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La memoria de la Otra Europa

Séneca o los fundamentos estoicos del fascismo (FE enero de 1934)

Séneca o los fundamentos estoicos del fascismo (FE enero de 1934)

Córdoba fue el núcleo matricular de la España romana. Repitámoslo. De Córdoba salieron los dos Césares famosos: Trajano, conquistador del Danubio. Y Adriano, conservador máximo de todas las conquistas del Imperio.

Pero de Córdoba salió algo que nos interesa más para nuestro estudio. La familia Annea: una de las más representativas de lo que Roma sería ante el mundo del espíritu antiguo. Aquella familia Annea: que dio a Marco Anneo Séneca, el Retórico. A Lucio Annea Séneca, el Filósofo. Y a Marco Anneo Lucano, el poeta.

Dejemos al retórico Marco, padre del filósofo. (Así como a otro notable retórico cordobés: Marco Portio Latrón). Y para después, al poeta Lucano. Y ahora concentrémonos, con todo nuestro ímpetu y clarividencia, en la figura decisiva de Séneca el filósofo: vértice de nuestro estudio en estas primeras relaciones espirituales de España con Roma.

Ya que es la figura de Séneca la que deseamos destacar –enérgica y máximamente significativa– en la España romana del mundo antiguo.

¿Qué representó Séneca para Roma? ¿Y Roma para Séneca? No quiero referirme sólo con esto a la opinión que los romanos tuviesen de Séneca o Séneca de Roma. {(1) En algunas de sus obras, Séneca alude concretamente a su estimación de Roma: «Una ciudad es que, sin duda alguna, puede considerarse como la mayor y más hermosa del mundo.» «De ella puede afirmarse que es universal y que puede pasar revista a todas las otras ciudades» (Consolación a Helvia, VI). A Séneca se debe la definición del mundo antiguo: el mundo antiguo llegaba hasta donde «romana pax desinit». Hasta donde Roma llegaba.}

Yo quiero al decir esto pensar en que no se ha visto todavía con claridad y exactitud –por nadie– lo que estos españoles antiguos a lo Trajano y Séneca, representaron para Roma.

Y es algo tan evidente y alucinante, que se me escapa de la pluma y de la boca el poderlo blandir.

Trajano y Séneca, en el mundo antiguo romano, representaron lo mismo que Carlos V y Loyola en el mundo católico romano, y quizá lo mismo de otras figuras incógnitas aún, que habrán de aparecer a su tiempo en el mundo social romano, que ahora se desarrolla.

Representaron los españoles ante Roma –pagana y cristiana– el «sentido máximo de catolicidad». «El supremo esfuerzo de la universalidad», cuando Roma comenzaba a perecer en su clasicismo nacionalista y en su estrictez católica.

Séneca, para Roma antigua, fue algo así como Loyola en la Roma cristiana. Los que la levantan en vilo, como titanes, y la muestran al orbe, cuando el orbe se iba fatigando de contemplar la urbe sacra, cuando el mundo comenzaba a mirar al Oriente evangélico y luego al Occidente luterano.

No es un azar que Séneca surja en Roma, en la llamada «edad de plata». Loyola, al final del Renacimiento, en el «barroco».

Es decir: cuando las cumbres romanas encanecían de nieves invernales. Cuando la vejez se aproximaba, y, con la vejez, la muerte.

Tengo mucho ansia por escribir alguna vez todo un libro sobre nuestro Séneca. Ese libro, que ya debiera existir en una España que tuviera conciencia de su hispanidad. Me ensayé hace años con una pequeña tesis para un examen de Filosofía. Luego, siempre que he podido, he vuelto a Séneca, lleno de una atracción en la que se mezclan el entusiasmo y la antipatía.

Para mí Séneca es una de esas figuras españolas que yo he llamado verticilares. Que son como vértices. Es decir: cimas donde se biselan dos vertientes: una que asciende, y otra que declina. Ese siglo verticilar me parece el más característico de los grandes representantes del espíritu español. Lo es Séneca en el mundo antiguo. Un Arcipreste de Hita o un Alfonso X en el Medieval. La Celestina, en el Renacimiento. Cervantes en nuestra edad áurea. Quevedo en el Barroco. Goya y Jovellanos en el siglo XVIII. Larra, Ganivet, en el XIX. Hoy, un Unamuno.

