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La memoria de la Otra Europa

Orientaciones

Ernesto Milá: Un proyecto alternativo para las fuerzas nacionales (1986)

Ernesto Milá: Un proyecto alternativo para las fuerzas nacionales (1986)
Infokrisis.- Jamás he sido coleccionista de lo que escribo ni siquiera guardo ejemplares de los medios convencionales que han publicado artículos míos. Sin embargo, me ha producido una cierta satisfacción haber encontrado, precisamente en Internet, un texto escrito hace 22 años en una situación personal y anímica muy diferente y en medio de una situación política absolutamente diferenciada. El texto había sido elaborado en la prisión Modelo de Barcelona en la que permanecí 12 meses porque un juez poco equilibrado y con fama de excéntrico me había enviado por delito de "manifestación ilícita". Fue en ese tiempo en el que Vázquez Montalbán decía que yo experimentaba una permanente sensaciónde exilio interior. Pues bien, ese exilio interior se trasluce en este texto que hoy no sería capaz de redactar, pero en cuyas respuestas creía sinceramente hace 22 años. El texto fue inicialmente solicitado por la revista francesa Totalité, publicada por el embrión de lo que luego sería la Editorial Pardes. En aquel momento, Totalité estaba considerada como la revista "de referencia" para los que, como yo, seguíamos los enfoques ideológicos de Julius Evola. De hecho, el texto estaba inspirado por la lectura de Cavalgar el Tigre que, poco después empecé a traducir para Editorial Thor junto a un querido amigo.
 
 En aquel momento, la polémica en el interior de los medios "evolianos" era en torno a las "desembocaduras" de la obra de aquel que fue nuestro maestro pero que nunca aspiró a ser otra cosa más que un "hombre diferenciado". La obra de Evola en efecto es polimorfa, no solo por el tratamiento de los temas sino por su enfoque. Después de la II Guerra Mundial, Evola escribe sus dos grandes obras "políticas": Los hombres y las ruinas y El Fascismo visto desde la derecha. En la primera anima a los "hombres diferenciados" a descender al terreno de lo políticoy "mojarse" en la acción. De esas orientaciones surgirá Ordine Nuovo y Avanguardia Nazionale, junto a sectores del MSI dirigidos por Adriano Romualdi que harán suyo el pensamiento evoliano. Sin embargo, poco antes de irrumpir la contestación de los años 60, Evola lanza su última gran ora, Cabalgar el tigre, en la que niega las posibilidades de éxito de una "acción exterior", es decir de la acción política. ¿Cuál es la orientación "buena"?, ¿el Evola militante o el Evola escéptico?

En lo personal, había sostenido entre 1973 y 1982 las bondades del activismo político. Los cambios habidos en la sociedad española, la imposibilidad de realizar un trabajo militante, me impulsaron a abrazar al "último Evola", el escépticol. Y el texto que una desconocida página web ha recuperado y traducido del francés, fue mi aportación al debate de la época del que la revista Totalité se había erigido como portavoz de la corriente antipolítica.

¿Y ahora que pienso de todo aquello? No fue una polémica absurda, sino un intento de buscar salidas al planteamiento doctrinal propio del "pensamiento tradicional". Hoy creo que la polémica está superada: son dos vías para dos tipos de carácteres distintos. La vía de la acción política es aquella que se adapta particularmente a un tipo de carácter activista; la vía del "cabalgar el tigre", es la vía de quienes tienen una vida interior particularmente rica e intensa y, por las razones que sean, no se sienten particularmente proclives a la acción politica. No son, en definitiva, más que dos enfoques de un mismo tipo de pensamiento.
Sigo siendo "tradicionalista" en el sentido que fue definido como por Julius Evola y René Guènon. Por eso no me interesan las discusiones doctrinales. Probablemente, la mejor forma de seguir siendo "tradicionalista" es mantenerse al margen de los medios evolianos y guenonianos. En definitiva, aquí está este texto añejo y que alguien, desconocido para mí, se ha tomado la molestia de rescatar y traducir. Gracias a quien haya sido.
 
Un proyecto alternativo
Ernesto Milá
 
El “pensamiento tradicional” posee una serie de ventajas subjetivas: por una parte, es un pensamiento que no puede asumirse de manera doctrinaria, sino que es necesario vivir y practicar; es un pensamiento que se ve privado de límites: es una síntesis que afecta todas las ramas del saber y del conocimiento; facilita la elaboración de un modelo interpretativo que permite analizar todas las tendencias de la civilización (sexualidad, ecología, política, estética, ética, ciencias, etc.); es un pensamiento operativo (a través de la acción, a través de la meditación, a través de la investigación in situ de las ciencias tradicionales, etc.); es un pensamiento perfectamente definido que ayuda establecer barreras diferenciadoras, sin equivoco posible, entre el pensamiento moderno y ella misma; por último, es un pensamiento que ayuda establecer el significado de la crisis actual, su inclusión en una visión cosmogónica del mundo y del papel del hombre que quiere escapar del mundo del devenir para descubrir el del ser en la crisis actual de civilización. Aunque, en este caso, es necesario vivirla intensamente, se podrá también añadir que el pensamiento tradicional, por su radicalismo, permite al hombre que lo asume y lo experimenta, poder, más que cualquier otro, enfrentar y sobrevivir a las desintegraciones que se acercan: hoy día es quizá ya imposible salvar la humanidad que avanza hacia las últimas consecuencias de su "huida hacia adelante", pero es aún tiempo de salvar nuestro ser.
 
OBJETIVOS, ESTRATEGIA Y TÁCTICA
 
Lo hemos dicho: para nuestra generación, luchar por un simple cambio de Gobierno es un objetivo tan tenue que no merece la pena de ser tenido en cuenta; un cambio de sistema que sería problemático y complicado no es tampoco un objetivo válido. ¿Se puede imaginar que el poder de las multinacionales, el poder de los imperialismos va a dejar el campo libre una nueva sociedad? Al contrario, va a precipitar la crisis destructiva, que abrirá únicamente las puertas al único objetivo por el que valga la pena luchar: el advenimiento de una nueva Edad de Oro, la Revolución del siglo XXI.
La Edad de Oro es el objetivo de una larga marcha de vuelta a los orígenes, el resultado de un triunfo del reino de la calidad sobre el de la cantidad, de lo Absoluto sobre lo relativo, de lo espiritual sobre lo material, de lo eterno sobre lo temporal, del ser sobre el devenir, de lo trascendente sobre lo contingente, en definitiva del Orden sobre el Caos.
Hoy día, en la noche obscura de Occidente, como antes del Solsticio de invierno, el Sol parece no recalentar más la tierra y perderse en el espacio infinito, hundiendo el planeta en el frío y la noche. Es preciso, incluso si solo se trata de un pequeño puñado de hombres, ser capaz de permanecer de pie, en vigilia, en el curso de la noche caótica del tiempo moderno, ya que el día del Solsticio de invierno es, finalmente, el anuncio de la nueva primavera que vendrá y de la victoria del Sol sobre las potencias telúricas de la noche y la oscuridad. Este pequeño puñado de hombres en vigilia debe hoy ya, y desde ahora, organizarse, ser el espejo de la nueva edad de Oro, ser un punto de referencia para el que busca una orientación, una pista, una guía; debe constituir una roca en el océano, ante las desintegraciones que anuncian las señales del tiempo; debe ser comparable a los alquimistas de la disolución moderna que, utilizando el elixir de la Tradición, coagulan este Edad de Oro.
En lo que los concierne, hoy, su reino no es de este mundo; es posible que estén físicamente aquí pero sienten sus cuerpos exiliados sobre de este planeta que ya no nos destila más que la miseria espiritual y la tragedia material. Se sienten extranjeros esta tierra y sus estructuras, sus leyes, sus instituciones y sus fronteras; participan en otra realidad, más elevada, demasiado elevada para permitir al hombre participar en la civilización moderna y de integrarse y darse cuenta. Pero al igual que una colonia de exploradores aislados sobre otro mundo, se ven obligados a construir, allí donde se encuentran, esta nueva sociedad que llevan en ellos; no se resignan solamente a vivir el "pensamiento tradicional", no quieren solamente constituir una referencia abstracta: quieren llevar a la práctica lo que llevan en ellos a fin, para emplear una vez más las palabras de Hofmansthal, que "los que velan en la noche obscura, dan la mano a los que nacen en la nueva alba". Y de allí surge una estrategia precisa: la contrasociedad.
Los "hombres de la Tradición" viven en el "mundo moderno" que experimentan y consideran como su lugar de exilio. Pero esta sensación causa en ellos un deseo de libertad. Deben pues aprovecharse de las características, de los mecanismos, de las posibilidades de la sociedad moderna para crear la nueva sociedad de la Edad de Oro: tienen que vivir de su trabajo, por eso estos hombres pueden agruparse en cooperativas de producción y consumo, pueden construir cooperativas de artes gráficas, cooperativas artesanales o agrícolas; con este fin, pueden pedir créditos a los bancos, a las instituciones de ayuda; pueden pedir exenciones de impuestos; pueden recurrir a las instituciones sociales; no deberán enajenarse trabajando en las obras y las grandes fábricas, en los inmensos cadenas de producción; serán los propietarios de su propio trabajo; no trabajarán para acumular grandes fortunas, sino para adquirir el mínimo indispensable la supervivencia. Esta red de hombres que desean del otro modelo de sociedad podrá, gracias a sus iniciativas personales, estar en condiciones de constituir redes que cubrirán todas sus necesidades vitales.
Entre ellos, los que son médicos responderán a las necesidades sanitarias, redescubrirán la medicina natural; otros, que sientan la llamada la tierra, experimentarán los viejos sistemas de cultivo, producirán alimentos sin agentes, sin aditivos y sin carroña; los que se sienten atraídos por la comunicación y la información, utilizarán sus propias imprentas, sus radios libres y crearán pequeños boletines periódicos, revistas donde analizarán la información, los acontecimientos de la "otra humanidad", no se limitarán informar de los hechos con objetividad sino, además, guardarán sus distancias." Los que son atraídos por las artes manuales constituirán el equipo que elaborará todo lo que es necesario el hábitat (muebles, vestidos, objetos de consumo, etc.) de estos nuevos civilizadores. Se sentirán tan alejados de la sociedad que un simple combate electoral, un cambio de Gobierno o una crisis económica no los afectará; serán "apolíticos" al sentido griego del término: no por desinterés por la política, sino por menosprecio y por deseo de tomar sus distancias con respeto a los hombres políticos, sus esquemas y sus instituciones.
Los deseos culturales estarán cubiertos por profesionales de la cultura; los profesores se agruparán en escuelas libres, no sometidos al control del Estado. Aparecerán escuelas diferenciadas para los que se sienten sobre todo atraídos por la vocación ascética, así como escuelas guerreras para los que llevan en ellos el fuego del combate y la acción, escuelas profesionales para los que se sienten atraídos por el trabajo de las materiales y las formas, las escuelas campesinas destinadas los que quieren identificarse con una tierra y con su llamada - en definitiva, una enseñanza para que los hombres sean verdaderamente hombres, íntegros en su virilidad, y para que las mujeres sean mujeres en su femineidad; de esta manera finalizará la promiscuidad temática de la enseñanza moderna; se tenderá diferenciar los caracteres, a observar las tendencias innatas de los jóvenes. Se organizarán en grupos, según sus afinidades, estando dirigido cada uno de ellos no por el que ha recibido más votos en su favor sino por el que halla llegado lo más lejos posible en las etapas de realización del ser: así resurgirá el viejo sentido de la autoridad y, de nuevo, el Orden triunfará del Caos. Estas comunidades diferentes, dispersas, estarán en interrelación. Las unas y los otros intentarán responder la totalidad de sus necesidades con el fin de reducir al mínimo su dependencia frente al mundo exterior.
Considerarán la ecología y las energías alternativas con simpatía y tratarán de aplicarlos. Buscarán practicar una vida comunitaria; por su ejemplo, intentarán en primer lugar suscitar una convicción teórica y, a continuación, intentarán pasar a la realidad práctica con vecinos y amigos; el proselitismo no constituirá una obsesión y no hipotecará su tiempo: "los que quieren entender, que entiendan". Sus comunidades se distinguirán de las experiencias contraculturales, las palabras autoridad, orden y jerarquía serán sus normas internas. Todas estas redes constituirán los embriones de una contrasociedad ejercitada conjuntamente en la sociedad moderna, pero que no participa más en ella. Se ingeniarán en no tomar parte ninguna de las absurdidades de la sociedad moderna. Si las trompetas de guerra suenan, no será la patria de los banqueros y oligarcas, ni la patria de los políticos corrompidos, ni la de los hombres-masa a quienes servirán, defenderán solamente a su comunidad , procurarán que en tiempos de crisis agudas y destrucción espectacular, su comunidad se repliegue en ella misma. No esperarán que los tanques soviéticos o las bombas de neutrones los destruyan en las trincheras de la Europa social-democrática, de los burgueses conservadores o comunistas tan alienados como los que los combaten. Su patria estará allí donde se encuentra a su comunidad. Pero no serán pacifistas: si deben combatir para defender su comunidad, combatirán, pero no sacrificarán el más grande tesoro del que disponen - su vida - para defender ideales cuyo pobreza no merece incluso el sacrificio de un perro: la democracia liberal, la sociedad del bienestar y del consumo, el proyecto socialista, el "Occidente libre", etc.
Con el tiempo, el debilitamiento y la desintegración de la sociedad moderna se volverán más palpable." Irán acentuándose. Paralelamente, estos hombres que se cuelgan al polo inmóvil de la Tradición irán aumentando. Este embrión de contrasociedad se volverá un germen de contrapoder y este poder tenderá superponerse al poder oficial. No se tratan de crear "jerarquías paralelas", como lo hace la subversión en el curso del proceso de la guerra subversiva: "las jerarquías paralelas nacen para sustituir a las de un régimen considerado como caduco, el contrapoder nace para sustituir a la Edad de Hierro por el Edad de Oro. El contrapoder no debe instalarse por la fuerza, de la misma manera que el luchador de aikido sabe que no es su fuerza la que le dará la victoria o como el practicante de kendo sabe que es su calma y su estabilidad impasible que le hace experimentar la debilidad del adversario. Se trata precisamente de eso: de ser impasible, impasible cara la posibilidad de asistir al advenimiento de un nuevo mundo, impasible ante la crisis, las desintegraciones y los fuegos fatuos, y de seguir, inflexible, su propio camino, colocando ante todo el ejemplo de la fidelidad y el rigor frente al pensamiento tradicional, sin compromiso, sin expedientes, oportunismos y vacilaciones. La impasibilidad de los brahmanes, mucho más que su número - reducido -, les permitió imponerse millones de habitantes de la India y de ser reconocidos y amados como los jefes de las comunidades; no es la cantidad que importaba, sino su calidad interior, su temple y su espíritu de decisión: eran el "motor inmóvil".
 
