Berto Ricci: Categoria espiritual y categoria social
La vieja lucha antiburguesa parte de una error: el de la burguesía entendida exclusivamente como clase; definida además, abstractamente, por mínimo límite censatario; definida, incluso, con criterio elástico pero con persistencia en el método, por uno o más tipos de ocupación; rigurosamente prolongada mediante la herencia desde el individuo a la familia, de los nacidos a los nasciturus, porque en la concepción clasista, los hijos y los nietos del burgués no pueden ser, salvo ruina económica o inscripción en un partido extremista, otra cosa que burgueses. Así pues, categoría social y categoría económica; y, al cabo, casta. El equivoco de tal concepción es múltiple. Se encuentra en la presunta omnipotencia de la herencia y el ambiente. Se encuentra en la contraposición sofística de trabajo técnico o directivo, a menudo simplemente administrativo, frente a trabajo manual. Se encuentra en elevar la clase, entidad mutable a absoluto político. Se encuentra en el materialismo económico que ve en el individuo solamente un detentador, apropiador o productor de riqueza, aboliendo o marginando toda la inextinguible realidad del hombre. Frente ello se alza la concepción opuesta, que quiere ver en la burguesía sólo una categoría del espíritu. No ya clase sino mentalidad, no ya la ocupación sino el modo de vida, el uso de sí mismo y de sus propios medios, Postura preferible a la primera, por cuanto tiene en cuenta de ese dato indestructible que es la personalidad humana, colocando la voluntad y el carácter por encima de la némesis clasista y de la fatídica nivelación profesional y considerando el trabajo unitariamente.
Sus defectos son los de todas las posiciones íntegramente espiritualistas cuando se aplican a realidades terrenas. Consisten en no tener en cuenta el elemento económico que a menudo acompaña y se entrecruza en diversos grados con la valoración espiritual, creando intereses cuyas resistencias pueden obstaculizar o dañar seriamente un proceso de renovación. Consisten en pasar por alto el hecho de que toda mentalidad tiende a hacerse “clase”, por ley de afinidad y ley de defensa, que alcanzado un cierto nivel de satisfacción el hombre medio busca, quizá inconscientemente, condiciones propias para aislarse del cuerpo social en una coalición de hombres medios satisfechos, y que para controlar este anhelo no bastan las leyes, se precisa de la sensibilidad política de la Nación. Son también defectos de la antiburguesía espiritual, excluir o ningunear esa influencia de la herencia y del ambiente que la antiburguesía clasista exageraba. Porque por ejemplo, no se ha dicho, e incluso se ha desmentido, que la familia del burgués deba generar individuos burgueses; pero no por esto se debe negar que la familia burguesa exista y opere sobre las concepciones de sus hijos. Generosos defectos, y excesos por reacción, que pueden restarse al juego de ladinos e interesados agentes. Categorías espirituales y categorías sociales no se identifican pero se entrelazan; no coinciden pero se compenetran. En las zonas de intersección del fenómeno burgués será más manifiesto y producirá mayor daño porque sus medios son mayores y mayor es el radio de acción.
En el pensamiento burgués se hallan presentes en primer término el particularismo de clase y el afán de lucro. Vicios morales, vicios intelectuales de la burguesía, tienen aquí su origen. Superar la clase como hecho social y como hecho económico, en la triple realidad del Estado unitario, de la jerarquía de los valores, de la representación provisional orgánica, es misión del Fascismo. Aquí reside precisamente la más cruda y tajante oposición del Fascismo al clasismo capitalista y al clasismo comunista: términos antitéticos de una misma ecuación. Superar las clases. Se puede cometer el error de considerarlas ya superadas. Error, frecuente en las revoluciones, de tomar una realidad en devenir como realidad efectuada. Error de buena fe y de la fe, de quien, al haber completado en sí mismo esta superación, atribuye a la colectividad el resultado que pocos han logrado, No olvidemos, sin embargo, que la colectividad se compone de individuos que deben, cada uno, incluyendo todas las eventuales ayudas y sugerencias, establecer por sí mismos una verdad histórica como verdad moral. El ambiente político, aun sustentado por heroica disciplina, hace mucho. Pero no lo es todo. Debe contarse con eso que en cinética se llama variable t : el tiempo. Tiempo que debe no solamente correr cinéticamente, sino que debe estar pleno de obras, granado de impulsos, de ejemplos, de normas. Tiempo que debe ser permanencia; tiempo vivido por la sociedad y a su través por los individuos, en la práctica de un anticlasismo profundo, continuo, hecho al fin espontáneo.