Séneca llega a Roma, como llegaron los otros españoles de la época: en calidad provincial: a educarse. Es decir, con un sustrato bárbaro, de lejanías deformadas y ruralidades subconscientes. Con ese sentimiento concentrado luego falsamente llamado «complejo de inferioridad», del que arrancan siempre, como explosiones, los ímpetus, lo revolucionario. La timidez desbordada en ímpetus, es lo que suele caracterizar al provinciano con talento. Hoy a Trajano, a Séneca, se les hubiese denominado arribistas. Y es que comportaban el impulso fresco, virgen, de su natividad bárbara, a un mundo demasiado capitalicio ya, y fatigado. Demasiado batido y peinado por una cultura ciudadana. Lo esencial en Séneca no fue su sabiduría. Sino su barbarie. Esto, que puede sonar a paradoja, es una gran verdad. Yo entiendo por barbarie de Séneca la aportación que hizo de un espíritu contrario y subversivo al imperante en la civilización normativa de Roma.

Séneca, que pasa por uno de los ejemplares más perfectos del hombre romano antiguo, no lo fue más que a medias. Y en la parte más externa y superficial.

A mí Séneca me recuerda esos rusos de tipo Dostoyewski que usan la cultura de la época con ademanes correctos, ordinarios, confundibles con los de cualquier otro hombre de la calle. Pero que al usar de ella, la abusan, al abrazarla, la estrangulan. La túnica de Séneca no era diferente de las túnicas que cruzaban por el foro o que aparecían en los escenarios plautinos. Como la chaqueta de Dostoyewski se confundía en París o Berlín, con las de los transeúntes más vulgares y de todos los días. Y, sin embargo, Dostoyewski, con sus novelas imitadas de originales europeos, preparó la revolución bolchevique, la ruina de Occidente. Y Séneca, con sus filosofías imitadas de Grecia, preparó el Cristianismo, la ruina del imperio cesáreo.

La vida y la obra de Séneca es algo tan dramático y paradójico, que sólo un español que vaya sabiendo el secreto de lo español, puede, en el fondo, comprenderlas.

Es indudable que Séneca significó por un lado la maximalidad del espíritu antiguo: la virtud, el culto al héroe, el respeto de las jerarquías. Pero no es menos indudable que Séneca fue el primer sensible al nuevo espíritu que iba a avecinarse, al espíritu más anticesáreo: el de los débiles, los enfermos, los esclavos, los inferiores, los cobardes, el espíritu de masas gregarias de los «humillados y ofendidos», que diría luego Dostoyewski.

Por eso en Séneca se encuentran igualmente los fundamentos de una filosofía de la voluntad, de la virtud pagana, del Héroe, que las bases de una doctrina de resignación, de despojamiento, de la pobreza y de lo miserable que es la vida.

Y es que la clave de Séneca no es sólo la época en que florece, tan apta para esa incertidumbre, para ese barroquismo moral. La clave de Séneca es que Séneca era un alma de Córdoba (llena de gérmenes orientales, de renunciación y nihilismo), con cultura y educación griega, occidental, «europea». Y en ese choque de entrañas cordobesas con dialécticas áticas, surge su patético y dramático sentido de la vida: el senequismo.

Algo tan complejo y hermoso, que el senequismo parece haber quedado como el sustrato definidor de toda una filosofía española que no existe, que no existe más que en nuestro aire, nuestra sangre, y entre las páginas estremecidas de los mejores espíritus de España.

Ese cruce y patetismo del genio del Oriente y del genio del Occidente, tan característico y definidor del genio de Séneca, era, sin embargo, el mismo crismático de Roma. Por eso Séneca representa a Roma fundamentalmente, en sus fundamentos más permanentes, no en los contingentes y pasajeros de «lo antiguo» o de «lo moderno».

Nadie entenderá de veras a Séneca, si lo enfoca de otro modo. Todo lo más tomará de Séneca la vertiente que mejor le vaya a sus particularismos políticos o ideales.

Séneca, por eso, sufrió a lo largo de la historia, deformaciones interpretativas, singularistas e incompletas.

Unos, potenciaron su aspecto puramente cristianizante. Otros, su aspecto liberal, individualista y demoníaco.