Un Project alternative pour les forces nationales ,Ernesto Milá ,Totalité nº 25 , Puisaux 1986
(c) Ernesto Milà

Ramón Bau: El judeocristianismo

Ramón Bau: El judeocristianismo

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nº 40 revista Mundo Ns, reeditada como cuaderno por VNR Barcelona (1991).

Juan Pablo Vitali: Las Elites

Juan Pablo Vitali: Las Elites

 

Uno de los grandes misterios que nos reserva la historia, es la formación de una élite. ¿Cuáles son los motivos por los que un grupo de personas se vuelve capaz de comprender, crear y conducir? ¿Cuáles son los factores que aglutinan y unen a un grupo poco numeroso y lo elevan por sobre el conjunto?

Supongo que cada teórico del tema tendrá su teoría, y muchos tratarán de elevar la suya propia a la categoría de dogma. Aún así, nunca se develará lo que en el fondo tiene el proceso de misterio.
 
Muchas personas piensan, especulan, o acumulan poder o dinero, y todos ellos suelen creerse parte de una élite. Tratan de actuar como tal y a menudo consiguen mandar o tienen éxito en términos mundanos. A veces incluso hablan en nombre de todos, de la gente, del pueblo, o incluso de un dios, pero notamos que hay algo que no nos permite definirlos como una verdadera élite. Sus objetivos suelen ser personales, menores, falsos, inmediatos. No tienen cohesión y su formación no es profunda ni se proyecta en el tiempo en orden a un objetivo importante. Eso se nota en la acción, en los gestos, en la actitud.
 
Salvo excepciones, sólo la élite sabe que lo es. Las masas tienen una idea abstracta sobre qué es y qué significa una élite. Cuando existe un pueblo orgánicamente conformado, la élite se vuelve algo más natural, y en ocasiones, todo un pueblo puede convertirse en élite, como ocurrió en Esparta o en la primera Roma.
 
Si bien en la formación de una élite hay una transmisión, no por eso tiene que ser estrictamente hereditaria, puede ser más amplia en su modo de selección. Porque lo más importante es siempre lo invisible: el espíritu y la voluntad. Eso que hace ir a un grupo en dirección ascendente.
 
Si los componentes de una élite son los únicos que pueden reconocerse a sí mismos, debemos colegir que sus potenciales miembros sufren un amargo destino mientras no puedan conformarse como élite, porque se encontrarán de ese modo solos y sin objeto, asediados por la mediocridad general que no necesita élites, sino todo lo contrario.
 
Si como ocurre en pocos casos la élite logra conformarse con los mejores, cumplirá el más alto de sus objetivos: conservar y defender los valores espirituales y materiales de una cultura. Hoy en día no hay nada más transformador que eso: conservar lo valioso, ser revolucionariamente conservador, algo que en principio sólo una élite puede hacer.“Todo lo que esté  bien, todo el que hace algo bien o se esfuerza, es siempre parte de una minoría. Y los miembros de una minoría se sienten siempre en el exilio. Creo que incluso ni siquiera les molesta.”
                                                 Henry de Montherlant
 “El grupo es el concepto de un sufrimiento compartido e  incomunicable.”
                                                                                          Yukio Mishima
 
“Donde está el mayor peligro, ahí también está lo que salva.”
                                                                                         Friedrich Hölderlin
 
“El hombre libre se engendra a sí mismo.”
                                                                                         Richard Wagner
 
 
No hay elite sin sentido trágico de la vida. Puede haber logias, acuerdos, mafias, grupos, pero no elite. La autoridad que no busca un destino superior no es propia de una elite. Se suele hablar de elite comercial o financiera, pero eso no es sino el mal uso que se hace del sentido superior y esencial de la palabra, porque toda guerra es primero semántica, y quien imponga el alcance y el sentido del lenguaje será el triunfador.
 
La soledad y la distancia se apropian de un gran hombre si no puede cumplir su destino grupal. Por eso el hombre de elite se convierte en un peculiar tipo de anarquista cuando se encuentra aislado, algo muy común en esta época. Esto nos recuerda al anarca de Jünger, aunque un verdadero hombre de elite es más bien un buscador, un cazador de oportunidades para cumplir su destino, un ansioso de la acción. Su sentido trágico de la existencia le indica que lo heroico está en una búsqueda casi siempre inútil, o en una acción pocas veces exitosa. Algo que para el común de los mortales constituye casi un suicidio incomprensible.
 
Recordemos, por ejemplo, a los trescientos hoplitas de las Termópilas, o a los menos conocidos ochenta y siete samurais derrotados que cometieron sepukku en 1877, y que Mishima inmortalizó en su novela Caballos desbocados.
 
Una elite sabe que la vida es igualmente fugaz sin el suicidio, pero que sólo en el cumplimiento consciente de su destino el hombre superior resuelve su misterio. El hombre de elite acepta la búsqueda de sus iguales, aunque finalmente resulte infructuosa. Abandonarla por falta de voluntad sería desistir, precisamente, de su destino trágico para aceptar la entelequia de la individualidad, autoexcluyéndose así de la elite, renegando de su identidad espiritual.
 
La identidad trágica del grupo forja la elite, proyectándola hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, porque los muertos y su legado también forman parte de ella, igual que la tensión hacia el futuro, aunque este resulte por definición incierto.
 
No hay nada más religioso que una elite, porque sus miembros se “religan” en la búsqueda de un sendero superior. Las élites no siguen un camino, las élites son el camino. Ellas crean su propio mito, y a través de ese mito generan “un estado de ánimo épico” según lo afirmara George Sorel.
 
Los grupos reducidos que conducen el sistema en el que hoy vivimos no pueden ser llamados élites en el sentido expuesto. Dichos grupos no crean un destino, sólo custodian el funcionamiento de ciertos mecanismos que se vuelven cada vez más abstractos y destructivos, como el dinero y la tecnología. Y si bien no hemos llegado al extremo de que las máquinas hagan funcionar por sí mismas los engranajes de las cosas, ya no estamos lejos de ello. Lo vemos hasta el cansancio en las películas de ciencia ficción que nos habitúan al contexto tecnológico-esclavista de la globalización.
 
Por eso nos alejamos cada vez más de la posibilidad de ver constituirse una verdadera elite, porque todos participamos de algún modo en la dinámica del sistema, perdiendo cada día las cualidades necesarias. De todos los que proclaman ser la elite antisistema, pocos lo son en realidad a juzgar por los resultados, por las conductas personales y por su nivel cultural. Repetir incansablemente ciertas doctrinas o consignas disidentes, no nos transforman automáticamente en una elite, por buenas que esas ideas resulten.
 
