, sus palabras eran las de quien sabe ejercer el mando.

Los caballos, la llanura, el desierto y los cuchillos, eran algunos de los temas que solían ocuparnos.

Conocía las tradiciones y secretos, que los paisanos poco a poco abandonaban; los manifestaba con dedicación, como si sólo de eso, dependiera su olvido o su conservación.

Encavaba cuchillos como nadie más podría hacerlo, con hojas de metal forjado en capas, sin que pudiera saberse cómo ni donde las hacía.

Quienes habitamos aquel paraje perdido, estábamos orgullosos de la calidad de ese acero.

Los objetos, su estética, su sentido simbólico, su secular intercambio con el hombre, y las recíprocas influencias suscitadas, eran objeto frecuente de nuestras charlas.

Solía volver a casa pensando en esos símbolos, meditando sobre sus significados, influenciado por sus opiniones.

De tanto en tanto, nuestros encuentros se coronaban con el obsequio de un cuchillo, encavado con esas hojas de acero forjado en capas, como las antiguas katanas japonesas, o las finas espadas toledanas.

Su cosmovisión se expandía sobre el sol de las tardes, por la oscuridad de las noches, sobre el agua de las heladas, y sobre las tropillas matutinas cubiertas de rocío.                 

Noté sin querer que nunca hablaba del mar, pese a que no nos encontrábamos lejos de él. Desviaba sutilmente mis referencias al respecto, dejando entrever que no era de su agrado hablar del tema.

Nuestras cabalgatas se hacían siempre hacia la llanura, nunca hacia el océano. El respeto reverencial que me inspiraba, y su actitud de mando natural, impedían los cuestionamientos. Además, yo estaba demasiado ocupado, en descubrir los viejos mostradores de las pulperías y sus marcas de cuchillos, las rejas y las puertas de las estancias perdidas, todos los secretos de una Patria que antes intuía, pero que jamás se me había revelado como ahora.

Su influencia sobre las personas abría las tranqueras, las puertas de los cascos de las estancias, las casas de los encargados y las cocinas de los peones.

Al llegar a casa, muchas veces con el alba, observaba largamente los cuchillos, y las iniciales grabadas en sus hojas: J.J.L.,  Juan José Laguna, porque ese era el nombre con el que se lo conocía en el pago.

 Aquellas piezas únicas, llevaban impresa la personalidad de su autor. Como talismanes, los llevo al cinto. Me protegen del rayo y la centella, calman la ansiedad, conjuran el dolor.

Cierta madrugada, desperté al alba, sobresaltado. La extraña certeza de un sueño me sacudió. Soñé que aquel hombre, se había disipado en la llanura, que había muerto y que su alma, estaba ahora en la tierra y en las cosas.

Salí del pueblo hacia su casa. El trayecto fue avanzar con un solo temor en el pecho.

Llegué jadeante al rancho, tratando de normalizar la respiración.

Me recibió con su habitual dominio de sí mismo, pero noté de algún modo que no estaba como siempre. Di una excusa poco convincente, para justificar mi presencia intempestiva.

Su aire de señor invencible, por momentos se quebraba con un gesto oscuro. Ensayó una excusa para quedarse sólo. Lo saludé brevemente y me retiré preocupado. 

Esa noche, los rayos precedían una violenta tormenta. Parecía que se iba a incendiar el campo. Me forcé por convencerme que mañana todo sería como siempre. Empapado y rendido, me tiré en la cama y me dormí.

Al día siguiente, la quietud del ambiente era notable. Era un día gris y denso, de esos en que los mugidos de las vacas no logran despegarse del suelo.

Llegué a lo de Don Juan en medio de un ominoso silencio. Supe de inmediato, que yo había sido el último en cerrar el portón. Sentí entonces el impulso de caer de rodillas, pero dominé esa actitud indigna del hombre que venía a ver. Traspuse la puerta, con la certeza de que no estaría cerrada.

Al ingresar, me enfrenté a la antigua mesa de madera, sobre ella había clavada una daga de confección muy fina. La empuñadura estaba envuelta en múltiples hilos de oro. A su lado, una vaina de plata. La hoja, era un símbolo gris, atravesando los tiempos y los mares.

Detrás estaba la otra puerta, la inevitable. Abrirla era mi deber y mi destino.

Yacía un dios griego sobre la cama de roble, con la boca apenas torcida, dominando el último dolor. En el piso, un reguero de ampollas de morfina...

Luego de un tiempo impreciso pude reponerme, y fijar mi atención en algo más, que en la escultórica imagen.

Vi entonces que las puertas del ropero estaban abiertas, y que dentro de él, azul-gris como la niebla del océano, colgaba el viejo uniforme de marino, con una cruz de hierro de primera clase prendida sobre el  paño.

Sobre la tela impecable, a la altura del pecho, lucía grabado un nombre desconocido para mí, y de uno de los bolsillos, prolijamente doblado, emergía un viejo periódico, que informaba sobre el hundimiento del Admiral Graf Spee en el Río de La Plata. Sobre él,  escrito con grandes trazos oscuros, podía leerse: "te quise mucho hijo, la cruz de hierro es tuya".

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