Toda una corriente que empieza en San Pablo y quizá termina en el socialismo actual, quiso ver exclusivamente en Séneca el filósofo de los humildes y los pobres de la vida.

Se sabe que es apócrifo el Epistolario cruzado entre Séneca y San Pablo, en los orígenes del Cristianismo. Lo cual lo estudiaron Fléury, en «Séneque et Saint Paul», y Aubertín en «Rapports supposés de Senéque et de St. Paul». Pero el hecho de que no se escribiera en realidad, no quiere decir que no hubiera podido escribirse idealmente. Tan es así, que los cristianos lo dieron por escrito, y tuvieron de Séneca una veneración cercana a la de un Padre de la Iglesia. San Agustín le envidiaba su ardor de mílite moral. «Ha hecho por la patria de la tierra lo que no hacemos nosotros por la patria del cielo», escribió en su Ciudad de Dios (V, 18) (Walter Burley, en pleno siglo XIV, le creía cristiano a Séneca.) San Jerónimo le llamada maestro Séneca. En el Concilio de Trento se le citó.

El cristianismo vio en Séneca todo lo que había en él de defensa ardorosa de lo débil e inválido para esa cosa tan ardua que es atravesar este valle de lágrimas. Non est delicatares vivere, había dicho Séneca.

La vida misma de Séneca había sido la de «un pecador» a la cristiana. Enfermo, cobarde, adúltero, traidor en ocasiones, solitario, soberbio, este alma constantemente atormentada luchó de modo desesperado por ponerse a flote, por serenarse, por encontrar una paz divina y una felicidad que era casi la cristiana. Dios para Séneca no fue el Dios cristiano, no estaba en la ultratumba. Pero Séneca, con el instrumento de la «virtud», algo así como el cilicio espiritual de los anacoretas, buscó una consolación inefable, un aniquilamiento final y decisivo, un «nihil admirari», un acallamiento tan absoluto de las pasiones, que Séneca se acercó no sólo al evangelio, a un Dios Padre Todopoderoso, sino a los mismos orígenes orientales del Evangelio: a un paraíso nihilista, al de Buda, al nirvana. Era su esencia cordobesa, oriental, la que a ello le empujaba. Hasta tal punto, que andando el tiempo, otro cordobés ilustre, el filósofo Abenhazan, se hermanaría con él en esos sentimientos. Eso lo vio muy bien el investigador de Abenhazan, nuestro Miguel Asín y Palacios: «Sin grande esfuerzo podrían encontrarse pensamientos de Abenhazán análogos, hasta en la forma de expresión, a sentencias de su paisano Séneca; sin embargo, no estimo que tal analogía se deba a nexo real y directo entre el pensador musulmán y la tradición senequista española, sino más bien a influjo de los moralistas árabes del Oriente.»

Es indudable que en la doctrina estoica de Grecia y Roma tuvo que tener el Oriente un influjo más decisivo del que se cree. Quizá está estudiado ese influjo. Yo no lo sé, pero lo intuyo y me complacería que alguien me lo indicare. Lo cierto es que en Séneca, con mucha más fuerza que en Zenón, en Atalo, en Epicteto o en Marco Aurelio, surge ese sentido moral tan contrario al típico de Occidente, creador, optimista, fuerte, demoníaco.

El estoicismo fue una filosofía para vencidos y para humillados, o para almas reblandecidas y románticas.

Fue la filosofía de un esclavo: Epicteto. De un político fracasado: Cicerón. De un príncipe soñador: Marco Aurelio. De un tísico y asmático, desterrado y condenado a muerte, como Séneca, que despreciaba el cuerpo. («Da a tu cuerpo lo suficiente para ir tirando». «Creo haber padecido todas las enfermedades, hasta las más peligrosas. Pero ninguna tan terrible como ésta que los médicos llaman la 'meditación de la muerte' (el asma).»

Séneca es el cantor de la muerte, el filósofo que mejor acaricia la «agonía y tránsito de la muerte», como diría luego otro senequista nuestro, el beato Avila. Siempre la tiene presente: «Mi disposición de ánimo al escribir esta carta es como si la muerte hubiese de llamarme mientras estoy escribiendo», escribe a Lucilio en la Epístola LXI. Y toda su preocupación es cómo habrá de distribuirse el tiempo, [9] que es un camino o viaje hacia la muerte (De temporis usu).

