Guillaume Faye: Siglo XXI: Europa, un árbol en la tempestad
Marte y Hefaistos: el retorno de la historia
El siglo XXI será un siglo de hierro y de tempestades. No se parecerá en absoluto a esas predicciones armoniosas proferidas hasta los años setenta. No tendrá lugar la aldea global profetizada por Marshall MacLuhan en 1966, ni el planeta en red (network planet) de Bill Gates, ni la civilización mundial liberal y sin historia, dirigida por un único Estado “onusino” descrita por Francis Fukuyama. Será el siglo de los pueblos en competición y de las identidades étnicas. Y paradójicamente, los pueblos vencedores serán aquellos que permanezcan fieles o que retornarán a los valores y realidades ancestrales, ya sean éstos biológicos, culturales, éticos, sociales o espirituales, y que, al mismo tiempo, serán también quienes dominen con maestría la tecnociencia. El siglo XXI será aquél en el que la civilización europea, prometeica y trágica mas eminentemente frágil, operará una metamorfosis o llegará a conocer su propio e irremediable crepúsculo. En definitiva, será un siglo decisivo.
En Occidente, los siglos XIX y XX han sido los de la creencia en la emancipación de las leyes de la vida, en los que se ha creído que era posible alcanzar la mente después de haber alcanzado la Luna. El siglo XXI muy probablemente reubicará las cosas en el sitio que les corresponde y operará el “retorno a lo real”, también muy probablemente a través del camino del dolor.
Los siglos XIX y XX han visto el apogeo del espíritu burgués, esa pequeña sífilis mental, monstruosa y deformada fotocopia de la noción de elite. El siglo XXI, tiempo de tormentas, verá cómo se renuevan conjuntamente los conceptos de pueblo y aristocracia. El sueño burgués se hunde en la podredumbre de sus propios principios y de sus promesas pusilánimes: No son, necesariamente, tiempos de bonanza y felicidad para el materialismo y el consumismo, el capitalismo transnacional triunfante y el individualismo. Y no mucho más para la seguridad, la paz o la justicia social.
Cultivemos el optimismo pesimista de F.-W. Nietzsche. «Ya no hay ningún orden al que salvar, es necesario rehacer uno nuevo», escribía Pierre Drieu La Rochelle. Y surgen las preguntas: ¿Acaso va a ir todo mal durante los primeros pasos del siglo XXI? ¿Acaso están todos los indicadores al rojo vivo? Pues tanto mejor. ¿Acaso no nos predecían el fin de la historia tras el hundimiento de la U.R.S.S.? Estamos asistiendo justamente a su retorno atronador, belicoso y arcaico. El Islam reemprende sus guerras de conquista. El imperialismo americano se desencadena. La China y la India ambicionan llegar a ser superpotencias, etc. El Siglo XXI estará emplazado bajo el doble signo de Marte, el Dios de la Guerra, y de Hefaistos, el Dios forjador de espadas, maestro-patrón de las técnicas, de los fuegos telúricos.
Hacia la cuarta edad de la civilización europea
A la civilización europea, civilización superior, no hay que dudar lo más mínimo en afirmarla como tal frente a los cantores lánguidos del etnomasoquismo xenófilo, y deberá, para poder sobrevivir en el Siglo XXI, operar una revisión desgarradora de ciertos de sus principios. Y sólo será capaz de ello si permanece anclada en su eterna personalidad metamórfica: Deberá transformarse toda ella permaneciendo como ella misma al mismo tiempo, cultivar el enraizamiento y la desinstalación, la fidelidad identitaria y la ambición histórica.
