Memoria histórica: 26 mayo 1979, California 47
A las once de la mañana, el cortejo fúnebre que acompañaba los ataúdes con los cadáveres del teniente general Gómez Hortigüela, los coroneles Laso y Ávalos y el conductor Gómez Borrero, asesinados por ETA el día anterior, salía por la puerta principal del Cuartel General del Ejército y enfilaba poco después la calle de Alcalá, hasta la Plaza de la Independencia, donde estaba prevista la despedida del duelo. Cerca de cinco mil personas se habían congregado en las inmediaciones y algunos lanzaban gritos de «Gobierno, dimisión», «Ejército al poder» y «Franco, Franco», así como insultos contra el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez y el vicepresidente, teniente general Gutiérrez Mellado. Aquel enlutado 26 de mayo de 1979 era sábado. Y Fernando Manso, de 37 años y vecino de Madrid, agente comercial, casado y con una hija que aún no había cumplido los cuatro años, acudió, junto a su suegro, a la manifestación contra estos crímenes.
Llovía sobre mojado. El día anterior, dos de los integrantes del comando del Grapo -Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre, brazo armado del PCE-R-, que la víspera habían asesinado a un policía del Cuerpo Superior en Sevilla, y que se disponían a liquidar a un teniente coronel del Ejército, habían caído abatidos en Teruel durante un enfrentamiento con la Guardia Civil.
Días de miedo
«Los atentados eran constantes -recuerda María Luisa Ordoñez, viuda de Manso-. De hecho, ese sábado íbamos a sacar entradas para el cine que hay junto a California 47, para la sesión de la noche, ya que al día siguiente era mi cumpleaños, y, desistimos porque nos daba miedo andar a esas horas por la calle, así que pensamos que mejor merendaríamos en la cafetería de Goya, que tanto frecuentábamos. Llegamos a "California" minutos antes de las siete de la tarde y bajamos a la planta inferior, ya que la primera estaba hasta arriba. Como mi marido no se encontraba bien, entró al baño, y yo me quedé sentándome en la mesa con mi niña. Entonces estalló. Es un milagro que no tuviéramos heridas graves. Sufrí una conmoción y perdí el conocimiento. Me llevaron al Hospital Provincial. Desperté sobre una camilla hacia las nueve de la noche. Había un movimiento impresionante de enfermeros y de médicos. No sabía dónde estaba mi hija. Al parecer, los bomberos la sacaron y la dejaron fuera y un matrimonio que pasaba por allí la cogió y la llevó al Ruber. La niña estuvo desaparecida entre dos y tres horas».
«Al volver en mí, pregunté por mi marido. Tenía un presentimiento terrible. Me dijeron que estaba muy grave, pero supe que había pasado lo peor. Fernando falleció en el momento». «Nunca piensas que a ti te va a pasar. Antes que en California 47 ya habíamos conocido el ataque indiscriminado con el atentado de la calle de Correos. Pero a pesar de eso, lo sigues viendo como algo lejano. El Grapo estaba en su apogeo y enseguida nos enteramos de que habían sido ellos».
María Luisa ya no volvió nunca más a su casa. «Me llamaron para los juicios, pero no tuve valor. Me daba miedo enfrentarme a todo eso». Hoy, junto a la madre, se sienta la hija, María Luisa, la huérfana. Dice mirando fijamente a los ojos que «las víctimas del Grapo hemos sido olvidadas, somos víctimas de segunda» y su madre explica que «en aquella época hasta nos rechazaban. No se me olvidará cuando llamé al Ministerio de Trabajo para enterarme de las pensiones, ya que mi marido era autónomo y me quedé sin nada cuando murió, y al decir que era víctima del terrorismo me colgaban el teléfono. Tuve que vender mi casa. No tenía seguro. Mi familia nos ayudó a salir adelante. Al mes justo de enviudar, me puse a pedir trabajo. Ni el Gobierno ni la Casa del Rey, nadie se preocupó por nosotros. Así lo digo y así fue». Luego vino la ignominia. «¡Qué dolor y qué rabia tener que escuchar que habían volado la cafetería porque estaba llena de fascistas! ¡Éramos ciudadanos corrientes y molientes que merendaban un sábado por la tarde! Sí, había algunas mesas en la calle de Fuerza Nueva, donde vendían banderas y todo eso, pero nosotros no éramos de nada. Fue un crimen vil».