Junto a la contemplación de la muerte, la de la pobreza: «El camino más corto para poseer riquezas es despreciarlas.» Y junto a la pobreza y la muerte, el consuelo de la enfermedad: «Morirás porque vives, no porque estás enfermo.»

Muerte, pobreza, enfermedad, ¿no fueron las tres pruebas de Sakyamuni, de Gautama, del más eminente representante del genio de Oriente Buda? O bien, ¿no es ese sentir senequista el mismo, bíblico, de Job? «Todo se debe soportar con paciencia.» «¿Estoy enfermo? Disposición es del destino. ¿Han muerto mis esclavos? ¿Me apremian mis acreedores? ¿Se ha derrumbado mi casa? ¿Me sobrevienen pérdidas, heridas, desgracias y temores? Común es todo esto, amigo, y debe acontecer. La Providencia lo ordena y no la casualidad.» ¿No es esto Job? ¿No es esto el fatalismo esencial de Oriente? Por eso una de las claves de Séneca es su concepción del Sino, de lo Fatal, del Hado. «Darse y obedecer al Hado»: he ahí su consigna «Sequere naturam».

Pero precisamente en ese «sequere naturam» es donde el Catolicismo, alarmado abandonaría a Séneca, para los herejes y los paganos. Nuestro tratadista Antonio de Torquemada, lo puso bien en claro en su «Jardín de flores curiosas» (1573).

Además, Séneca representó para el Cristianismo –por lo demás, como los otros estoicos– el tipo del futuro confesor, del cura de almas. No sólo en casa de los ricos y los poderosos, sino cerca de todo el que sufría. Los Consuelos de Séneca a Marcia, a su madre Helvia y a Polibio, son los libros más cristianos escritos antes del Cristianismo. La prueba es que tuvo imitadores como Boecio en De consolatione, autor que tendría una larga influencia en las literaturas románicas medievales.

Y como los «Consuelos» de Séneca, fueron sus concepciones de la Vida beata, feliz, su tratado de la Ira, de los Beneficios: yacimientos de moral cristiana.

Creer que Séneca representó a lo largo de la Edad Media y luego en el Renacimiento solamente una precursión del liberalismo, del laicismo pagano, es un error, como ya avancé hace un momento. De ahí que en pleno Renacimiento reformista, en que los heréticos trataban sacar de Séneca sólo la parte individualista y rebelde, haya ingenios católicos que busquen la adecuación y armonía de las dos vertientes senequistas por mí señaladas.

Esa fue la tarea de un Justo Lipsio, bastante afortunada. Y, la menos dichosa, de nuestro gran Quevedo. Quizá es hoy la misma mía, interrumpida un día español del siglo XVII por el autor del «Nombre, origen, intento, recomendación y descendencia de la doctrina estoica».

Si los cristianos vieron en Séneca un evangélico, ¿qué vieron luego los renacentistas y los criticistas –Petrarca, Erasmo, Montaigne, Kant– para exaltarle a un puesto magno de precursor? Vieron la otra vertiente senequista. La puramente pagana: la humanista. De ahí que pueda afirmarse, con la misma razón, que del cristianismo, que Séneca fue un antecedente imprescindible del humanismo en el Renacimiento.

El renacer del neo-estoicismo durante el siglo XVI, fue ya estudiado por L. Zanta.

Pero ese renacer tenía fuentes anteriores a ese siglo. Ya Averroes, en la España del siglo XIII –otro cordobés– niega la recompensa ultraterrena para el hombre justo. Era la idea axial de Séneca en lo que se refería a un ultramundo, a la inmortalidad del alma y a la existencia de Dios. Era el clásico «materialismo» senequista, como hubiera dicho un descendiente de esa teoría: Carlos Marx.

Para el Séneca humanista, pagano y revolucionario, el Hombre era él centro del cosmos. Y la Razón, un principio autónomo. La Razón era el instrumento único para combatir esos grandes enemigos del hombre que se llaman las pasiones: «movimientos absurdos, alógicos, irracionales y contra la naturaleza del alma.» El Hombre que lograba mediante el ejercicio de la Virtud, de la Razón, combatir esos enemigos, alcanzaba el sumo grado beato de felicidad: la apatía, la impasibilidad. Ese hombre, era el Sabio.