La Primera Edad de la civilización europea reagrupa a la Antigüedad y la Edad Media: Momento de gestación y de crecimiento. La Segunda Edad va desde los Grandes Descubrimientos hasta la Primera Guerra Mundial: Es la asunción. La civilización europea conquista al mundo. Pero del mismo modo que Roma o el Imperio de Alejandro el Magno, ella misma se hace devorar por sus propios hijos pródigos: Occidente y América, y por aquellos pueblos que ella misma ha (superficialmente) colonizado. Se abre entonces, en un trágico movimiento de aceleración de la historia, la Tercera Edad de la civilización europea tras el Tratado de Versailles y el fin de la guerra civil de 1914-18: El funesto siglo XX ¡Tan sólo cuatro generaciones fueron suficientes para precipitar en la decadencia el trabajo ascendente, la labor solis de más de cuarenta generaciones! La historia se parece a las asíntotas trigonométricas de la “teoría de las catástrofes”: Es en el pináculo de su esplendor cuando la rosa marchita, es tras un tiempo asoleado y calmado cuando el ciclón estalla. ¡La roca Tarpeya está ya cerca del Capitolio!
Europa fue víctima de su propio prometeismo trágico, de su propia apertura al mundo. Víctima de ese exceso de toda expansión imperial: El universalismo, olvidadizo de toda solidaridad étnica interna global, víctima en consecuencia también de los micro-nacionalismos.
La Cuarta Edad de la civilización europea se abre hoy. Y será la del renacimiento o la perdición. El siglo XXI será para esta civilización heredera de los pueblos-hermanos indoeuropeos, el siglo fatídico, el del fatum, del destino que distribuye o la vida o la muerte. Pero el destino no es el azar absoluto. Contrariamente a las religiones del desierto –el cual simbólicamente no representa más que a la nada absoluta– los pueblos europeos saben en el fondo de sí mismos que el destino y que las divinidades no son siempre todopoderosos frente a la voluntad del hombre (1). Como Aquiles, como Ulises, el hombre europeo de los orígenes se mantiene en pie y nunca acostado, posternado o arrodillado frente a sus dioses. No hay sentido de la historia.
Incluso herido, el Árbol puede continuar creciendo. Con la condición de que reencuentre la fidelidad a sus propias raíces, a su propia fundación ancestral, al suelo que nutre su savia.
La metáfora del árbol
El Árbol, son las raíces, el tronco y el follaje. Es decir, el germen, el soma y la psique.
1) Las raíces representan al “germen”, el zócalo biológico de un pueblo y su territorio, su tierra materna. Ellas no nos pertenecen, las transmitimos. Ellas pertenecen al pueblo, al alma ancestral y por venir del pueblo, denominada por los griegos Ethnos y por los germanos Volk. Vienen desde los ancestros y están destinadas a las nuevas generaciones. (Es por ello que todo mestizaje es una apropiación indebida de un bien a transmitir y, de nuevo, una traición). Si el germen desaparece, ya no es posible nada más. Podemos talar el tronco del árbol, mas podrá eventualmente rebrotar. Pero si arrancamos las raíces o contaminamos la tierra, todo ha terminado. Es por ello que las colonizaciones territoriales y las desfiguraciones étnicas son infinitamente más graves y mortales que las lacayas servidumbres culturales o políticas, de las que un pueblo puede, llegado el caso, reponerse perfectamente.
Las raíces, principio dionisíaco, crecen y se hunden en el suelo, a través de nuevas ramificaciones: Vitalidad demográfica y protección territorial del Árbol contra las malas hierbas. Las raíces, el “germen”, jamás llegan a estar yertas. Profundizan en su esencia, tal y como lo entendía Martin Heidegger. Las raíces son a la vez “tradición” (lo que se transmite) y “materia ígnea” (fuente viva, eterno reinicio). Las raíces son pues en conjunto la manifestación de la memoria y lo ancestral más profundos y del eterno carácter juvenil dionisíaco. Y tal manifestación nos remite al concepto capital de profundización.
2) El tronco, es el “soma”, el cuerpo, la expresión cultural y física de un pueblo, siempre en constante innovación mas alimentada por la savia venida desde las raíces. No está cuajado o petrificado, gelificado. Engorda en capas concéntricas elevándose todo él hacia el cielo. Hoy en día, aquellos que quieren neutralizar y abolir la cultura europea intentan “conservarla” como si fuera un monumento del pasado, como si estuviera dentro de un frasco de formol, destinada a los eruditos “neutros”, o bien abolir la memoria histórica para las jóvenes generaciones. El tronco, sobre la tierra que lo mantiene, es, edad tras edad, crecimiento y metamorfosis. El Árbol de la larga cultura europea está a un mismo tiempo enraizado y desinstalado (socavado). Un roble de diez años no se parece a un roble de mil años. Mas es siempre el mismo roble. El tronco, aquél que recibe y afronta al rayo, obedece al principio jupiterino.