La palabra debe ser respaldada por la actitud precisa, por la acción correcta, por la estética adecuada, por la comprensión imprescindible. Una elite necesita cierta discreción y ascetismo para su desarrollo. La estética y el decoro son elementos fundamentales, para crecer superando las propias limitaciones. Pero no ese decoro pacato e hipócrita tan desagradable, sino el que responde a la lógica de una grandeza autoimpuesta.
 
Recordemos algunos ejemplos: la república romana, Esparta, Prusia, las mesnadas de España, la caballería medieval, la nobleza samurai, los druidas, el renacimiento italiano, el romanticismo alemán.
 
El sistema nos provee generosamente de las formas mediante las cuales jamás llegaremos a constituir una elite, aunque creamos ir en pos de ese objetivo. Siempre habrá una distancia infinita entre el rock metálico y Mozart, entre la guitarra eléctrica y el piano, entre el libro y el blog, entre el marginal resentido y el cuadro político, entre la elite y las múltiples caricaturas de la posmodernidad.


Fuente: El Manifiesto

Adriano Scianca: El cantor del nuevo mito. Giorgio Locchi revisitado

Adriano Scianca: El cantor del nuevo mito. Giorgio Locchi revisitado

 

“…sonaba, tan antiguo, y sin embargo era tan nuevo…”
(Richard Wagner)

Y por último llegó la “globalización”. En dos mil años de pensamiento único igualitario nos hemos tragado: la “inevitable” venida de los tiempos mesiánicos, el “inevitable” avance del progreso técnico, económico y moral, el “inevitable” advenimiento de la sociedad sin clases, el “inevitable” triunfo del dominio americano, la “inevitable” instauración de la sociedad multirracial. Y ahora, precisamente, es la globalización la que se impone como “inevitable”. El camino ya está trazado, nada podemos contra el Sentido de la Historia. Es cierto que la entrada triunfal en el Edén final es postergada de manera continua porque siempre surgen pueblos impertinentes que no aprecian los hegelianismos en salsa yanqui como los anteriormente citados. Pero, tarde o temprano- nos lo dice Bush, nos lo dicen los pacifistas, nos lo dicen los científicos, los filósofos y los curas- la historia llegará a su fin. Seguro. ¿Seguro?

¿El fin de la historia?

Es verdad: la historia, efectivamente, puede llegar a su fin. Es del todo plausible que en el futuro que nos espera se pueda asistir al triste espectáculo del “último hombre” que da saltitos invicto y triunfante. Pero este es sólo uno de los posibles resultados del devenir histórico. El otro, también este siempre posible, va en la dirección opuesta, hacia una regeneración de la historia a través de un nuevo mito. Palabra de Giorgio Locchi. Romano, licenciado en Derecho, corresponsal en París de “Il Tempo” durante más de treinta años, animador de la primera y más genial Nouvelle Droite, fino conocedor de la filosofía alemana, de música clásica, de la nueva física, Locchi ha representado una de las mentes más brillantes y originales del pensamiento anti-igualitario posterior a la derrota militar europea del 45.

Muchas jóvenes promesas del pensamiento anticonformista de los años 70 conservan todavía hoy el nítido recuerdo de las visitas que hicieron a “Meister Locchi” en su casa de Saint-Cloud, en París, “casa a la que muchos jóvenes franceses, italianos y alemanes se dirigían más en peregrinaje que de visita; pero simulando indiferencia, con la esperanza de que Locchi (…) estuviese como Zarathustra con el humor adecuado para vaticinar y no, como desgraciadamente sucedía más a menudo, para que les hablase del tiempo o de su perro o de actualidades irrelevantes” (1). Las razones de tal veneración no pasan tampoco inadvertidas para quienes sólo hayan conocido al autor romano a través de sus textos. Leer a Locchi, de hecho, es una “experiencia de verdad”: tomemos su Wagner, Nietzsche e il mito sovrumanista – un “gran libro”, “unos de los textos clásicos de la hermenéutica wagneriana”, como lo define Paolo Isotta en el… ¡Corriere della Sera! (2)- uno se encuentra ante el desvelamiento (a-letheia) de un saber original y originario. Desvelamiento que no puede ser nunca total.


Giorgio Locchi, La Esencia del Fascismo
La aristocrática prosa de Locchi es, de hecho, hermética y alusiva. El lector es conquistado por ella, tratando de atisbar entre las líneas y de captar un saber ulterior que, estamos seguros de ello, el autor ya posee pero dispensa con parsimonia (3). A aumentar la fascinación de la obra de Locchi, además, contribuye también la vastedad de referencias y la diversidad de los ámbitos que toca: de las profundas disertaciones filosóficas a los amplios paréntesis musicológicos, pasando por las referencias a la historia de las religiones y por las audaces digresiones sobre la física y la biología contemporánea. Quien está acostumbrado a la atmósfera asfixiante de cierto neofascismo onanista o a los tics de los evolamaniacos de estricta observancia es raptado inmediatamente por todo ello.

La libertad histórica

El punto de partida del pensamiento locchiano es el rechazo de todo determinismo histórico, es decir, la idea de que “la historia- el devenir histórico del hombre- surge de la historicidad misma del hombre, es decir, de la libertad histórica del hombre y del ejercicio siempre renovado que de esta libertad histórica, de generación en generación, hacen personalidades humanas diferentes” (4). Es el rechazo de la “lógica de lo inevitable”. La historia está siempre abierta y es determinable por la voluntad humana. Dos son, a nivel macrohistórico, los resultados posibles, los polos opuestos hacia los que dirigir el porvenir: la tendencia igualitarista y la tendencia sobrehumanista, ejemplificadas por Nietzsche con los dos mitemas del triunfo del último hombre y del advenimiento del superhombre (o, si se prefiere, del “ultrahombre”, como ha sido rebautizado por Vattimo en el intento de despotenciar su carga revolucionaria). El filósofo de la voluntad de poder afirma la libertad histórica del hombre mediante el anuncio de la muerte de Dios: quien ha adquirido la conciencia de que “Dios ha muerto” “no cree ya que esté gobernado por una ley histórica que lo trasciende y lo conduce, con toda la humanidad, hacia una finalidad- y un fin- de la historia predeterminada ab aeterno o a principio; sino que sabe ya que es el hombre mismo, en todo “presente” de la historia, el que establece conflictivamente la ley con la que determinar el porvenir de la humanidad” (5).

Todo esto lleva a Locchi a identificar una auténtica “teoría abierta de la historia”. El futuro, desde esta perspectiva, no está nunca establecido de una vez por todas, ha de ser decidido constantemente. No sólo eso: tampoco el pasado está cerrado. El pasado, de hecho, no es lo que ha acaecido de una vez por todas, un mero dato inerte que el hombre puede estudiar como si fuese un puro objeto. Al contrario, es interpretación eternamente cambiante. El tiempo histórico, lo vamos viendo poco a poco, asume un carácter tridimensional, esférico, estando caracterizado por interpretaciones del pasado, compromisos en la actualidad y proyectos para el porvenir eternamente en movimiento. El origen mítico acaba proyectándose en el futuro, en función eversiva con respecto a la actualidad. Las distintas perspectivas que brotan de ello acaban chocando dando vida al conflicto epocal.

El conflicto epocal


Nouvelle Ecole
El “conflicto epocal” se da por el choque de dos tendencias antagónicas. Ya se ha dicho cuales son las tendencias de nuestra época: igualitarismo y sobrehumanismo. Toda tendencia atraviesa tres fases: la mítica (en la que surge una nueva visión del mundo de manera todavía instintiva, como sentimiento del mundo no racionalizado y, por tanto, como unidad de los contrarios), la ideológica (en la que la tendencia, habiéndose afirmado históricamente, comienza a reflexionar sobre sí misma y, entonces, se divide en diferentes ideologías contrapuestas entre sí) y la autocrítica o sintética (en la que la tendencia toma nota de su división ideológica y trata de recrear artificialmente la propia unidad originaria). Y si el igualitarismo (hoy en fase “sintética”) es la tendencia histórica dominante desde hace dos mil años, la primera expresión “mítica” del sobrehumanismo ha de buscarse en los movimientos fascistas europeos.

El fascismo, para Locchi, no puede ser comprendido más que a la luz de la “predicación sobrehumanista” de Nietzsche y Wagner (6) y de la “vulgarización” que de tales tesis llevaron a cabo los intelectuales de la Revolución Conservadora (que, por tanto, deja de ser una entidad “inocente”, abstractamente separada de sus realizaciones prácticas, tal y como quisiera cierto neoderechismo débil). Por tanto, el fascismo como expresión política del Nuevo Mito que apareció en el siglo XIX en algún lugar entre Bayreuth y Sils Maria. Entonces, algo nuevo. Pero, wagnerianamente, algo antiguo también.

El fascismo, de hecho, representa también la plena asunción del “residuo” pagano que el cristianismo no logró borrar y que ha sobrevivido en el inconsciente colectivo europeo. Un fenómeno revolucionario, en definitiva, que se reconoce en un pasado lo más ancestral y arcaico posible, proyectándolo en el futuro para subvertir el presente. El objetivo, de larga duración, es hacer que la Weltanschauung cristiana “retroceda más allá del umbral de la memoria”, derramando significados nuevos en los significantes viejos de matriz bíblica, tal y como originariamente el cristianismo “falsificó” los términos paganos para canalizar la propia visión del mundo en un lenguaje que no resultase incomprensible a las gentes europeas. Es el proyecto que el Parsifal wagneriano expresa con la fórmula “redimir al redentor” (7).

El mal americano

Pero la primera tentativa de actuar concretamente en la historia por parte de la tendencia sobrehumanista, como sabemos, desembocó en la derrota militar europea de 1945. Una derrota que puso al viejo continente entre las fauces de la tenaza construida en Yalta. En aquel periodo, está bien recordarlo, demasiados herederos del mundo que salió derrotado de la segunda guerra mundial pensaron en renovar su militancia sosteniendo uno de los dos brazos de la tenaza a expensas del otro, anhelando un Occidente “blanco” que no podía ser otra cosa que la “tierra del anochecer” (Abend-land) en la que ver el crepúsculo de toda esperanza de renacimiento europeo. Eligieron, aquellos “fascistas” viejos o nuevos, la táctica del “mal menor”, que, como se sabe, no es otra que la táctica del “tonto útil” vista… por el tonto útil.