Si Roma no se hizo en un día, nada extraño tiene que el clasismo sobreviva. Sobrevive arriba y abajo, por utilizar una abusiva topografía social. Sobrevive en el mismo hecho de que aún, en el lenguaje común exista un alto y un bajo de la sociedad nacional, siguiendo criterios inevitables no de valor, sino de censo y de estirpe. Sobrevive en el “nosotros los pobres” y en el “nosotros gentes de bien”; en los lugares en los que baila o se sienta a la mesa cierta subespecie de humanidad, particularmente titulada o particularmente vestida. Sobrevive allí donde exista rechazo de lo comunitario dentro de la comunidad, y es por esto típico de la zona meridional donde el Fascismo se ha sobrepuesto a los “caballeritos” de Giovanni Verga. Decíamos: la variable t. Se debe también decir que la obsesión por los resultados a alcanzar es mucho más noble y más beneficiosa, mucho más revolucionaria, que la de los resultados alcanzados. Que el pesimismo activo vale más que cien optimismos contemplativos. Sobrevive, el clasismo, tanto en una infracción empresarial sobre las vacaciones retribuidas como en la vaporosa palabrería de la mujer de un catedrático que envía a regañadientes a su hijo al campamento juvenil junto al hijo del bedel. Tanto en la vil reverencia del dependiente, como en el llamado “pueblo humilde” del cronista de prensa. Sobrevive en todas partes y así será mientras no prepondere sobre el valor riqueza el valor hombre.
Fuerzas vigorosas lo combaten sin descanso. La enseñanza del Duce, también en esto, impele y ordena. Mussolini, que comparte mesa con los obreros, para citar solo uno de los infinitos episodios, no permite alternativas a la conciencia fascista. Ser o no ser. El encuadramiento de la juventud, el compañerismo militar o la educación sobre el terreno de minorías crecidas en las guerras fascistas, minorías que son legiones, son necesarias para desarraigar las pálidas supervivencias de castas impenetrables. La asistencia como deber social, la asistencia sobre el plano de la dignidad, del Grupo Regional al jardín de infancia y a las colonias juveniles, es instrumento anticlasista en acción. Siempre puede serlo más en la escuela, con el incremento de la formación profesional: la escuela, donde el punto arduo, la línea Maginot de la mentalidad clasista, reside en cierto tipo de instituto de enseñanza media-superior. El sistema corporativo no pretende solo dar al trabajador la conciencia de productor, convirtiéndolo en parte activa de la empresa y transformándolo sustancialmente en propietario responsable; sino, también, mediante la integración sindical de categorías heterogéneas (mozos, pescadores, músicos, dentro de “trabajadores autónomos”; tocólogos y abogados, por ejemplo, dentro de profesionales y artistas; el peluquero y el pulidor dentro del artesanado) contribuye a la erosión de las vanidades intelectualistas, de los prejuicios pequeñoburgueses.