El Mundo para este Séneca racionalista, que predica la autonomía de la moral, era un orden fatal, al que había que adecuarse. Seguir el Sino, la Naturaleza: sequere naturam. Ese sino englobaba a los hombres y a los dioses con igual fuerza. Existía una predestinación. Por eso el luteranismo se alzó con esa teoría.

El premio de la virtud en sólo la virtud consiste. Y ese fue el secreto de la concepción Kantiana de la Moral. El secreto de Séneca. Y el que quiso adivinar Petrarca en su «De remediis utriusque fortunae» que tanto influiría en todos los Renacimientos europeos, singularmente en el español. Pero realizar en la vida humana la felicidad por medio de la virtud era una quimera. De ahí las flaquezas de todos «los humanistas» que les conducía, como le condujeron a Séneca, a la atmósfera típica de esa concepción vital: el pesimismo. Y el suicidio.

Séneca no se suicidó voluntariamente. Le suicidó Nerón. Pero él se abrió las venas con la misma impasibilidad –impasibilidad o rencor endemoniado– con que Sócrates bebiera la cicuta.

El suicidio era la máxima libertad del hombre: la de poder quitarse la vida voluntariamente. Y como todo lo que era voluntario era honestus, el suicidio resultaba algo decente. Por eso Séneca se pondría siempre de moda en las épocas de suicidios literarios. En la época de La Celestina y de la Cárcel de Amor. En la época kantiana del Werther. Y luego en la schopenhaueriana de Figaro y Ganivet y del Andrés del Arbol de la Ciencia barojiano.

¡La libertad! «Nada es honesto cuando se hace por acción, contra el propio querer. Todo lo honesto es voluntario», había dicho Séneca. ¿No estaba ahí toda la doctrina del individualismo contra un Estado coactivo, contra una religión dogmática? ¿No estaba ahí Erasmo, y luego Voltaire? ¿No estaba ahí, en esa preformación del sabio, todo el superhombre de Nietzsche?

El hombre podía identificarse con Dios. He ahí el gran secreto milenario del genio de Occidente, que Séneca interpretó con su Sabio. El satanismo de Adán, de Prometeo, de Sócrates, de Fausto: El Hombre sobre Dios.

En España –ese Séneca– alboreó, a finales del siglo XV, suscitado por el humanismo petrarquesco e italiano, bajo la Corte de Juan II. Ya en 1482 se interpretaban los Proverbios de Séneca como hizo Díaz de Toledo.

En el año de 1491 tradujo a Séneca el obispo Alonso de Cartagena, de origen judío por cierto. «Cinco libros de L. A. Séneca.» Y tuvo tres ediciones más esa traducción: 1510 (Toledo), 1530 (Alcalá) y 1551 (Amberes).

Sus Epístolas aparecieron en cuatro ediciones sucesivas de 1502, 1510, 1529 y 1551. Y una antología senequista que fue muy leída por los españoles fue la de «Las Flores», traducidas por el erasmista Juan Martín Cordero (1555). Y el Pinciano escribe sus famosas «Castigationes» senequistas en 1536.

Las traducciones y comentarios sobre Séneca abundaron durante todo el siglo XVII. Se atribuye sentido senequista a Cervantes, a Mateo Alemán, a Calderón, a Quevedo, a muchos de nuestros místicos. Y en el XIX resucita con cierta originalidad y gracia, en el «Idearium», de Angel Ganivet. «Cuando yo, siendo estudiante, leí las obras de Séneca me quedé aturdido y asombrado, como quien perdida la vista y el oído, los recobrara repentina e inesperadamente» dice Ganivet en ese libro. «Yo soy entusiasta admirador de Séneca», afirma en «El porvenir de España». El suicidio de Séneca le da motivo para algunas humoradas sobre la sangría suelta, en el agua, como medicina. Pero le da otro motivo mucho más serio: el de suicidarse en las aguas del Vilna.

Recientemente, con el triunfo del «liberalismo» más completo de la historia española en el Gobierno republicano de Azaña (1931-1933), la vuelta a Séneca se ha reproducido, como buscando un apoyo humanista, anticristiano. La representación de la tragedia «Medea», traducida por Unamuno, en el anfiteatro romano de Mérida y ante el Palacio Real de Madrid, ha sido muy significativa. «Medea» era el rencor que incendia palacios, templos, que asesina y embruja con tenacidad inextinguible, como una ménade o una fuerza natural. Es decir: un poco, como la España pagana, laica, bárbara anticatólica, que Azaña soñó con instaurar.