En este contexto, será precisamente Locchi (no sólo, ni el primero: sólo hay que pensar en Jean Thiriart) quien denuncie las insidias del “mal americano”. Y El mal americano (Il male americano) es también el título de un libro que salió de un artículo aparecido en Nouvelle Ecole en 1975 con la firma de Robert de Herte y Hans-Jürgen Negra, pseudónimos respectivamente de Alain de Benoist y del mismo Locchi. Tal texto contribuirá de manera decisiva a depurar el corpus doctrinal de la Nueva Derecha de toda sugestión occidentalista. Por lo demás, los dos autores provocarán un cortocircuito en la lógica de los bloques citando una frase de Jean Cau: “En el orden de los colonialismos, es ante todo no siendo americanos hoy, como no seremos rusos mañana”. Hay una gran sabiduría en todo esto. En Il male americano América es descrita más en su ideología implícita, en su way of life, que en su praxis criminal. Una ideología hecha de moralismo puritano, de desprecio por toda idea de política, tradición o autoridad, de mentalidad utilitarista, de conformismo y ausencia de estilo, de odio freudiano contra Europa. Lo que especialmente interesa a los autores es la influencia de la Biblia en la mentalidad colectiva estadounidense, sin la cual serían inconcebibles los delirios neocon de la actual administración. Y además – el recuerdo del 68 estaba todavía caliente- no falta el repetido énfasis de la sustancial convergencia entre la contestación izquierdista y los mitos del otro lado del Atlántico. Nueva York como capital del neo-marxismo: basta con esto para distinguir el texto del Locchi/ de Benoist de las denuncias “progresistas” de los varios Noam Chomsky (aunque, por supuesto, también estos tienen su función).

La tierra de los hijos

Pero “el mal americano” es sobre todo un mal de Europa. Hoy que la guerra fría ha terminado ya y al orden de Yalta le ha sucedido el feroz solipsismo armado de un pseudoimperio fanático y usurero, nos damos cuenta de ello más que nunca. Europa: el gran enfermo de la historia contemporánea. Pero también una idea-fuerza, un mito, un retorno a los orígenes que es proyecto de porvenir, como proclama la lógica del tiempo esférico.

En este sentido, las referencias a la aventura indoeuropea o al Imperium romano, a las polis griegas más que al medievo gibelino sirven como materia prima a partir de la cual forjar algo nuevo, algo que no se ha visto nunca. “Si se quiere hablar de Europa, proyectar una Europa, es preciso pensar en Europa como en algo que nunca ha sido, algo cuyo sentido y cuya identidad han de ser inventados. Europa no ha sido y no puede ser una ‘patria’, una ‘tierra de los padres`, ésta solamente puede ser proyectada, para decirlo como Nietzsche, como ‘tierra de los hijos’ (8). Si tiene que haber nostalgia, entonces que sea “nostalgia del porvenir”, como en el (extrañamente feliz) eslogan del MSI de hace ya años. Este mundo que cree en el fin de la historia quizás está asistiendo simplemente al fin de su propia historia. Después de todo, nada está escrito. ¿Nos hundiremos también nosotros en las pútridas ruinas de esta decadencia iluminada con luces de neón? ¿O tendremos la fuerza para forjar nuestro destino a través de la institución de un “nuevo inicio”? Lo decidirá tan sólo la solidez de nuestra fidelidad, la profundidad de nuestra acción, la tenacidad de nuestra voluntad.

Notas:

(1) Stefano Vaj, Introduzione a Girogio Locchi, Espressione e repressione del principio sovrumanista (La esencia del fascismo).Entre los intelectuales influenciados por Locchi recordamos, además del propio Vaj, todo el núcleo fundador de la Nouvelle Droite de los años 70/80, desde De Benoist a Faye, pasando por Steuckers, Vial, Krebs, pero también Gennaro Malgieri y Annalisa Terranova, hoy en AN. Ideas locchianas aparecen también en tiempos recientes en Giovanni Damiano y Francesco Boco. No podemos dejar de citar, además, a Paolo Isotta, crítico musical del Corriere della Sera (¡!), a quien Maurizio Carbona logró convencer para que redactara un entusiasta ensayo introductorio al libro sobre Nietzsche y Wagner y que últimamente (véase la siguiente nota) ha vuelto a citar a Locchi precisamente en las columnas del mayor diario italiano.

(2) Paolo Isotta, “La Rivoluzione di Wagner”, en Il Corriere della Sera del 4/4/05.

(3) Hay que decir, además, que entre los papeles que Locchi dejó, se encuentra diverso material inédito, entre el cual está un ensayo sobre Martin Heidegger probable y desafortunadamente destinado a no ver nunca la luz.

(4) De Wagner, Nietzsche e il mito sovrumanista.

(5) Ibidem.

(6) Por otra parte, gran mérito de Locchi es el hecho de haber redescubierto las potencialidades revolucionarias de la obra wagneriana en un ambiente que continuaba pensando en el compositor alemán desde la perspectiva de la doble “excomunión” nietzscheana y evoliana.

(7) Los Indoeuropeos, la filosofía griega, la Konservative Revolution, el fascismo, Europa: el lector atento habrá vislumbrado, detrás de referencias semejantes, la sombra pujante de Adriano Romualdi. Y sin embargo, increíblemente, Locchi desarrolló su pensamiento de manera completamente autónoma de Romualdi. Es más, será sólo gracias a algunos jóvenes italianos que fueron a visitarle a París como el filósofo conocerá la obra del joven pensador que murió prematuramente. Sin dejar de subrayar la objetiva convergencia de perspectivas. Al respecto, véase La esencia del fascismo como fenómeno europeo. Conferencia-Homenaje a Adriano Romualdi, que reproduce un discurso de Locchi pronunciado precisamente en honor del llorado autor de Julius Evola: el hombre y la obra.

(8) De L’Europa: non è eredità ma missione futura.



Adriano Scianca

Carlos Alonso del Real: Nosotros, europeos

Carlos Alonso del Real: Nosotros, europeos

 

Desde no sabemos exactamente donde –acaso desde el fondo de nuestra conciencia– un viejo e inseparable amigo, que padeció persecución y fue a una guerra lejana y áspera por no dejar de ser europeo, nos escribe:

Querido camarada: Una de las cosas en que nuestra época se distingue de las anteriores es por su mayor capacidad analítica. La fenomenología y sus consecuencias (por entre ellas, si quieres, la instrucción del buen existencialismo, el de Heidegger, no el del imbécil de Sartre), la bomba atómica y todo lo demás, son una prueba de ello. Pues bien, esta capacidad disolutoria tiene algo de bueno, nos permite afinar nuestra conciencia y «hacernos cargo» de las cosas hasta tal extremo, que todas las épocas anteriores hasta –y quizá más que otras– las más gloriosas –el Neolítico, las épocas de plenitud griega o china. El Gótico y el Renacimiento– se nos aparecen como pre o inconscientes. Nos parece como si nuestros lejanos antepasados hubiesen inventado la agricultura, escrito los diálogos platónicos o los versos de Li-Po, edificado Sumas y catedrales o erigido San Pedro y El Escorial sin darse bien cuenta de lo que hacían. Pues bien, desde que empieza «nuestro tiempo» (y «nuestro tiempo» empieza, en rigor, con el cogitabundo Descartes o, si lo prefieres, con el mandarín de Koenisberg), nos damos cuenta de lo que hacemos. Y ahora es cuestión de que nos presentemos ante nosotros mismos, con cruda analítica, esta cuestión: ¿Hay Europa? ¿Puede volver a haber? Nosotros, europeos: ¿somos simples sobrevivientes de algo sin sentido? Esas nuevas entidades –mundo anglosajón, hispanidad– ¿quiere significar propiamente el fin de Europa? He aquí algo que no puede dejar de preocuparnos.

Mira, camarada, un gran europeo dijo hace años que la política que no sea exigente en sus planteamientos será un torpe aleteo en la superficie de lo mediocre. Fue uno de los primeros –acaso en orden al tiempo, el primero– grandes europeos que murieron, a conciencia, por no dejar de serlo. Ya sabes quién era. Pues él –y esto acaso no lo sepas– se había adherido de joven a un proyecto –ingenuo y utópico; pero de joven se pueden hacer esas cosas, casi se deben hacer– de unidad europea. Y aquí, antes de saber qué hacer como europeos, conviene que nos preguntemos eso –si hay, si puede haber, Europa seriamente–. Sin sentimiento, con eso que otro gran europeo llamaba «pasión fría».

Pues bien, lo primero es preguntarnos: ¿Qué es Europa? Europa, no es una expresión geográfica, es un estilo de vida. Dos buenos europeos –un médico español a quien tú y yo llamamos camarada y un aristócrata suizo de alta y cristiana mente– se han esforzado hace poco en averiguar qué es Europa, de la pesquisa del segundo aún no conocemos los resultados, pero en parte pueden ya anticiparse; de la del primero se desprende claramente eso. Europa es, ante todo, un estilo de operación histórica, que se caracteriza principalmente su capacidad universalizadora. España puede y debe hacer suyo cuanto creen los demás y elevarlo a mayor plenitud. Ya se atribuyó esto a un abuelo de Europa, el viejo Platón, cuando dicen que dijo aquello de que los griegos llevaban a plenitud lo que hallaban los bárbaros. Y de esta capacidad integradora y transmutadora se sigue que, en ciertas direcciones, este estilo histórico sea de fecundidad cuantitativa y cualitativa superior a los otros. Y en este sentido Europa existe, sólo que, permite que te diga esto, que acaso no te guste, hoy Europa se puede llama –también– América.

Pero el problema que a ti y a mí nos angustia no es sólo ése –aunque ése sea el más importante, y el no pensarlo así sería un nacionalismo continental inadmisible y que los dos únicos grandes pueblos europeos realmente sobrevivientes, el español y el inglés, pueden cometer menos que nadie–, sino otro. ¿Es posible que en su viejo solar continental el estilo de vida histórica europeo pueda vivir, sobrevivir o revivir?

Mira, amigo, hacia las ruinas alemanas. Yo he sabido hace poco algo que a muchos acaso no les diga nada, pero que a nosotros nos debe decir mucho. En Alemania, en ese gloriosa campo de ruinas, testimonio de los errores de un pueblo heroico y de la estúpida crueldad de sus enemigos, se ha fundado una nueva Universidad. Y viejas revistas científicas –no creas que dedicadas sólo a la química aplicada o algo así, sino al arte prehistórico y cosas similares– vuelven a publicarse. Mira a Italia tras la oleada de cieno del 43 y la de sangre del 45, con áspera fatiga, otra vez está puesto el trabajo, con amenazas, con interrupciones, pero puesto a trabajar ese pueblo de tan subida inteligencia. Mira los pequeños países, mira el heroico y ascético esfuerzo de recuperación inglés. Y mira cómo en América o en África del Sur, los emigrados –y no los peores los nuestros– aquel sector de emigrados que con más acierto prefieren sumirse en el trabajo en vez de en la nostalgia y el rencor, trabajan y crean. Y mira –acaso no lo sepas– que en Norteamérica –¡en Norteamérica!– ya están pidiendo a voces físicos puros, historiadores y filólogos, filósofos, teólogos, y no sólo héroes de la artesanía como hasta ahora.