Es preciso intensificar la acción. Intensificarla positivamente incitando cada vez más a las gentes italianas a hacer vida, trabajo, fiesta en común; a sentir la solidaridad activa coma si fuera un carácter adquirido, casi como un don de la naturaleza; a frecuentar el Fascio, el Grupo, el Descanso Obrero (Dopolavoro), el campamento del pueblo, el ocio del pueblo, la asamblea del pueblo, el estadio del pueblo, las vacaciones del pueblo, el espectáculo del pueblo. Aproximar a la juventud de las escuelas a la vida de las oficinas del campo, de la mina, al trabajo manual. Compactar las asambleas sindicales, hacerlas debatir problemas concretos, hacerlas presidir por trabajadores, como ha sucedido recientemente. Intensificar la acción en su aspecto negativo, menoscabando las reuniones minoritarias, aireando o asfixiando los espacios cerrados, el casino de los nobles, el salón de los acomodados, el café de los literatos, respetando únicamente una soledad, la del que piensa y la del que sufre, con la firme exigencia de que el pensamiento no sea separación, con la exigencia cariñosa de que el sufrimiento no sea sepultura. Golpear los residuos clasistas con todos los medios desde los disciplinaros a los del ridículo; golpear, reeducar al que hace la reverencia y al que la exige; vigilar los pequeños detalles que sumados producen grandes males, y esto es obligación de las jerarquías periféricas y éstas deben funcionar. Observar a las mujeres, conservadoras natas, tanto para lo bueno como para lo malo. Hacer al cabeza de familia responsable, disciplinariamente de cualquier disonancia clasista de los suyos. Vigilar al señorito de provincias, y dar armas a quien deba usarlas contra él, si alborota.
Una sensibilidad escasa en esta materia puede comprometer, anular, cualquier propaganda. La apologética del régimen es fácil. La educación en Fascismo es arte difícil. La escuela abierta a todos –excepción hecha de perezosos e incapaces- en todos sus niveles y grados; las escuela abierta a todos según las capacidades y no según las capacidades económicas de la familia: tal es el tránsito obligado para una antiburguesía que quiera ir hasta el fondo. Mientras que el profesional sea hijo del profesional, el espíritu burgués expulsado de las calles hallará refugio en los hogares, la acción política deberá emplear la mitad de sus recursos en deshacer los prejuicios domésticos y la familia quedará fuera del radio de acción fascista. O escuela abierta o mandarinato. O escuela abierta o linaje económico. O escuela abierta o formación clasista de los técnicos de la industria, de los oficiales del Ejército, de los funcionarios del Estado. O escuela abierta o casta burguesa. Este es el valor revolucionario de esa Carta Escolar que garantice hoy al Fascismo la pedagogía de su civilización.
Cuando se evidencian las insuficiencias y las culpas de la burguesía, es preciso no incurrir en la deificación del pueblo. Esta demagógica adulación, a menudo unida a la mortificación expresada en palabras como “pueblo humilde”, y similares, tiene ciertamente un poco el sabor del amo que acaricia a su perro. ¿Qué pueblo? Pueblo eres también tú, mi buen erudito; y si no lo eres o no quieres serlo peor para ti. Ni el pueblo es incondicionalmente bello, ni tiene incondicionalmente razón; ni asumirlo como fuerza social primogénita y amarlo como sustancia del Estado puede implicar como consecuencia que se deba creer en él ciegamente. Al feudal desprecio del pueblo humilde, a la democrática exaltación del pueblo-soberano, que admiran en ese pueblo-clase (con el que se guardan bien, tanto unos como otros, de mezclarse) la fuerza y el ímpetu de los instintos, hay que responderles que estos instintos, precisamente porque están vivos, contienen todas las posibilidades de verdad y de error, de grandeza y de crimen; van, como todos los instintos, desde la intuición hasta el apetito. Existe un pueblo tal como lo quiso y en parte realizó el socialismo más vil: existe un pueblo que mirándose al espejo de la burguesía asume miméticamente sus atributos, llegando a convertirse en burguesía auténtica; existe un pueblo que en las revueltas rojas, creyendo con esto ajustar cuentas, quema y roba a mansalva. Existe, en fin, el “pueblo” querido y comenzado a formar por parte del Fascismo. Ni imitación burguesa ni retrógrada plebe, sino milicia y trabajo. No clase, sino totalidad organizada de trabajadores y soldados. Este es para los italianos el índice de referencia para cualquier valoración del pueblo, que deberá basarse precisamente sobre la distancia, cualitativa y cuantitativa, de dicho modelo ideal.