Hemos visto, pues –de modo sucinto, pero claro–, las dos vertientes del genio de Séneca el cordobés. Por una vertiente, Séneca resulta como un oriental, como un cristiano primigenio. Por la otra, un perfecto hombre antiguo, pagano, bárbaro. De una ladera, Séneca es el consolador de los débiles, de los doloridos, de las masas, vencidas y decadentes, de almas que poblaban el imperio en sus postrimerías. De otra ladera, Séneca es el revalorizador de lo individual hasta hacer heroica la vida del Sabio. Por un lado, Séneca ve el nihilismo del cosmos. Por otro, sólo salva la virtud del héroe para hacer frente a esa nada cósmica.

Todo esto –y otras cosas– me ha llevado a pensar muchas veces en el fondo estoico que nutre el actual Fascismo. Me ha llevado a meditar sobre el fundamento que pudiera tener el Fascismo en las doctrinas de Séneca el cordobés.

No se crea, que, al decir yo esto, es porque deseo, arbitraria y patrióticamente, dar una base genuinamente española a la nueva doctrina universalista, salida de la ciudad eterna. Quien conozca mis teorías sobre el Fascismo, como «nueva catolicidad», sustentadas en libros anteriores, no podrá extrañarse de tal pensamiento mío.

Yo afirmo que el Fascismo tiene una amplia base estoica en general, y, concretamente: senequista.

Una de las características esenciales del Fascismo es su antidemocracia, que lo es, a su vez del senequismo. «Argumentum pessimi turba est», dijo Séneca en De vita beata II. Luego Petrarca, imbuido por Séneca, lo expresó, eso mismo, de tal forma, que llegó a nuestra «Celestina» en el siglo XV: «Ninguna cosa es más lejos de verdad que la vulgar opinión.» Y Erasmo, redondeó esa máxima de Séneca al decir: «La verdad es que el juicio común de la gente nunca jamás fue ni es regla muy cierta ni muy derecha para regirse hombre por ella.»

Es lo que diría luego Mussolini con otras palabras: «Il fascismo nega che il numero, per il semplia fatto di essere numero possa dirigere le societá umane».

Otra característica genuina –quizá la más pura– del Fascismo es la de considerar la vida como una lucha.

«Il Fascismo concepisce la vita como lotta», dijo Mussolini. «Vida est militia homonis superterram», había dicho Séneca. «Per noi fascisti, la vita e un combatimento continuo incessante, che noi accetiamo con grande corazzio...» Puro senequismo. «Lo primero que le aconsejó es que una y muchas veces traiga a la memoria que toda la vida de los mortales no es aquí sino una perpetua guerra», dijo un gran intérprete de Séneca en el Renacimiento. El hombre, el fascista –dice Mussolini– deberá «conquistarse quella vita che sia veramente degna di lui». «Una vida feliz es aquella que es digna de su naturaleza.» «Cada uno es el artesano de su vida», había dicho Séneca. «Fare ditutta la propia vita tatto il propio capolavoro», diría luego Mussolini. Ese carácter práctico, ético, de la vida, que se había señalado a la filosofía de Séneca es el que aparece como estructura del Fascismo: «Questa concezion positiva della vita e evidentemente una concezione ética», «vita seria, austera, religiosa: in un mondo sorretto dalle forze morale», «Il fascista didegna la vita comoda», «Il nóciolo della filosofia fascista: noi siamo contro la vita comoda». Senequismo esencial: esencia de la vita beata, del Caballero Cristiano que diría el Renacimiento, traduciendo el concepto del Varón virtuoso, siempre en guardia contra los acontecimientos, endurecido contra toda comodidad engañosa. «Yo aprecio en más los bienes de trabajo, los que cuentan fatiga y se basan en la acción, luchando constantemente contra la Fortuna», «Vencer la costumbre», aconseja Séneca a Lucilio. Y esto otro: «Es necesario habituar el ánimo por medio de continuos, incesantes ejercicios.»