Si, pues, Europa como estilo histórico no sólo no muere, sino que –fíjate bien en esto– América y África del Sur, Australia y Nueva Zelanda, Filipinas, son cada vez más Europa, y si aun los pueblos que parecían más vencidos, y aún más degradados, muestran en una u otra cosa vocación y fecundidad, pienso que puede y debe haber Europa, y que la habrá; pero pienso, camarada, que ya no habrá Europa sólo –esta estremecida península del Báltico a Finisterre y su adyacencia insular–, sino que habrá, hay ya, en América y Oceanía, en África del Sur también, prolongaciones amplificadas y fecundas, otras Europas, no es la turbiedad esteparia soviética quien relevará a nuestra vieja Europa, será el viejo núcleo europeo continental junto con sus amplificaciones quien hará –junto con los demás, hay China, India, Islam, no lo olvidemos– quien hará la historia. En primer lugar, Europa no ha muerto; en segundo lugar, haya muerto o no, hay las Europas.

Querido camarada, yo no sé si tú estás de acuerdo conmigo o no; pero como lo pienso, te lo digo. Y Dios dirá la última palabra.

Fuente

Mishima: TA TENO KAI!

Mishima: TA TENO KAI!
 
Manifiesto en conmemoración del primer aniversario de la Sociedad de los
Escudos, noviembre de 1968

La sociedad de los escudos que he formado está compuesta por menos de cien miembros, no dispone de armas y es el ejército más pequeño del mundo. A pesar de acoger a nuevos miembros todos los años, he decidido no superar los cien afiliados, pues no deseo mandar a más de cien hombres.

No se les paga nada. Sólo se les proporciona un uniforme estival y otro invernal, birretes, botas y un uniforme de combate. Este último es extraordinariamente vistoso y fue diseñado por Tsukumo Iragashi, el único estilista japonés que creó uniformes para De Gaulle. La bandera de nuestra Sociedad es simple: un blasón rojo sobre seda blanca. Yo diseñé personalmente nuestro emblema, que consiste en un círculo que encierra dos antiguos yelmos japoneses. El mismo dibujo aparece en los birretes y en los botones. Para ser miembro de la sociedad de los Escudos es conveniente ser estudiante universitario. Ello obedece a una razón bastante obvia: se es joven y se dispone de tiempo. Quien trabaja no puede concederse arbitrariamente largos periodos de
vacaciones. Para ser admitido en la Sociedad se requiere además cumplir un mes de ejercicios militares en un regimiento de infantería del Ejército de Defensa y luego aprobar un examen.

Una vez convertido en miembro de la sociedad, se participa en una asamblea mensual donde se consagra a alguna actividad encomendada a grupos de diez; al año siguiente se pasa un nuevo periodo de adiestramiento en el Ejército de Defensa. Actualmente, los miembros de la Sociedad se están ejercitando para la marcha que se llevará a cabo sobre la terraza del Teatro Nacional el 3 de noviembre. La Sociedad de los Escudos es un ejército preparado para intervenir en cualquier momento. Es imposible prever cuándo entrará en acción. Tal vez nunca. O tal vez mañana mismo. Hasta ese momento, la Sociedad de los Escudos no cumplirá ningún otro cometido. Ni siquiera participará en las demostraciones públicas. No distribuirá octavillas. No
lanzará cócteles molotov. No arrojará piedras. No hará manifestaciones contra nada ni nadie. No organizará comicios. Sólo participará en el encuentro decisivo. Este es el ejército espiritual más pequeño del mundo, compuesto por jóvenes que no poseen armas sino músculos bien templados. La gente nos insulta llamándonos “soldaditos de plomo”.
Como comandante de los cien hombres, cuando me toca pasar un mes junto a los miembros del Ejército de Defensa me levanto como todos al toque de diana de las seis de la mañana, o a veces a las tres, cuando hay una convocatoria de emergencia, y corro con ellos cinco kilómetros… (yo, habitualmente, no me despierto antes de la una de la tarde).

En efecto, en la vida civil me dedico a la redacción de largas, larguísimas novelas, que me parecen interminables. Durante la noche selecciono las palabras una a una, sopesándolas igual que haría un farmacéutico con sus drogas sobre una balanza sumamente sensible, para después unirlas. Logro conciliar el sueño cuando ya ha llegado la mañana.

Sé que debo mantener un equilibrio constante entre mi actividad en la Sociedad de los Escudos y la calidad de mi trabajo literario. Si este equilibrio se quebrara, la sociedad de los Escudos degeneraría hasta convertirse en la distracción de un artista, o bien yo terminaría por transformarme en un político. Cuanto más comprendo las sutiles funciones de las palabras, con mayor claridad veo que frente a la realidad, el artista es absolutamente irresponsable, como un gato. En mi calidad de artista, no me sentiría responsable ni siquiera aunque el mundo se derritiese como un helado. Pues he sido yo, en efecto, el que le dio el gusto que deseaba a ese helado… En cambio, asumo toda la responsabilidad en lo que respecta a la sociedad de los Escudos. Es una obligación que me he impuesto libremente. Y es imposible que yo pueda sobrevivir a todos sus miembros.

Después de haber fundado esta pequeña agrupación, comprendí que la ética de un movimiento, cualquiera que ésta sea, se halla condicionada por el dinero. Jamás he
aceptado de nadie ni un solo céntimo para nuestro grupo. Los fondos de que disponemos provienen en su totalidad de mis derechos de autor. Esta es la razón económica por la que no puedo permitir que los miembros sean más de cien.

En mayo de este año fui invitado a una reunión de estudiantes de la izquierda más radical, con los que me enzarcé en un emocionante debate. Cuando transcribí tal encuentro en un libro, la edición se convirtió en un best-seller. Decidí, de acuerdo con los estudiantes, repartir a partes iguales los derechos de autor. Probablemente con ese dinero habrán comprado cascos y fabricado cócteles molotov; yo, por mi parte, compré los uniformes estivales para la Sociedad de los Escudos. Todos me dicen que no hice un mal negocio.

La hipocresía del Japón de posguerra me provoca náuseas. No creo que el pacifismo sea una hipocresía en sí mismo, pero estoy convencido de que, a causa del abuso que han hecho los exponentes de la izquierda y la derecha, de nuestra pacífica Constitución, usada como un pretexto político, no existe en el mundo un país donde el pacifism se haya convertido tan perfectamente en sinónimo de hipocresía como en Japón. En este país, la condición de vida más respetada y segura es la de los pacifistas, que reniegan de la violencia y asumen posiciones parecidas a las de los partidos de izquierda. Es cierto que en ello no habría nada de censurable. Pero cuanto más crece el conformismo de los intelectuales, más me pregunto si un intelectual no tiene el deber de someter a crítica este conformismo y de elegir una existencia más aventurada. Y, por si esto fuera poco,
hoy se difunde estúpidamente, entre otras cosas, el denominado “socialismo de salón” de la élite intelectual, cuya influencia social es notoria. Las madres gritan que no es lícito poner armas de juguete en las manos de sus niños, y que la obligación de colocarse en fila y de ser reconocidos por un número en la escuela son reminiscencias del militarismo, y por ello ahora los escolares se reúnen en ocioso desorden, como parlamentarios.

Alguien objetará: “¿Pero por qué tú, que eres un intelectual, no te limitas a realizar una actividad verbal?” Como hombre de letras, sé demasiado bien que en Japón todas las palabras han perdido su peso y se han convertido en elementos falsos y sin trascendencia, como ese plástico que imita al mármol. Además, se las utiliza de modo que un concepto oculta otro, pues así, quien las escribe, se procura una coartada para abrirse cualquier posibilidad de fuga. En cada palabra se ha infiltrado la falsedad, como el vinagre en las verduras. En mi condición de hombre de letras, creo
que nada más que en las palabras perfectamente falsas de las obras literarias; como ya indiqué, estoy convencido de que la literatura es un mundo absolutamente alejado de la lucha y de la responsabilidad. Y éste es el motivo que me induce a amar, de la literatura japonesa, sobre todo la tradición del refinamiento. Si todas las palabras que se refieren a la acción se han corrompido, es necesario, para resucitar la otra tradición de Japón, es decir, el mundo de los guerreros y los samurai, actuar en silencio, sin la ayuda de las palabras y corriendo el riesgo de que se produzca alguna confusión. En mi ánimo anidaba desde hacía tiempo la convicción de que, como consideraban los samuráis, justificarse a sí mismo es un acto de bajeza.

Impulsado por una fuerza interior, comencé a dedicarme al kendo. Lo practico desde hace trece años. Este arte, modelado sobre el de los antiguos guerreros, consiste en el dominio de una espada de bambú y no requiere palabras; gracias a él, he sentido renacer en mí el antiguo espíritu de los samurai.
La prosperidad económica ha transformado a los japoneses en comerciantes y el
espíritu de los samuráis se ha extinguido por completo. Ahora se considera anticuado arriesgar la vida para defender un ideal. Los ideales se han convertido en una especie de amuletos adecuados únicamente para proteger la vida de los peligros que la acechan.

Sólo cuando los estudiantes, erróneamente considerados los tranquilos continuadores de la obra de los Maestros, se enfrentaron a los intelectuales con una violencia aterradora, éstos se dieron cuenta (aunque ya era tarde) de que para defender las propias ideas es necesario estar dispuesto a sacrificar la vida.

Los actuales desórdenes estudiantiles recuerdan el periodo en que los sofistas, los antagonistas de Sócrates, aislaron a los jóvenes en el ágora y éstos se rebelaron. Pero yo creo que la vida de los jóvenes –y no sólo de los jóvenes sino de todos los intelectuales debe transcurrir entre el gimnasio y el ágora. Defender la propia opinión con opiniones representa una contradicción de método: yo soy de los que creen que una opinión debe defenderse con el cuerpo y las artes marciales. Mediante este razonamiento llegué espontáneamente a entender la noción que en la
estrategia militar se conoce como “invasión indirecta”. Vista desde el exterior, ésta parece una lucha ideológica encubierta dirigida por una potencia extranjera, mientras que esencialmente es (al menos respecto a Japón) una batalla entre quien intenta violar la identidad nacional y quien se esfuerza por defenderla. Tal estrategia asume las formas más variadas y complejas, pues a veces provoca una lucha popular que adopta la máscara del nacionalismo y en otras se convierte en un combate de milicias irregulares contra un ejército regular.