3) El follaje. Es el más frágil y el más bello. Muere, se marchita y renace como el Sol. Se expande en todos los sentidos. El follaje representa a la “psique”, es decir a la civilización, a la producción y la profusión de nuevas formas de creaciones diversas. Es la razón de ser del Árbol, su asunción. Por otro lado, ¿a qué ley obedece el crecimiento de las hojas? A la fotosíntesis. Es decir a “la utilización de la fuerza de la luz”. El Sol nutre a la hoja que, en cambio, produce el oxígeno vital. El eflorescente follaje sigue pues al principio apolíneo. Pero atención: Si crece desmesurada y anárquicamente (como es el caso de la civilización europea que ha querido al convertirse en el Occidente mundial extenderse al planeta entero), será sorprendido por la tempestad, como si de una vela mal cardada se tratase, y hará abatir y desenraizar al Árbol que le mantiene. El follaje debe ser podado, disciplinado. Si la civilización europea quiere subsistir, no debe abrirse a toda la Tierra ni practicar la estrategia de brazos abiertos..., al igual que un follaje en exceso curioso que se extiende por todas partes o se deja asfixiar por las hiedras. Deberá concentrarse sobre su propio espacio vital, es decir la Eurosiberia. De ahí la importancia del imperativo de etnocentrismo, término políticamente incorrecto pero que ha de ser preferido al modelo “etnopluralista” y de hecho multiétnico que algunos equivocados o calculadores intentan teorizar desorientando al espíritu de resistencia de la elite rebelde de la juventud.
Podemos comparar la metáfora tripartita del Árbol con la del Cohete, extraordinaria invención europea. Correspondiendo los reactores ardiendo y los propulsores a las raíces, al fuego telúrico. El cuerpo cilíndrico del ingenio se parece al tronco del árbol. Y la cofia del proyectil, desde la que se desplegarán los satélites o las naves alimentadas por la energía de los paneles solares, hacen pensar en el follaje.
¿Es acaso verdaderamente un azar si los grandes programas de cohetes espaciales construidos por europeos -incluso expatriados en EE.UU., adivinándose, obviamente, de quién hablamos- se han denominado respectivamente Appolo, Atlas, Mercury, Thor y Ariane? El Árbol, es el pueblo. Al igual que el cohete, sube hacia el cielo, pero parte de una tierra, de un suelo fecundo en el que ninguna otra raíz parásita puede ser admitida. En una base espacial, se asegura una protección perfecta, una limpieza total de la área de lanzamiento. Del mismo modo, el buen jardinero sabe que para que el árbol crezca en altura y en fortaleza, es necesario que al mismo tiempo se libere la base sobre la que se asienta de las inoportunas malas hierbas que secan sus raíces; liberar su tronco de la opresión de las plantas parásitas; pero también desramar los ramajes demasiado prolijos que carecen de verticalidad.
Del crepúsculo al alba
Este siglo será el del renacimiento metamórfico de Europa, como el Fénix, o de su desaparición en tanto que civilización histórica y su transformación en Luna Park cosmopolita y estéril, mientras que los otros pueblos, por lo que a ellos respecta, conservarán sus identidades y desarrollarán su poder. Europa está amenazada por dos virus emparentados: El del olvido de sí mismo, de la desecación interior, y el de la “apertura al Otro”, excesiva. En el siglo XXI, Europa, para sobrevivir, deberá al mismo tiempo reagruparse, volver de nuevo a su memoria y perseguir su propia ambición, fáustica y prometeica. Tal es el imperativo de la coincidentia oppositorum, la convergencia de los contrarios, o la doble necesidad de la memoria y de la voluntad de poder, del recogimiento y de la creación innovadora, del enraizamiento y de la desinstalación. Heidegger y Nietzsche...