Si el particularismo de clase pertenece a la burguesía de todos los tiempos, la mentalidad de lucro perfila el rostro más exacto de la burguesía en el mundo capitalista. El rentista y el usurero de la historia antigua, el avaro y el buhonero de la comedia clásica, se proyectan en el capitalista moderno ampliando la galería tipológica. Ciertamente no todo el capitalismo es burguesía. Un célebre autor distingue como componentes suyos el espíritu burgués ordenado, conquistador, y el espíritu de aventura, de conquista. Partiendo de la riqueza como valor el burgués llega a la riqueza como patrón único de referencia, metro de medir hombres y pueblos. La lógica quiere que, aceptada tal medida, los eventuales comportamientos del burgués sean tres. El del pobre o rico, siempre descontento que tiende a cumular. El del pobre que, por falta de iniciativa, renuncia a la riqueza pero que continúa reconociendo en ella el valor supremo. En el primer tipo entra una parte de la nobleza decadente, en el segundo el emprendedor como el aventurero, el tercero es aquel –psicológicamente hablando- del pequeño burgués. Los despilfarradores, categoría muy compleja, ponen en circulación riqueza acumulada, a menudo en beneficio del segundo tipo. Finalmente, puede ser interesante bajo el aspecto étnico o social la preferencia por la riqueza mueble o inmueble. Pero más importante resulta la preferencia del empleo de esta riqueza, proceda del lucro o sea hereditaria. Mientras tanto, el tipo que llamaremos burgués integral, adquirida la riqueza no quiere o no sabe, aplicarla a la producción. Digo esto de modo relativo, entiéndase. Si se trata del medio rural, continuaran produciendo: sólo que el patrón no se ocupará para nada ni del rendimiento de la empresa ni de su equilibrio social. Continuará, en un régimen de economía libre, gozando del “sagrado” derecho de propietario dejando para los descendientes el chaparrón. Caso claro: parásito integral.
Desde aquí, mediante grados intermedios, se llega al propietario productor (de mercancías o de servicios o de créditos) y, caso especial, al muy presunto “dador de trabajo”; el camarada Omero del Valle la ha emprendido contra este paternalístico “dar trabajo” a gente que ofrece los brazos o el cerebro, y tiene razón. Se presenta rápidamente la interrogación: ¿existe interferencia entre el dador de trabajo y el burgués? El marxista responde que no solo existe interferencia sino coincidencia, los burgueses son, para él, o patrones o parásitos o gente que se lava el pescuezo, o mejor aún: todo esto a la vez. El fascista, partiendo del concepto de burguesía ante todo espiritual, no puede admitir coincidencias de este género. Sin embargo debe reconocer también las interferencias y valorarlas. Pero debe también, reconocer que el temperamento burgués, diseminado en todas las categorías y en todos los oficios, encuentra en un determinado nivel económico las condiciones más favorables para prosperar y para destruir. La culpa, hay que decirlo y repetirlo, no es de los individuos, salvo obviamente las culpas concretas de quien las tengan. La culpa de ese prosperar y de ese destruir está antes que nada en la riqueza tomada como valor fundamental, dotada de poder y asumida como ideal de vida. Atención pues, espiritualistas, al puro espíritu burgués. Atentos a que el espíritu no se convierta en humo; y que no permanezca triunfante sobre el escenario de la mentalidad de lucro con grandes beneficios a un lado, y grandes retribuciones a otro.