Sin embargo, se puede afirmar que en Japón la modernización del siglo XIX echó por tierra el concepto de milicias irregulares y que fue así como el ejército regular asumió una importancia exclusiva. En la actualidad, una tradición similar se ha extendido incluso al Ejército de Defensa. A partir del siglo XIX Japón dejó de tener una milicia popular, a tal punto que en la Segunda Guerra Mundial el Parlamento aprobó una ley para enrolar voluntarios sólo dos meses antes de la derrota. Los japoneses consideramos que los ejércitos irregulares, que son las fuerzas adecuadas para las nuevas formas de guerra del siglo XX, deben emplear las simples estrategias del ejército convencional. Mi concepción de la milicia popular recibió siempre las críticas de todos aquellos con los que he conversado sobre el tema, que querían convencerme de que en Japón tal milicia no podría llevarse a la práctica. Les rebatía ese argumento afirmando que yo crearía una,
sólo con mis fuerzas. Y éste fue el origen de las Sociedad de los Escudos.

En la primavera de 1967, a los cuarenta y dos años, obtuve un permiso especial para participar durante dos meses en las maniobras del Ejército de Defensa, siendo admitido en una división de infantería como alumno oficial. Mis compañeros eran todos jóvenes de poco más de veinte años. Compartí hasta el límite de mis posibilidades su adiestramiento; corrí, marché y participé incluso en un entrenamiento para rangers.Fueron experiencias muy duras, pero logré superarlas. Se me ocurrió entonces que era imposible que jóvenes de veinte años no lograran realizar aquello que había sido capaz de hacer un hombre de cuarenta y dos. De mis experiencias deduje que, con un mes de prácticas, los jóvenes ignorantes de cualquier disciplina militar estarían en condiciones de conducir pequeños pelotones de hombres, y con la ayuda de expertos estudié y perfeccioné en seis meses un plan racional de ejercicios.

En la primavera de 1968 realicé mi primer experimento: me dirigí a un cuartel en las laderas del Fujiyama con una veintena de estudiantes y comencé el adiestramiento. Los militares nos recibieron con un evidente escepticismo. Pensaban que esos jóvenes, cuya educación de posguerra les había enseñado a evitar todo esfuerzo físico y a sustraerse a toda disciplina, no podrían sobrellevar un mes de severa vida militar.

Pero, para su sorpresa, esos jóvenes superaron la prueba comportándose como espléndidos jefes de pelotón durante simulaciones de combate en las que, después de una marcha de cuarenta y cinco kilómetros y una carrera de dos kilómetros, había que desarrollar diversas estrategias de ataque a una posición enemiga. Transcurrido ese mes nos separamos con gran pesar de los oficiales instructores y de los suboficiales, estrechándonos las manos con lágrimas en los ojos.

 


En los años siguientes volví a llevar una vida de cuartel con los nuevos inscritos en la Sociedad, y adquirí el hábito, para mí insólito, de participar en sus ejercitaciones más difíciles. A continuación, en el otoño de 1968, bauticé a nuestro grupo con el nombre de Sociedad de los Escudos. En Europa, un fenómeno semejante sería inconcebible. En Japón, como he dicho, aparte del Ejército de Defensa, no existen jóvenes civiles que hayan recibido adiestramiento militar, ni siquiera de un mes, a excepción de los inscritos de la sociedad de los Escudos. Por tanto, a pesar de ser sólo cien, la importancia militar de nuestro grupo es relativamente grande. En caso de necesidad, cada uno de ellos podría ponerse a la cabeza de cincuenta hombres y ocuparse de cumplir servicios auxiliares o de vigilancia, o de realizar incursiones o dedicarse a la información.
 

Pero el objetivo fundamental de mi esfuerzo al crear esta Asociación fue volver a
encender la llama del espíritu de los guerreros, que en el Japón moderno se está
extinguiendo.

Por último, deseo narrar un episodio que me parece adecuado para reflejar el carácter de nuestra Sociedad. Este verano fui huésped del cuartel que se halla emplazado en la ladera del monte Fujiyama en compañía de una treintena de estudiantes. El primer día nos dedicamos a cumplir un arduo entrenamiento bélico, bajo un cielo de fuego. Al regresar al cuartel cenamos y tomamos un baño, y después algunos estudiantes se reunieron en mi habitación. Sobre la llanura reverberaban relámpagos violáceos, se oían truenos lejanos y nos llegaba más cercano el canto de los grillos. Después de haber conversado sobre la dificultad de conducir un pelotón, un estudiante de Kioto extrajo una flauta travesera de un elegante estuche con forma de bolsa. Se trataba de un antiguo instrumento de Gagaku, la música de la corte; en la actualidad son muy escasas las personas que saben tocarlo. El estudiante confesó que había comenzado a estudiarlo alrededor de un año antes y que a menudo lo tocaba cuando llegaba el primero al lugar donde solía encontrarse con su novia, en un antiguo templo en los alrededores de Kioto, pues era la señal para que ella pudiese saber dónde estaba él. Vibraron las primeras notas de la flauta. Era una melodía antigua, melancólica y encantadora, una música que evocaba la imagen de un campo otoñal rociado de escarcha. Había sido compuesta en la época del Genji monogatari, en el siglo XI, y había acompañado a la danza Olas del mar azul en la que se exhibió el protagonista de la obra, el Príncipe Esplendoroso.

Escuchando absorto el sonido de esa flauta, tuve la impresión de que el Japón de la posguerra jamás había existido, y que en esa música se hacía realidad (si bien por unos instantes) la feliz y perfecta armonía entre la elegancia y la tradición guerrera. Era exactamente eso lo que mi alma había buscado desde hacía muchos años
 
Rescatado del olvido por: Antipodas, cultura disidente
 

Paganismo y filosofía de la vida en Knut Hamsun y D.H. Lawrence

Paganismo y filosofía de la vida en Knut Hamsun y D.H. Lawrence

El filólogo húngaro Akos Doma, formado en Alemania y los Estados Unidos, acaba de publicar una obra de exégesis literaria, en el que hace un paralelismo entre las obras de Hamsun y Lawrence. El punto en común es una "crítica de la civilización". Concepto que, obviamente, debemos aprehender en su contexto. En efecto, la civilización sería un proceso positivo desde el punto de vista de los "progresistas", que entienden la historia de forma lineal. En efecto, los partidarios de la filosofía del Aufklärung y los adeptos incondicionales de una cierta modernidad tienden a la simplificación, la geometrización y la "cerebrización". Sin embargo, la civilización se nos muestra como un desarrollo negativo para todos aquellos que pretenden conservar la fecundidad inconmensurable de los veneros culturales, para quienes constatan, sin escandalizarse por ello, que el tiempo es plurimorfo; es decir, que el tiempo para una cultura no coincide con el de otra, en contraposición a los iluministas quienes se afirman en la creencia de un tiempo monomorfo y aplicable a todos los pueblos y culturas del planeta. Cada pueblo tiene su propio tiempo. Si la modernidad rechaza esta pluralidad de formas del tiempo, entonces entramos irremisiblemente en el terreno de lo ilusorio.


Desde un cierto punto de vista, explica Akos Doma, Hamsun y Lawrence son herederos de Rousseau. Pero, ¿de qué Rousseau? ¿Quien que ha sido estigmatizado por la tradición maurrasiana (Maurras, Lasserre, Muret) o aquél otro que critica radicalmente el Aufklärung sin que ello comporte defensa alguna del Antiguo Régimen? Para el Rousseau crítico con el iluminismo, la ideología moderna es, precisamente, el opuesto real del concepto ideal en su concepción de la política: aquél es antiigualitario y hostil a la libertad, aunque reivindique la igualdad y la libertad. Antes de la irrupción de la modernidad a lo largo del siglo XVIII, para Rousseau y sus seguidores prerrománticos, existiría una "comunidad sana", la convivencia reinaría entre los hombres y la gente sería "buena" porque la naturaleza es "buena". Más tarde, entre los románticos que, en el terreno político, son conservadores, esta noción de "bondad" seguirá estando presente, aunque en la actualidad tal característica se considere en exclusiva patrimonio de los activistas o pensadores revolucionarios. La idea de "bondad" ha estado presente tanto en la "derecha" como en "izquierda".


Sin embargo, para el poeta romántico inglés Wordsworth, la naturaleza es "el marco de toda experiencia auténtica", en la medida en que el hombre se enfrenta de una manera real e inmediatamente con los elementos, lo que implícitamente nos conduce más allá del bien y del mal. Wordsworth es, en cierta forma, un "perfectibilista": el hombre fruto de su visión poética alcanza lo excelso, la perfección; pero dicho hombre, contrariamente a lo que pensaban e imponían los partidarios de las Luces, no se perfecciona sólo con el desarrollo de las facultades de su intelecto. La perfección humana requiere sobre todo pasar por la prueba de lo elemental natural. Para Novalis, la naturaleza es "el espacio de la experiencia mística, que nos permite ver más allá de las contingencias de la vida urbana y artificial". Para Eichendorff, la naturaleza es la libertad y, en cierto sentido, una trascendencia, pues permite escapar a los corsés de las convenciones e instituciones.


Con Wordsworth, Novalis y Eichendorff, las cuestiones de lo inmediato, de la experiencia vital, del rechazo de las contingencias surgidas de la artificialidad de los convencionalismos, adquieren un importante papel. A partir del romanticismo se desarrolla en Europa, sobre todo en Europa septentrional, un movimiento hostil hacia toda forma moderna de vida social y económica. Carlyle, por ejemplo, cantará el heroísmo y denigrará a la "cash flow society". Aparece la primera crítica contra el reino del dinero. John Ruskin, con sus proyectos de arquitectura orgánica junto a la concepción de ciudades-jardín, tratará de embellecer las ciudades y reparar los daños sociales y urbanísticos de un racionalismo que ha desembocado en puro manchesterismo. Tolstoi propone una naturalismo optimista que no tiene como punto de referencia a Dostoievski, brillante observador este último de los peores perfiles del alma humana. Gauguin transplantará su ideal de la bondad humana a la Polinesia, a Tahití, en plena naturaleza.