La bomba, en papel de regalo
Según el relato de los hechos que consta en la sentencia por la matanza de nueve personas y que causó heridas a 61 en la cafetería, «José María Sánchez Casas, dirigente de una banda perfectamente estructurada y provisto de armamento, dio orden a uno de sus subordinados, Alfonso Rodríguez García, de que en unión de la compañera de éste, María del Carmen López Anguita, colocaran una bomba de gran potencia en la cafetería California 47 de Madrid, el 26 de mayo de 1979».
La terrorista metió la bomba, envuelta en papel de regalo, en un armario de los servicios, en la planta inferior, y la conectó para que explosionara a las 18,50 horas. «Es de insistir -señaló el fiscal- que la bomba había sido especialmente preparada para un atentado de gran magnitud y excedía, con mucho, el tamaño y potencia de otros artefactos preparados hasta entonces».
A Julián Gómez Nava, camarero de 34 años, que había entrado a trabajar a la una de la tarde y que en ese momento atendía las mesas de la planta baja, la bomba le reventó «por la tripa y por mis partes, me rompió la dentadura, me abrasó las piernas y las manos, me hirió en la clavícula y el riñón, además de dejarme sordo del oído izquierdo. Me dieron por muerto. Estaba casado y tenía dos niñas chiquititas. Ese día -concluye- me destrozaron la vida».
Julián, que desde aquel maldito 26 de mayo no ha podido separarse de los ansiolíticos para poder vivir y, a duras penas dormir, sirvió al asesino. «El que hacía de jefe de la banda, ese tal Sánchez Casas, iba todos los días a comer a California 47 y yo le tomaba la comanda. Le conocía de cliente habitual; venía de los primeros y se sentaba en una mesa para dos. Comía y "adiós" , "adiós". No hablaba más. Les reconocí a él y a la chica que puso la bomba. Creo que por eso -explica con miedo y pesadumbre- me amenazaron durante un tiempo».
A los tres años del atentado, Julián Gómez Nava volvió a trabajar. «Me había curado de algunas heridas, otras no, porque no tienen solución. Volví con más gana y regresé, aunque me ofrecieron otra cafetería, a California 47. El primer día que volví a cruzar la puerta me dio pena y miedo; pero seguí ahí y nos pusimos el desafío de sacar adelante el local y lo logramos. Los clientes nos animaban mucho. Estuve hasta que se murieron los jefes, casi veinte años». Nunca recibió una peseta de indemnización y aún hoy batalla en el Supremo para recibir compensación por aquel golpe, que sólo le dejó sordera y desolación.
No hubo psicólogos
Otros, sin embargo, no volvieron más. Victoria de la Cuesta y su marido, Francisco de Juan, habían quedado aquella tarde con sus hermanos para merendar, después de una tarde de compras con su hija. «¿Quién nos iba a decir que aquel día nos iba a pasar una cosa así?», lamenta esta mujer a la vuelta de un cuarto de siglo desde el horror del atentado. «¿Quién no entraba a merendar a California?», repite. «¡Pues todo el mundo! Mi única hija no entró porque empezaba a salir con el chico que hoy es su marido y se marchó. Por eso no tuvo heridas físicas, pero ver casi muertos a sus padres -"corre para el Francisco Franco que tu padre no sale, corre para la Paz que operan a tu madre a vida o muerte"- le provocó tal conmoción que abandonó la carrera de Farmacia que estaba terminando. Ella sí que hubiera necesitado psicólogos, pero allí no había nadie que te echara una mano y cada uno se buscaba la vida como podía para tirar para adelante. Y qué le voy a decir de mí: ahora soy vieja, pero entonces estaba en lo mejor de mi vida y me arrancaron la cara. Cuando me encontraron, sin dientes, tenía el ojo derecho sobre la boca».
Cundió el pánico en Madrid. Tras el atentado, desalmados anónimos llamaban anunciando bombas en bares, lugares de trabajo, colegios y grandes almacenes. La crispación se adueñó de la calle. Cuatro días después, la misma jornada en que «Naranjito» -la mascota del Mundial-82- se daba a conocer al mundo, comparecía en el Congreso de los Diputados el presidente Adolfo Suárez. Su intervención decepcionó porque sus palabras no fueron más que un recopilatorio de las mismas condenas de siempre. Nada nuevo, nada decisivo.
Jordi Pujol, «de la minoría catalana», le espetó desde la tribuna: «El país espera algo más que palabras, espera una eficacia que le libre del miedo». Y el 4 de junio, a primeras horas de la tarde, el Grapo asesinaba a tiros a dos guardias civiles en Madrid.
Fuente: ABC
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