Jean Cau: El caballero, la muerte y el diablo
“No hay nada más bello que un hombre “cuando avanza”. Todo se resquebraja en el corazón de los otros hombres cuando uno de ellos avanza dos pasos, se separa del grupo y forja, así, en derredor suyo, la infranqueable barrera del respeto. Las madres y las novias suplican y no comprenden que puedan tener a la muerte por rival. “¡No avances! ¡Retrocede!” Es demasiado tarde. El heroísmo: ese canto egoísta que estalla. ¡Heme aquí! ¡Único! ¡Apartaos! Ya no tengo ni madre ni amante; ya no tengo pasado: voy a nacer. “¡Vas a morir!” Sí, pero habré nacido y habré conocido la loca embriaguez cuando, en mi cuerpo y en mi alma, experimente el vehemente nacimiento de un dios”.
No hay nada más bello que un hombre “cuando avanza”. El soldado que sale de las filas y declara que él es voluntario. El torero que sale del burladero, despide a sus peones y despliega su capa. Y, en imagen ingenua, el vaquero que entra en el salón y se dirige al bar a través de la asistencia petrificada.
Todo se resquebraja en el corazón de los otros hombres cuando uno de ellos avanza dos pasos, se separa del grupo y forja, así, en derredor suyo, la infranqueable barrera del respeto. Las madres y las novias suplican y no comprenden que puedan tener a la muerte por rival. “¡No avances! ¡Retrocede!” Es demasiado tarde.
LA LLAMADA INCREÍBLE DE OTRO AMOR
El hijo o el amante ha oído la llamada increíble de otro amor y muestra a las mujeres un rostro de sombras y una mirada vacía. “¡No nos reconoce!”, grita la madre. Así es, en verdad, él ya no es el mismo desde que avanzó. Ya no tiene pasado. Mujeres, para vosotras es un extraño “porque ha decidido nacer por segunda vez y ha salido, en ese mismo instante, de sí mismo, y no de vuestras entrañas”.
El heroísmo: esa extraña creación de sí por sí mismo y del hombre por el hombre. Y las mujeres, excluidas de esa terrible fiesta, súbitamente estériles cuando los hombres ya no necesitan un vientre de hembra para parir a dioses.
El heroísmo: ese canto egoísta que estalla. ¡Heme aquí! ¡Único! ¡Apartaos! Ya no tengo ni madre ni amante; ya no tengo pasado: voy a nacer. “¡Vas a morir!” Sí, pero habré nacido y habré conocido la loca embriaguez cuando, en mi cuerpo y en mi alma, experimente el vehemente nacimiento de un dios. “¡Ya no se reconoce a sí mismo!”. Es verdad, puesto que se está inventado.
LA ÚLTIMA NOCHE DEL KAMIKAZE
He aquí que sobre el mundo desciendo la última noche del kamikaze. Al amanecer, se estrellará contra el crucero en el resplandor inmenso de un sol rojo. Escribe una carta a su padre, le reitera su obediencia y le ruega saludar respetuosamente a su madre y besar a sus tres hermanas.
Enciende la radio y tropieza con “Japón Libre”, donde una voz invita a todos los combatientes del Emperador a deponer las armas, les exhorta a rendirse y les afirma que mueren por una causa perdida.
El joven piloto apaga la radio, acecha la aurora a través del cristal, tras la doble hendidura de sus ojos oblicuos. Si es verdad que la causa está perdida, ¿quiero esto decir que debe renunciarse a luchar por ella?
Además, ¿qué quiere decir, “causa perdida”? ¿Es que se muere por una causa cuando todo está “perdido”, o por la idea que esa muerte os da de vosotros mismos?
LOS VENCIDOS TENDREMOS NUESTRA VICTORIA
Por otra parte, nosotros, “los vencidos”, tendremos nuestra victoria: un día el enemigo cantará nuestras gestas y se preguntará, inquieto, si nuestra muerte tan insigne no es el signo, bajo una visión eterna, de su derrota.
Pensará, en el fondo de su corazón: hemos quemado sus banderas, pero ¿dónde está nuestra victoria ante su última afirmación? “¡Son unos fanáticos!” ¡En verdad, sí! Han salido del templo, con la cabeza llena de oráculos, y se han dejado llevar por el celo por su dios.
“Se han dejado llevar”, ésta es la expresión exacta.
“Jamás la mala raza de los intelectuales fue tan insolente. ¿Melancólicos, estos histriones? Ni siquiera eso. ¡Charlatanes! ¡Eso sí! Y repugnantes a la vista. Me pregunto si los enfrentamientos de politicastros que relatan las radios, los periódicos y las televisiones no son, todos ellos, bajo avatares diversos, más que el signo de una misma nulidad.”