Hamsun y Lawrence, contrariamente a Tolstoi o a Gauguin, desarrollarán una visión de la naturaleza carente de teología, sin "buen fin", sin espacios paradisiacos marginales: han asimilado la doble lección del pesimismo de Dostoievski y Nietzsche. La naturaleza en éstos no es un espacio idílico propicio para excursiones tal y como sucede con los poetas ingleses del Lake District. La naturaleza no sólo no es un espacio necesariamente peligroso o violento, sino que es considerado apriorísticamente como tal. La naturaleza humana en Hamsun y Lawrence es, antes de nada, interioridad que conforma los resortes interiores, su disposición y su mentalidad (tripas y cerebro inextricablemente unidos y confundidos). Tanto en Hamsun como en Lawrence, la naturaleza humana no es ni intelectualidad ni demonismo. Es, antes de nada, expresión de la realidad, realidad traducción inmediata de la tierra, Gaia; realidad en tanto que fuente de vida.


Frente a este manantial, la alienación moderna conlleva dos actitudes humanas opuestas: 1.º necesidad de la tierra, fuente de vitalidad, y 2.º zozobra en la alienación, causa de enfermedades y esclerosis. Es precisamente en esa bipolaridad donde cabe ubicar las dos grandes obras de Hamsun y de Lawrence: Bendición de la tierra, para el noruego, y El arcoiris del inglés.
En Bendición de la tierra de Hamsun, la naturaleza constituye el espacio el trabajo existencial donde el hombre opera con total independencia para alimentarse y perpetuarse. No se trata de una naturaleza idílica, como sucede en ciertos utopistas bucólicos, y además el trabajo no ha sido abolido. La naturaleza es inabarcable, conforma el destino, y es parte de la propia humanidad de tal forma que su pérdida comportaría deshumanización. El protagonista principal, el campesino Isak, es feo y desgarbado, es tosco y simple, pero inquebrantable, un ser limitado, pero no exento de voluntad. El espacio natural, la Wildnis, es ese ámbito que tarde o temprano ha de llevar la huella del hombre; no se trata del espacio o el reino del hombre convencional o, más exactamente, el acotado por los relojes, sino el del ritmo de las estaciones, con sus ciclos periódicos. En dicho espacio, en dicho tiempo, no existen interrogantes, se sobrevive para participar al socaire de un ritmo que nos desborda. Ese destino es duro. Incluso llega a ser muy duro. Pero a cambio ofrece independencia, autonomía, permite una relación directa con el trabajo. Otorga sentido, porque tiene sentido. En El arcoiris, de Lawrence, una familia vive de forma independiente de la tierra con el único beneficio de sus cosechas.


Hamsun y Lawrence, en estas dos novelas, nos legan la visión de un hombre unido al terruño (ein beheimateter Mensch), de un hombre anclado a un territorio limitado. El beheimateter Mensch ignora el saber libresco, no tiene necesidad de las prédicas de los medios informativos, su sabiduría práctica le es suficiente; gracias a ella, sus actos tienen sentido, incluso cuando fantasea o da rienda suelta a los sentimientos. Ese saber inmediato, además, le procura unidad con los otros seres.
Desde una óptica tal, la alienación, cuestión fundamental en el siglo XIX, adquiere otra perspectiva. Generalmente se aborda el problema de la alienación desde tres puntos de vista doctrinales:
1.º Según el punto de vista marxista e historicista, la alienación se localizaría únicamente en la esfera social, mientras que para Hamsun o Lawrence, se sitúa en la naturaleza interior del hombre, independientemente de su posición social o de su riqueza material.
2.º La alienación abordada a partir de la teología o la antropología.
3.º La alienación percibida como una anomalía social.
En Hegel, y más tarde en Marx, la alienación de los pueblos o de las masas es una etapa necesaria en el proceso de adecuación gradual entre la realidad y el absoluto. En Hamsun y Lawrence, la alienación es un concepto todavía más categórico; sus causas no residen en las estructuras socioeconómicas o políticas, sino en el distanciamiento con respecto a las raíces de la naturaleza (que no es, en consecuencia, una "buena" naturaleza). No desaparecerá la alienación con la simple instauración de un nuevo orden socioeconómico. En Hamsun y Lawrence, señala Doma, es el problema de la desconexión, de la cesura, el que tiene un rango esencial. La vida social ha devenido uniforme, desemboca en la uniformidad, la automatización, la funcionalización a ultranza, mientras que la naturaleza y el trabajo integrado en el ciclo de la vida no son uniformes y requieren en todo momento la movilización de energías vitales. Existe inmediatez, mientras que en la vida urbana, industrial y moderna todo está mediatizado, filtrado. Hamsun y Lawrence se rebelan contra dichos filtros.
Para Hamsun y, en menor medida, Lawrence las fuerzas interiores cuentan para la "naturaleza". Con la llegada de la modernidad, los hombres están determinados por factores exteriores a ellos, como son los convencionalismos, la lucha política y la opinión pública, que ofrecen una suerte de ilusión por la libertad, cuando en realidad conforman el escenario ideal para todo tipo de manipulaciones. En un contexto tal, las comunidades acaba por desvertebrarse: cada individuo queda reducido a una esfera de actividad autónoma y en concurrencia con otros individuos. Todo ello acaba por derivar en debilidad, aislamiento y hostilidad de todos contra todos.


Los síntomas de esta debilidad son la pasión por las cosas superficiales, los vestidos refinados (Hamsun), signo de una fascinación detestable por lo externo; esto es, formas de dependencia, signos de vacío interior. El hombre quiebra por efecto de presiones exteriores. Indicios, al fin y a la postre, de la pérdida de vitalidad que conlleva la alienación.
En el marco de esta quiebra que supone la vida urbana, el hombre no encuentra estabilidad, pues la vida en las ciudades, en las metrópolis, es hostil a cualquier forma de estabilidad. El hombre alienado ya no puede retornar a su comunidad, a sus raíces familiares. Así Lawrence, con un lenguaje menos áspero pero acaso más incisivo, escribe: "He was the eternal audience, the chorus, the spectator at the drama; in his own life he would have no drama" ("Era la audiencia eterna, el coro, el espectador del drama; pero en su propia vida, no había drama alguno"); "He scarcely existed except through other people" ("Apenas existía, salvo en medio de otras personas"); "He had come to a stability of nullification" ("Había llegado a una estabilidad que lo había anulado").


En Hamsun y Lawrence, el Ent-wurzelung y el Unbehaustheit, el desarraigo y la carencia de hogar, esa forma de vivir sin fuego, constituye la gran tragedia de la humanidad de finales del siglo XIX y principios del XX. Para Hamsun el hogar es vital para el hombre. El hombre debe tener hogar. El hogar de su existencia. No se puede prescindir del hogar sin autoprovocarse una profunda mutilación. Mutilación de carácter psíquico, que conduce a la histeria, al nerviosismo, al desequilibro. Hamsun es, al fin y al cabo, un psicólogo. Y nos dice: la conciencia de sí es a menudo un síntoma de alienación. Schiller, en su ensayo Über naive und sentimentalische Dichtung, señalaba que la concordancia entre sentir y pensar era tangible, real e interior en el hombre natural, al contrario que en el hombre cultivado que es ideal y exterior ("La concordancia entre sensaciones y pensamiento existía antaño, pero en la actualidad sólo reside en el plano ideal. Esta concordancia no reside en el hombre, sino que existe exteriormente a él; se trata de una idea que debe ser realizada, no un hecho de su vida").


Schiller aboga por una Überwindung (superación) de dicha quiebra a través de una movilización total del individuo. El romanticismo, por su parte, considerará la reconciliación entre Ser (Sein) y conciencia (Bewußtsein) como la forma de combatir el reduccionismo que trata de arrinconar la conciencia bajo los corsés de entendimiento racional. El romanticismo valorará, e incluso sobrevalorará, al "otro" con relación a la razón (das Andere der Vernunft): percepción sensual, instinto, intuición, experiencia mística, infancia, sueño, vida bucólica. Wordsworth, romántico inglés, representante "rosa" de dicha voluntad de reconciliación entre Ser y conciencia, defenderá la presencia de "un corazón que observe y apruebe". Dostoievski no compartirá dicha visión "rosa" y desarrollará una concepción "negra", donde el intelecto es siempre causa de mal, y el "poseso" un ser que tenderá a matar o a suicidarse. En el plano filosófico, tanto Klages como Lessing retomarán por su cuenta esta visión "negra" del intelecto, profundizando, no obstante, en la veta del romanticismo naturalista: para Klages, el espíritu es enemigo del alma; para Lessing, el espíritu es la contrapartida de la vida, que surge de la necesidad ("Geist ist das notgeborene Gegenspiel des Lebens").


Lawrence, fiel en cierto sentido a la tradición romántica inglesa de Wordsworth, cree en una nueva adecuación del Ser y la conciencia. Hamsun, más pesimista, más dostoievskiano (de ahí su acogida en Rusia y su influencia en los autores llamados ruralistas, como Vasili Belov y Valentín Rasputín), nunca dejará de pensar que desde que hay conciencia, hay alienación. Desde que el hombre comienza a reflexionar sobre sí mismo, se desliga de la continuidad que confiere la naturaleza y a la cual debiera estar siempre sujeto. En los ensayos de Hamsun, encontramos reflexiones sobre la modernidad literaria. La vida moderna, ha escrito, influye, transforma, lleva al hombre a arrancarlo de su destino, a apartarlo de su punto de llegada, de sus instintos, más allá del bien y del mal. La evolución literaria del siglo XIX muestra una fiebre, un desequilibrio, un nerviosismo, una complicación extrema de la psicología humana. "El nerviosismo general (ambiente) se ha adueñado de nuestro ser fundamental y se ha fijado en nuestra vida sentimental". El escritor se nos muestra así, al estilo de un Zola, como un "médico social" encargado de diagnosticar los males sociales con objeto de erradicar el mal. El escritor, el intelectual, se embarca en una tarea misionera que trata de llegar a una "corrección política".


Frente a esta visión intelectual del escritor, el reproche de Hamsun señala la imposibilidad de definir objetivamente la realidad humana, pues un "hombre objetivo" es, en sí mismo, una monstruosidad (ein Unding), un ser construido como si de un mecano se tratase. No podemos reducir al hombre a un compendio de características, pues el hombre es evolución, ambigüedad. El mismo criterio encontramos en Lawrence: "Now I absolutely flatly deny that I am a soul, or a body, or a mind, or an intelligence, or a brain, or a nervous system, or a bunch of glands, or any of the rest of these bits of me. The whole is greater than the part" ("Bien, yo niego absoluta y francamente ser un alma, o un cuerpo, o un espíritu, o una inteligencia, o un cerebro, o un sistema nervioso, o un conjunto de glándulas, o cualquier otra parte de mí mismo. El todo es más grande que las partes"). Hamsun y Lawrence ilustran en sus obras la imposibilidad de teorizar o absolutizar una visión diáfana del hombre. El hombre no puede ser vehículo de ideas preconcebidas. Hamsun y Lawrence confirman que los progresos en la conciencia de uno mismo no conllevan procesos de emancipación espiritual, sino pérdidas, despilfarro de la vitalidad, del tono vital. En sus novelas, son las figuras firmes (esto es, las que están arraigadas a la tierra) las que logran mantenerse, las que triunfan más allá de los golpes de suerte o las circunstancias desgraciadas.