“Acortar las distancias”. El actual desequilibrio de beneficios de dador de trabajo y los del prestador de mano de obra dentro de la misma empresa es burgués, pues implica disparatadas diferencias de nivel de vida, con su inevitable desahogo de supersticiones sociales; y porque da razones a la mentalidad lucrativa, a la riqueza en función no ya económica (esto es, orientada exclusivamente a la producción) sino social, es decir, mantenedora y creadora de distancias. La comprensión, la buena voluntad de las dos partes puede hacer mucho, pero no bastan para abatir los muros levantados por el privilegio económico. El concepto mismo de salario es burgués, porque reduce al mínimo cualquier participación real del trabajador en una producción que se traduce económicamente para él en un tanto fijo. El salario es el trabajo-mercancía. La alta y la mediana burocracia presentan el espectáculo del máximo beneficio sin correr siquiera los riesgos empresariales. Muchos pretenden encaminar allí a sus hijos y crear, con la habitual razón de una posición segura, un nido de burgueses. La burguesía es también categoría social. Mejor: la categoría espiritual burguesía, presente por doquier en la sociedad, tiende a coagularse en una categoría social donde se encuentran ya sus elementos más afortunados. Ciertamente, la categoría espiritual burguesía no es una cota económica.
Puede ocurrir que la mentalidad de lucro no sea eliminable de la naturaleza humana. Es verdad. Es verdad que debe ser combatida y limitada, so pena de permanecer sometidos al ideal antiheróico y antifascista de la riqueza como valor supremo. Esto no se puede hacer (salvo en mínimas, pedagógicas, dosis, y para minorías, no para un pueblo) mientras se admita el enriquecimiento ilimitado o incluso el casual. Medítese sobre la moralidad de una lotería millonaria. No creo en la eficacia de una obra educativa separada de aquella otra legislativa o viceversa. Los valores no se invierten por la persuasión. Sobre todo dar al pueblo la sensación de que la riqueza no es ni todo ni mucho. Pero, para ello, es preciso que la riqueza privada valga poco; que sirva para poco; que mediante ella solo se obtenga poco, tanto en el orden de los bienes materiales, como en el campo de la autoridad sobre los hombres. El lector captará que henos llegado a un punto en el que educación y legislación, organización social de la riqueza y valoración de los hombres, formación de las jerarquías y condiciones de vida del trabajador, se encuentran y se entrelazan en el núcleo unitario de una sociedad fascista, de una civilización mussoliniana , de un estilo finalmente italiano, tras siglos de feudalismo extranjero, de todas las importaciones bárbaras. Dos son las directrices de un único camino. El privilegio económico debe disminuir. La jerarquía social no debe basarse en el privilegio económico. Directrices convergentes para el final de la burguesía, que será, también, el final del proletariado. Directrices sobre cuyo camino pueden alzarse bastillas patrimoniales, pero ninguna de estas inexpugnable para la Revolución.
Bajo el aspecto de las interferencias entre categoría espiritual y categoría social puede verse, comprobarse, como incide el espíritu burgués en la demografía. Es propio de una casta espiritual, pero particularmente preponderante a cierto nivel económico, el dogma de “hacerse una posición” antes de tomar esposa. Resultan más frecuentes a cierto nivel económico los casos de limitación de nacimientos, porque los embarazos deforman la línea; porque los hijos de algunas familias deben, por inclinación paterna, emprender costosos estudios; porque demasiados hijos dividen la herencia familiar; porque, en definitiva, la vida debe ser placentera, para estos hijos y para estos progenitores. Ocurre sobre todo a cierto nivel económico que la familia, de miembro del Estado se convierte en rebelde al Estado.
El burgués ante los valores políticos esenciales. La posición del burgués ante el “hecho” Nación es variable. En general, un reconocimiento a menudo ostentoso, con el sobreentendido de servirla mientras les sirva a ellos; y con numerosas inclinaciones hacia un internacionalismo sea de ideas como de gustos o intereses: internacionalismo de la nada que es el justo opuesto a la centrada universalidad italiana. Pero la Nación no es solo “hecho”, es “acto”, o sea construcción consciente, voluntaria, unánime, de una realidad que transciende individualidades y que exige la abnegación reiterada, cotidiana. La pasividad política del burgués se hace aquí patente. Su escaso coeficiente de cohesión social no le permite alegrías. El burgués es el anti-sacrificio.