Este hombre que soy yo, en este siglo, escucha su duda. Y este hombre puede prendarse de las renunciaciones y sentarse, también él, sobre las ruinas, o danzar, embriagado con mal vino, entre las columnas decapitadas.
Después de todo por qué “no abandonar este siglo” o -lo que es exactamente lo mismo- seguir su pendiente y seguir con la misma multitud por el mismo tobogán. Nos amarían. Conoceríamos el calor de la feria y el aturdimiento de sus ruidos.
LA INSOLENTE RAZA DE LOS INTELECTUALES
Además estaríamos en muy inteligente compañía porque jamás siglo alguno puso al servicio de su bajeza una tan brillante agilidad de espíritu; jamás la cobardía se dio a sí misma tantas “razones”; jamás las medias de seda rellenas de excrementos tuvieron tan lucientes mallas; jamás la mala raza de los intelectuales fue tan insolente.
¿Melancólicos, estos histriones? Ni siquiera eso. ¡Charlatanes! ¡Eso sí! Y repugnantes a la vista.
Desde que la guerra civil de 1.940-1.945 desposeyó a Europa de su energía, nuestra desgraciada península se infectó con dos democratismos que se conjugaron para (según parece) “liberarla”. Situada en el exacto punto medio entre el cólera soviético y la peste americana, los cogió a los dos. Se muere, pero hace tiempo que su sangre acarreaba el virus. Hace tiempo que Europa tenía mal aliento.
Me he divertido (?), con una escritura periodística y colérica, entrando en este revoltijo del día que pasa y de los años inmediatos pero, en verdad, no llego a izar mi bandera en ninguno de los dos campos y me pregunto si los enfrentamientos de politicastros que relatan las radios, los periódicos y las televisiones no son, todos ellos, bajo avatares diversos, más que el signo de una misma nulidad.
EL TRIUNFO DE LA MORAL DE ESCLAVOS
En breves palabras, si no atestiguan el triunfo, en todas partes, de una moral de esclavos. “Unos decadentes a punto de ser sometidos por unos esclavos”: ésta es, tal vez, la única interpretación del mundo moderno que explicaría mi escaso gusto en “comprometerme” al lado de unos u otros.
¿Para defender Moscú voy a invadir Nueva York? ¿Para proteger Nueva York voy a entrar en Moscú? ¿Qué idea del hombre -que valiera la pena morir por ella- es enarbolada por uno u otro campo? Pero, hombre de un mundo decadente y blanco en vías de ser, en un primer tiempo, sometido por un mundo esclavo y blanco, titubeo y, no obstante, digo que nuestro próximo vencedor (digamos el ruso y su comunismo) está siendo devorado, él también, por una decadencia que, aunque no tenga los mismos colores que la nuestra, no es, a mis ojos, menos evidente.
En efecto, siendo su ideología “de masa”, son vulgares ideas de masa las que aplastarán a los despreciables individuos (por otra parte, cada vez más despreciables y cada vez menos individuos) en que nos estamos convirtiendo.
No seremos vencidos por una moral erigiendo una idea, sino por una ideología lúgubre ordenando una sociedad. Y esto, también, es una decadencia, salvo que ésta tiene una superioridad sobre su rival: es más bruta, más estúpida y menos inquieta. Nosotros ya no tenemos sacerdotes. Ella tampoco, pero aún tiene policías.
DECADENCIA UNIVERSAL DEL HOMBRE
En esta “decadencia universal del hombre” que valía su precio por un destino (y entonces la humanidad valía por unos cuantos hombres), tengo la tentación de deponer las armas y, con las alas sucias, apoyar mi cabeza sobre el puño y acomodar mi palabra al silencio y mi acto a la inercia.
Y decir: “No nos movamos. Los adversarios son iguales en la mediocridad. Demócratas, socialistas, masas, multitudes, robots, ¿qué importancia tiene que el mundo pertenezca a unos o a otros? Son iguales”. Es demasiado fatigoso tratar de encontrar hombres y semidioses en este tropel. ”El vencedor sólo vale porque ha vencido”; por la fe que aporta e impone; por la belleza de los templos que erige para celebrar su victoria.
Ahora bien, en los dos campos adoran el mismo becerro (el igualitarismo), salvo que uno le construye supermercados a guisa de establo; y el otro, locales del Partido. Pero la “calidad” del bovino es la misma.
JEAN CAU, El Caballero, la Muerte y el Diablo. Ediciones del Nuevo Arte Thor, 1986. Traducción de Joaquín Bochaca.
0 comentarios