Serrano Suñer: Que Dios nos niegue el descanso
Desde Alicante, lugar de su martirio, hasta la piedra de El Escorial, donde descansan, el traslado de los restos de José Antonio se ha producido, a lo largo de media España, en una línea de autenticidad sin quebradura.
Así pasaron, en diez jornadas funerales, por los caminos llenos de luz de Levante y las llanuras sin límites de Castilla y de la Mancha –tierra y cielo absoluto de los que él habló- en las horas del día, bañadas del buen sol de otoño, y en las noches heladas y claras que cubrieron de escarcha las filas apretadas de camisas azules formadas en la ruta.
José Antonio fue, todo y siempre, autenticidad; mientras vivió y cuando, sin un solo gesto de nerviosa y falsa arrogancia, esperaba la muerte con aquella serena paz de espíritu que le permitió despedirse de nosotros en los términos conmovedores de su testamento, y de sus últimas cartas, ya preparado a comparecer ante Dios Nuestro Señor y conservando toda su verdad de hombre que le hace decir que nunca es alegre morir a su edad.
El, con quien la vida tan pródiga era, la ofreció –y la rindió- a la idea de una Patria mejor, en tiempos en los que el heroísmo era singularmente difícil, porque sólo podía producirse entre riesgos y sanciones y no tenía posible encuadramiento en un sistema de ofensiva poderosamente organizado, con las colaboraciones que ofrecen la compañía y el ejemplo en medio del general cumplimiento del deber, ya por puro impulso moral, ya por la coacción eficaz de las tesis penales de Código.
Y al resolverse a entregar la vida joven a su inmensa idea de la Patria seguro estaba de que no cosecharía ninguna recompensa para su personal disfrute, porque sabía que a la hora de los premios, de la justicia tardía y de las alabanzas, las campanas y los redobles de tambores recogerían el eco profundo de su sacrificio.
Porque así fue, a las observaciones que se hicieron sobre que esta hora de España, todavía difícil, no fuera la mejor para hacer el traslado, opuso la Junta Política la consideración de que no interesaba en él lo fácil ni lo aparente ni nada que no tuviera en la realidad su más exacta correspondencia. Quisimos que el pueblo español, sin falsas apariencias ni preparaciones artificiosas, mostrara al paso del despojo mortal de José Antonio la verdad que dentro de sí llevara, y la que dentro llevaba era ese espectáculo conmovedor e impresionante que en todos caminos y en todos los lugares nos ha ofrecido.
Y así ha sido en este Madrid donde él predicó primero las grandes verdades de España a una España falsificada y envilecida, y donde padeció la iniciación de su calvario. En esa Cárcel Modelo –llena de dolor y de recuerdo- por donde ayer pasamos. (En la plaza de la Moncloa, sin otra convocatoria que la del corazón, ¡cuántas mujeres vimos ayer congregadas junto a los muros de la prisión, de aquellas que todos los días allí llegaban –estremecidas- cuando era «checa» máxima de Madrid!)
Importa mucho hacer a todos notar que la profunda actitud de la capital ante el cortejo no la ofrecía un pueblo históricamente tornadizo o miserablemente adaptado ( como pueden charlar gentes atolondradas que nada saben ni entienden de lo que fue); allí estaba físicamente de rodillas la España dolorosa; la que ha padecido el mayor sufrimiento que la Historia registra; y allí, al paso de José Antonio, símbolo de la pureza heroica de una juventud como él sin ambición ni afán pequeño, lloraba la madre al hijo y el hermano al hermano y la novia al camarada a quien bordó la camisa que le sirvió de mortaja, igual fue en la cadena sin fin de rosarios rezados por el clero en todos los altos del entierro, donde, con él, pedimos por todos los caídos por Dios y por España.
Cierto que, junto con aquella granzota fervoroso, hubo también en las calles de Madrid otras gentes que fueron neutras o cómplices en los crímenes de la revolución roja; pero, asimismo, éstas estaban sobrecogidas ante el mensaje del héroe joven cuya vida abatieron cuando luchaba por devolver a España su destino y por que fuera Patria de todos y a ninguno regateara el pan ni la justicia.
Aquella actitud de todas las gentes era fervor y dolor; pero significaba también promesa y exigencia. Juramento de seguir tan alto ejemplo y de servirlo con la vida hasta la muerte. Significaba la convicción en lo popular de que el inmenso sacrificio de España sólo tiene lícita desembocadura en una empresa nacional y no en cualquier absurda y oportunista especie de «neomonroísmo», que i8nterior o exteriormente pudiera formularse en cuanto a la posesión de España, para alzarse con el patrimonio de todos.
Un grave silencio de muerte a todos traía el recuerdo –y a muchos el remordimiento- de un día terrible y decisivo en que, saliendo al paso a la extrema avanzada de la anti España, un soldado hecho a las más duras pruebas de la guerra, puro en amar y en servicio de la Patria, en la hora crucial de la Historia acudió a su llamada, y con la preparación que le dieran trabajo y estudio, pudo afrontar los grandes problemas que planteó, con apremiante urgencia, la improvisación de un Ejercito poderoso enmarcado en la aptitud de sus cuadros profesionales el espíritu y el esfuerzo victorioso del pueblo español que ahora ha mostrado muy claros sus sentimientos, y que tan bien entiende las formas y las ideas mejores de la Falange, que, sobre todo él, actúa su poder de contagio y proselitismo.
Ante ti, José Antonio, renovó ayer la juventud española, inasequible al desaliento, su propósito de luchar y vencer las resistencias que se opongan a tu gran ambición. Bien sabemos que los grupos más visibles y con los que a diario tropezamos, no son el pueblo; son los mismos con los que tú tropezaste. Son aquellas gentes que quisieron desconocer tu esfuerzo y la calidad y el alcance de tu pensamiento. No nos importa su presencia, como tampoco la de una turbia floración de demagogos fáciles –que seguramente no habrán de faltarnos-, y que a tu verdad cierta, rigurosa y exigente pretenderán oponer postulados más cómodos y halagadores, y mentirán, con palabrería confusa, en especulación inmunda, metas más ambiciosas. Pero, como el árbol evangélico, por sus frutos los conoceréis, porque en sus torpes afanes encubrirán malamente una realidad inferior que no será nada sino humo disipado entre falacias.
Don Ramón Serrano Suñer: Publicado en ARRIBA, el 20 de marzo de 1960
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