Frente al instituto de la Dictadura el burgués se pliega pero, más que la soberbia es la envidia la que salta de las pupilas y le carcome las palabras. Son los efectos de un rechazo; es reconcentrado, el aborrecimiento de una adaptación. Negado las más de las veces para el sentimiento de superioridad, negado siempre para reconocerla sinceramente, el burgués quiere discutir, sufre de no poder discutir por discutir. Su semicultura es por definición la negación de la fe, pero que a él le otorga la ilusión de poderlo juzgar todo improvisándose economista, hombre de estado, estratega. El burgués es el anti-obediencia. El burgués que viste uniforme no llega nunca a comprender la necesidad real y la virtud de seguir una orden, cualquiera que sea, dada por quien sea. Esto le sucede porque, en su atomismo, no existe una jerarquía de referencia: una jerarquía justa que redima, que discrimine, a la injusta.
El burgués ve a los enemigos en forma de peligros. Existe un peligro comunista, pero ver el comunismo bajo el aspecto del peligro es típico del burgués de derecha, mientras que en el burgués de izquierda sucede otro tanto con relación al Fascismo. El Fascismo es ofensiva. El Fascismo es y quiere ser no un peligro, sino el peligro para el mundo burgués y para sus rojos derivados, para el mundo del valor-riqueza. El ideal del burgués es aquel de la política francesa tras 1919: la sûreté. También llamada vida cómoda.
Un solo valor estético ha creado el burgués, a saber: la “distinción”. En el comportamiento, en el vestir, hacer y hablar, el burgués tiende hacia el tipo ideal de la categoría. En las artes y en la literatura se refleja mediante la preferencia por el brillante mediocre, el patético superficial, el decadente vaporoso, el garboso un poco excéntrico. Distinguido de distinguir. La estética del burgués es clasista como su ética política.
La lucha antiburguesa, de la que existen antecedentes incluso medievales, fue alternativa y simultáneamente de izquierda y de derecha, de estirpe y de cultura. Fue de los socialistas, de los artistas, de los militares, de los nobles, del clero. Fue también de los burgueses audaces. Tuvo en todas sus variedades, motivos justos y acentos felices. Pero ninguno de estos antiburgueses supo ver, además de la clase, sobre todo el espíritu. Quedan, de estas luchas, fragmentos útiles. Nada más que fragmentos. La misma moral del superhombre fue usurpada, viciada por decadentes aburguesados y por burgueses de vanguardia a la búsqueda de fáciles instrumentos de dominación. Para la polémica antiburguesa del Fascismo viene bien prefijar objetivos visibles e incluso anecdóticos, pero hay que evitar perderse en lo exterior, evitar la ignorancia del hecho económico. Es preciso llevarla adelante por la fuerza. “Tocar los intereses”.
La antiburguesía fascista debe, sobre todo, no ser sólo polémica. Debe ser construcción, educación. El burgués no existe únicamente en estado puro. El burgués está en nosotros, en cada uno de nosotros, con sus renuncias y sus ambiciones, sus sutilezas y sus dudas, su particularismo individual, familiar, de casta, su sed de riqueza, su –especialmente- miedo a la pobreza; su miedo a ser valiente; su carga de caprichos; su ducha tibia de conformismo; su lejanía de la vida física y de ese punto de naturaleza que requiere el hombre civil para que la civilización no se deforme en la más mezquina barbarie. La lucha antiburguesa es, así, en su significado más elevado, pura experiencia de todos nosotros, uno por uno, porque sólo una humanidad fascista, en la cual nadie busque excusas y nadie las encuentre, todos acepten cometidos y todos los asuman, podrá reconocer la supremacía del espíritu, erradicando de la vida la riqueza.
Fuente: Antagonistas traduccçión: A Beltran
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