El inicio del Siglo XXI será como esa medianoche del mundo, desesperante, de la que hablaba Friedrich Hölderlin. Pero en lo más obscuro de la noche, sabido es que por la mañana, el Sol regresará, Sol Invictus. Tras el crepúsculo de los dioses: El alba de los dioses. Nuestros enemigos han creído siempre en la Gran Noche, y sus banderas están ornadas con símbolos de estrellas nocturnas. Por el contrario, sobre nuestras banderas está acuñada la Estrella de la Gran Mañana, con rayos arborescentes: La rueda, la flor del Sol de Mediodía.
Las grandes civilizaciones saben pasar de las tinieblas de la decadencia al renacimiento: El Islam y la China lo han demostrado. Los Estados Unidos de América no son una civilización, en absoluto, si no una sociedad, la materialización mundial de la sociedad burguesa, al igual que un cometa, con un poder tan insolente como efímero. No tienen raíces. No son nuestros verdaderos competidores en lo que corresponde a la escala de la historia, en absoluto, simplemente son parásitos.
El tiempo de la conquista ha terminado. Ahora viene el de la reapropiación interior y exterior, la reconquista de nuestra memoria y de nuestro espacio: ¡Y qué espacio! Catorce husos horarios sobre los cuales el Sol no se pone nunca. Desde Brest hasta el Estrecho de Béring, qué duda cabe, éste es verdaderamente el Imperio del Sol, y es de hecho el espacio vital y de expansión propio de los pueblos indoeuropeos. Sobre el flanco sureste, tenemos a nuestros primos hindúes y sobre nuestro flanco este, a la gran civilización china, que podrá ser según ella determine aliada o enemiga. Sobre el flanco oeste, venida desde más allá del Océano: La América cuyo objetivo será siempre impedir la unión continental (del espacio eurosiberiano). Mas, ¿Lo podrá eternamente?
Y además, sobre el flanco sur: La principal amenaza, resurgida desde el fondo de las épocas del pasado, aquélla con la que no podemos transigir (absolutamente para nada).
Ciertos leñadores intentan abatir el Árbol. Entre ellos se hallan muchos traidores, muchos colaboradores. Defendamos a nuestra tierra, preservemos a nuestro pueblo. La cuenta hacia atrás ha comenzado. Todavía tenemos tiempo, si bien esta vez no por mucho tiempo.
Es más, aun cuando logren cortar el tronco o si la tempestad lo abate, quedarán todavía las raíces, siempre fecundas. Una sola brasa es suficiente para reavivar el incendio.
Puede darse, evidentemente, que abatan al Árbol y troceen su cadáver, en un canto crepuscular, y en tanto que anestesiados, los europeos no sientan el dolor. Pero la tierra es fecunda y una sola semilla es suficiente para relanzar al retoño. En el siglo XXI, preparemos a nuestros hijos para la guerra. Eduquemos en la juventud una nueva aristocracia, incluso aunque sea minoritaria.
Mucho más que la moral, es necesario practicar a partir de ahora mismo la hipermoral, es decir la ética nietzscheana de los tiempos difíciles: Cuando uno defiende a su pueblo, es decir a sus propios hijos, cuando uno defiende lo esencial, sigue la regla de Agamenón y de Leónidas mas también de Carlos Martel (2): Es la ley de la espada la que prevalece, aquélla en la que el bronce o el acero refleja al brillo del Sol. El árbol, el cohete, la espada: Tres símbolos verticales que parten del suelo hacia la luz, erguidos desde la Tierra hacia el Sol, animados por la savia, el fuego y la sangre.
Notas
(1) El europeo se afirma a sí mismo propiamente como hombre, como ser también portador de la divinidad, capaz, mediante su voluntad, de dominar y señalar el destino a seguir (N del T).
(2) Y nuestro Jaime I (N del T).
[Traducción y notas por Enrique Bisbal-Rossell. El texto precedente apareció originalmente en el número 2, del solsticio de invierno de 1999, de la revista hermana gala Terre et Peuple. La Revue]
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