La concepción que del hombre tiene el Fascismo, como ser dotado para alcanzar las más altas cimas de la Voluntad por medio de ejercicios heroicos, es, en el fondo, la de Séneca. Donde Séneca escribe «el sabio», «el varón fuerte», hay que escribir hoy el «Duce», el «Führer», el «Héroe». Séneca es, mucho antes que Nietzsche, el gran forjador de la voluntad como poderío.

«La fuerza de las cosas adversas no mueve el corazón del varón fuerte; antes está firme en su estado. Porque es más poderoso que todas las cosas que fuera le acaecen. No digo yo que no las sienta, mas digo que las vence», traduce nuestro Cartagena en 1551.

Era ese un concepto que recogería Séneca, el Petrarca, León Bautista Aberti, Maquiavelo, Montaigne, y llegarían, a través de Nietzsche, hasta Mussolini. ¡Amar lo difícil! ¡Vivir en peligro!, ha repetido el Duce más de una vez.

Así decía Séneca en De Providencia, haciendo resaltar el heroísmo de Fueton: «Porque estas cosas que me piensas espantar más me avivan. Y allí me place estar donde el mismo sol ha miedo. Porque al hombre bajo y [10] para poco pertenece buscar lo seguro. Por lo alto va la virtud.» He ahí Séneca: ¡Contra lo seguro! ¡Contra la vida cómoda!

Ese concepto del «ardito», del «héroe», del «sabio senequista», comportó, en la Roma del siglo I, el mismo concepto de «aristocracia natural», de «realeza natural», que el Fascismo traería al mundo de hoy.

«¿Quién, pues, es el noble? Aquel a quien naturaleza ha hecho para la virtud.» «No estimo a uno por hombre diferente del vulgo, habiendo respeto al lugar y preeminencia que posee, sino al corazón que veo que tiene...» Y luego nuestro Vives ajustaría: «La verdadera y firme nobleza nace de virtud.»

Esta tesis senequista es la base de «la nueva jerarquía fascista». Séneca descubre así a su héroe, a su Duce: «Tal hombre será equilibrado y pleno de ordenación uniendo, a su natural majestad, un sentido de piedad en todas sus acciones.»

El Fascismo no emplea hoy la palabra virtud para designar lo que Séneca designaba con ella. Pero utiliza otra tan sinónima que su reiteración en todos los discursos y doctrinarios fascistas la hace equivalente: «fática.» Cuando el Duce emplea el término «fática» se refiere exactamente a la misma concepción que Séneca tenía de la Virtud. Al esfuerzo, trabajo, al coraje, a la tensión que el vivir, el varón fuerte necesita para vencer esa cosa dura y difícil que es la vida. «Non est delicata res viverlo.»

No debo olvidar que este estudio mío no puede tocar más a fondo un tema como éste que aquí va englobado en otro más general. Pero para terminar este apunte de «senequismo y fascismo», transcribiré las expresas alusiones de Benito Mussolini: «Se il fascismo non fosse una fede, come darebbe lo stoicismo e il coraggio ai suvi fregani?» (Muss. Vincoli di sangue, «Popolo d'Italia», 19 gen. 1922).

«L'orgoglioso motto squadrista me ne frego, scrit o sulle berde di una ferita, e un atto di filosofia non soltanto stoica, e il sunto di una dottrina non soltante politica: e l'educazione al combattimento, l'accettazione dei rischi che esso comporta, e un nuovo stile di vita.» (Muss. La dottrina del Fascismo, treves Milano 1932.)

El Fascismo, como el senequismo, «puodo stile di vito» es, en el fondo, el estilo eterno de Roma. La concepción que luego de Séneca, se llamaría cristiana, y hoy, fascista. O sea de que la vida es milicia. Frente al Oriente, donde la vida es despojamiento absoluto, y al Occidente, donde la vida, según Fausto, «es acción», Roma la concibe a través de sus más geniales hijos (Séneca, Loyola, Mussolini), como combate, como virtud, como fe, como fatiga. Por algo se da uno la pena de considerar el fascismo doctrina nueva para España, como una vieja sabiduría donde España dio sus mejores frutos. Como el viejo secreto, hoy cada vez más nuevo, que a Roma musitara el gran cordobés Lucio Anneo Séneca, por los años primeros de la rea del Cristo.

Autor: E. Giménez Caballero

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