No se trata, en absoluto, repetimos, de vidas bucólicas o idílicas. Los protagonistas de las novelas de Hamsun y Lawrence son penetrados o atraídos por la modernidad, los cuales, pese a su irreductible complejidad, pueden sucumbir, sufren, padecen un proceso de alienación, pero también pueden triunfar. Y es precisamente aquí donde intervienen la ironía de Hamsun o la idea del "Fénix" de Lawrence. La ironía de Hamsun taladra los ideales abstractos de las ideologías modernas. En Lawrence, la recurrente idea del "Fénix" supone una cierta dosis de esperanza: habrá resurrección. Es la idea de Ave Fénix, que renace de sus propias cenizas.


El paganismo de Hamsun y Lawrence

Si dicha voluntad de retorno a una ontología natural es fruto de un rechazo del intelectualismo racionalista, ello implica al mismo tiempo una contestación de calado al mensaje cristiano.
En Hamsun, se ve con claridad el rechazo del puritanismo familiar (concretado en la figura de su tío Han Olsen) y el rechazo al culto protestante por los libros sagrados; esto es, el rechazo explícito de un sistema de pensamiento religioso que prima el saber libresco frente a la experiencia existencial (particularmente la del campesino autosuficiente, el Odalsbond de los campos noruegos). El anticristianismo de Hamsun es, fundamentalmente, un acristianismo: no se plantea dudas religiosas a lo Kierkegaard. Para Hamsun, el moralismo del protestantismo de la era victoriana (de la era oscariana, diríamos para Escandinavia) es simple y llanamente pérdida de vitalidad. Hamsun no apuesta por experiencia mística alguna.
Lawrence, por su parte, percibe la ruptura de toda relación con los misterios cósmicos. El cristianismo vendría a reforzar dicha ruptura, impediría su cura, imposibilitaría su cicatrización. En este sentido, la religiosidad europea aún conservaría un poso de dicho culto al misterio cósmico: el año litúrgico, el ciclo litúrgico (Pascua, Pentecostés, Fuego de San Juan, Todos los Santos, Navidad, Fiesta de los Reyes Magos). Pero incluso éste ha sido aherrojado como consecuencia de un proceso de desencantamiento y desacralización, cuyo comienzo arranca en el momento mismo de la llegada de la Iglesia cristiana primitiva y que se reforzará con los puritanismos y los jansenismos segregados por la Reforma. Los primeros cristianos se plantearon como objetivo apartar al hombre de sus ciclos cósmicos. La Iglesia medieval, por el contrario, quiso adecuarse, pero las Iglesias protestantes y conciliares posteriores han expresado con claridad su voluntad de regresar al anticosmicismo del cristianismo primitivo. En este sentido, Lawrence escribe: "But now, after almost three thousand years, now that we are almost abstracted entirely from the rhythmic life of the seasons, birth and death and fruition, now we realize that such abstraction is neither bliss nor liberation, but nullity. It brings null inertia" ("Pero hoy, después de tres mil años, después que estamos casi completamente abstraídos de la vida rítmica de las estaciones, del nacimiento, de la muerte y de la fecundidad, comprendemos al fin que tal abstracción no es ni una bendición ni una liberación, sino pura nada. No nos aporta otra cosa que inercia"). Esta ruptura es consustancial al cristianismo de las civilizaciones urbanas, donde no hay apertura alguna hacia el cosmos. Cristo no es un Cristo cósmico, sino un Cristo rebajado al papel de asistente social. Mircea Eliade, por su parte, se ha referido a un "hombre cósmico", abierto a la inmensidad del cosmos, pilar de todas las grandes religiones. En la perspectiva de Eliade, lo sagrado es lo real, el poder, la fuente de vida y de la fertilidad. Eliade nos ha dejado escrito: "El deseo del hombre religioso de vivir una vida en el ámbito de lo sagrado es el deseo de vivir en la realidad objetiva".



La lección ideológica y política de Hamsun y Lawrence

En el plano ideológico y político, en el plano de la Weltanschauung, las obras de Hamsun y de Lawrence han tenido un impacto bastante considerable. Hamsun ha sido leído por todos, más allá de la polaridad comunismo/fascismo. Lawrence ha sido etiquetado como "fascista" a título póstumo, entre otros por Bertrand Russell que llegó incluso a referirses a su "madness": "Lawrence was a suitable exponent of the Nazi cult of insanity" ("Lawrence fue un exponente típico del culto nazi a la locura"). Frase tan lapidaria como simplista. Las obras de Hamsun y de Lawrence, sgún Akos Doma, se inscriben en un cuádruple contexto: el de la filosofía de la vida, el de los avatares del individualismo, el de la tradición filosófica vitalista, y el del antiutopismo y el irracionalismo.


1.º La filosofía de la vida (Lebensphilosophie) es un concepto de lucha, que opone la "vivacidad de la vida real" a la rigidez de los convencionalismos, a los fuegos de artificio inventados por la civilización urbana para tratar de orientar la vida hacia un mundo desencantado. La filosofía de la vida se manifiesta bajo múltiples rostos en el contexto del pensamiento europeo y toma realmente cuerpo a partir de la reflexiones de Nietzsche sobre la Leiblichkeit (corporeidad).
2.º El individualismo. La antropología hamsuniana postula la absoluta unidad de cada individuo, de cada persona, pero rechaza el aislamiento de ese individuo o persona de todo contexto comunitario, familiar o carnal: sitúa a la persona de una manera interactiva, en un lugar preciso. La ausencia de introspección especulativa, de conciencia y de intelectualismo abstracto hacen incompatible el individualismo hamsuniano con la antropología segregada por el Iluminismo. Para Hamsun, sin embargo, no se combate el individualismo iluminista sermoneando sobre un colectivismo de contornos ideológicos. El renacimiento del hombre auténtico pasa por una reactivación de los resortes más profundos de su alma y de su cuerpo. La suma cuantitativa y mecánica es una insuficiencia calamitosa. En consecuencia, la acusación de "fascismo" hacia Lawrence y Hamsun no se sostiene en pie.
3.º El vitalismo tiene en cuenta todos los acontecimientos de la vida y excluye cualquier jerarquización de base racial, social, etc. Las oposiciones propias del vitalismo son: afirmación de la vida / negación de la vida; sano / enfermo; orgánico / mecánico. De ahí, que no se pueda reconducirlas a categorías sociales, a categorías políticas convencionales, etc. La vida es una categoría fundamental apolítica, pues todos los hombres sin distinción están sometidos a ella.
4.º El "irracionalismo" reprochado a Hamsun y Lawrence, igual que su antiutopismo, tienen su base en una revuelta contra la "viabilidad" (feasibility; Machbarkeit), contra la idea de perfectibilidad infinita (que encontramos también bajo una forma "orgánica" en los románticos ingleses de la primera generación). La idea de viabilidad choca directamente con la esencia biológica de la naturaleza. De hecho, la idea de viabilidad es la esencia del nihilismo, como ha apuntado el filósofo italiano Emanuele Severino. Para Severino, la viabilidad deriva de una voluntad de completar el mundo aprehendiéndolo como un devenir (pero no como un devenir orgánico incontrolable). Una vez el proceso de "acabamiento" ha concluido, el devenir detiene bruscamente su curso. Una estabilidad general se impone en la Tierra y esta estabilidad forzada es descrita como un "bien absoluto". Desde la literatura, Hamsun y Lawrence, han precedido así a filósofos contemporáneos como el citado Emanuele Severino, Robert Spaemann (con su crítica del funcionalismo), Ernst Behler (con su crítica de la "perfectibilidad infinita") o Peter Koslowski. Estos filósofos, fuera de Alemania o Italia, son muy poco conocidos por el gran público. Su crítica a fondo de los fundamentos de las ideologías dominantes, provoca inevitablemente el rechazo de la solapada inquisición que ejerce su dominio en París.


Nietzsche, Hamsun y Lawrence, los filósofos vitalistas o, si se prefiere, "antiviabilistas", al insistir sobre el carácter ontológico de la biología humana, se opusieron a la idea occidental y nihilista de la viabilidad absoluta de cualquier cosa; esto es, de la inexistencia ontológica de todas las cosas, de cualquier realidad. Buen número de ellos —Hamsun y Lawrence incluidos— nos llaman la atención sobre el presente eterno de nuestros cuerpos, sobre nuestra propia corporeidad (Leiblichkeit), pues nosotros no podemos conformar nuestros cuerpos, en contraposición a esas voces que nos quieren convencer de las bondades de la ciencia-ficción.


La viabilidad es, pues, el "hybris" que ha llegado a su techo y que conduce a la fiebre, la vacuidad, la ligereza, el solipsismo y el aislamiento. De Heidegger a Severino, la filosofía europea se ha ocupado sobre la catástrofe que ha supuesto la desacralización del Ser y el desencantamiento del mundo. Si los resortes profundos y misteriosos de la Tierra o del hombre son considerados como imperfecciones indignas del interés del teólogo o del filósofo, si todo aquello que ha sido pensado de manera abstracta o fabricado más allá de los resortes (ontológicos) se encuentra sobrevalorado, entonces, efectivamente, no puede extrañarnos que el mundo pierda toda sacralidad, todo valor. Hamsun y Lawrence han sido los escritores que nos han hecho vivir con intensidad dicha constante, por encima incluso de algunos filósofos que también han deplorado la falsa ruta emprendida por el pensamiento occidental desde hace siglos. Heidegger y Severino en el marco de la filosofía, Hamsun y Lawrence en el de la creación literaria, han tratado de restituir la sacralidad en el mundo y revalorizar las fuerzas que se esconden en el interior del hombre: desde ese punto de vista, estamos ante pensadores ecológicos en la más profunda acepción del término. El oikos nos abre las puertas de lo sagrado, de las fuerzas misteriosas e incontrolables, sin fatalismos y sin falsa humildad. Hamsun y Lawrence, en definitiva, anunciaron la dimensión geofilosófica del pensamiento que nos ha ocupado durante toda esta universidad de verano. Una aproximación sucinta a sus obras se hacía absolutamente necesaria en el temario de 1996.



(Comentario al libro de Akos Doma, Die andere Moderne. Knut Hamsun, D.H. Lawrence und die lebensphilosophische Strömung des literarischen Modernismus (Bouvier, Bonn, 1995), leído como conferencia en Lombardía, en julio de 1996)

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Solo se puede decir una cosa: Impecable