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La memoria de la Otra Europa

Matar al Perro

Matar al Perro Acabar con la vida de uno de estos fieles animales es a veces simplemente una cuestión de capricho para algunos. Hay un muestrario horrísono y horrendo, un muestrario de variaciones, donde la fiereza humana encuentra su lado más feo. No importa que haya dado lo mejor de su vida, tampoco que haya soportado una existencia a la que nadie podría llamar vida, cuando la ira o la rabia crece en el interior de alguno de nuestros especímenes de la raza humana de modo incontrolado, lo más fácil para liberarla es matar al perro.

Los hay que los matan lentamente, día a día, manteniéndolos atados a una breve cadena y abocados en el mejor de los casos a una fría e inhóspita caseta de cemento que chorrea agua y humedades. Ése no sabrá lo que es jamás una correría por el campo abierto, una caricia alentadora sobre su piel, unas palabras de su amo que comprenderá y escuchará con avidez.

Porque los perros también escuchan, sienten y hasta sufren. Para aquellos que deseen comprobarlo les basta solamente fijarse con detenimiento en sus ojos. En ellos siempre aletea el brillo que miles de generaciones de perros antes que éstos han ido acumulando para nosotros. La primera fue aquella que surgió del lobo salvaje, cuando se acercó temeroso a un poblado para recoger algún hueso sobrante que un humano arrojó lejos. Y así el acercamiento fue haciéndose más cotidiano, más frecuente, hasta que el lobo se trocó en perro.

Toda esta cadena de siglos de entendimiento se rompe de pronto cuando la vida del perro no vale más que un momento de furia. Cuando el cazador apunta al final de la jornada con su arma -algunos, no todos- al animal que no ha seguido bien los rastros y un disparo deja al can abatido en el monte, como queriendo compensar la propia frustración en el acto de matar al compañero amigo. Es de todos modos, comparándola con otras, una muerte misericordiosa. O eso dicen algunos. Hay otras en cambio mucho más asesinas, mucho más alevosas, como la que cierto sector innombrable llama «tocar el piano». Lamento tener que contarlo, pero consiste en lo siguiente: una vez finalizada la temporada de caza para los galgos, los que no han superado a juicio de algunos propietarios las expectativas puestas en ellos se les cuelga de un árbol o un poste, dejando que sus patas traseras apenas lleguen al suelo. El can muere lentamente estrangulado, mientras sus esfuerzos por hacer pie se asemejan al acto de tocar este instrumento.

Todo esto por fortuna puede cambiar dentro de muy poco si la reforma prometida por el Gobierno hace que el Código Penal contemple este tipo de actos como delitos. Hasta el día de hoy, sólo son punibles las muertes de nuestras mascotas si en ellas se demuestra «ensañamiento». Verdaderamente somos un país que ha sido hasta la fecha poco sensible con el sufrimiento animal. España, que ha dado un gran salto hacia adelante en las últimas décadas, ha dejado un vacío que sería necesario rellenar cuanto antes para el bien de todos. Pues para mi humilde opinión, matar al perro no es solamente matar un perro, es mucho más, es simplemente dejar que se muestre la sordidez de nuestro interior del modo más deleznable. Quien maltrata a un niño, quien agrede a un semejante, no es necesariamente aquel que mata a su perro, pero ambas crueldades van unidas de un modo indisoluble.

He sido, por otra parte, un niño que ha crecido contemplando como natural algunas crueldades con los animales, sin que a nadie se le ocurriera pensar que ésta era una de las peores educaciones para un infante. Era entonces lo corriente. Por ponerles un ejemplo suave, lo más socorrido para escarmentar a un can que osase adentrarse en gallinero o palomar ajeno, se le ataban unas latas vacías a la cola y se le administraba una dosis de gasolina en salva sea la parte, con el fin de animar su huida a la carrera durante más tiempo. Y de aquí para arriba.

Mientras escribo estas líneas veo a mi perra terrier tumbada cerca de mi mesa, esperando con paciencia infinita el momento de dar su paseo diario. No hay en sus ojos ni una muestra de reproche, solamente la comprensión de quien está acostumbrado a dar sin esperar recibir nada a cambio. Creo que lo sabe tan bien como yo, ya que fue rescatada antes de ser arrojada al río junto a sus hermanos, al formar parte de una camada no deseada. Lamentablemente, es hembra, y no he encontrado el equivalente para este sexo con el que pudiera haberla llamado «salvada de las aguas». Así que ya sabe, no mate al perro. Mate sus peores instintos con un disparo eficaz del raciocinio.

Autor: Gerardo Lombardero

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