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La memoria de la Otra Europa

Testimonio: Mercedes Sanz Bachiller

Testimonio: Mercedes Sanz Bachiller

Procedente de una familia bien vallisoletana, quedó huérfana a los catorce años y entró a estudiar interna en un colegio de monjas francesas de Valladolid. En 1931 se casó con Onésimo Redondo, uno de los fundadores de La Falange. En el año 1936 tenía ya tres hijos y estaba embarazada del cuarto. A la semana de comenzar la guerra, su marido fue asesinado. La noticia le hizo perder el hijo que esperaba. Con este trauma personal a cuestas, ideó y fundó el Auxilio Social, una institución creada para ayudar a los niños y mujeres de ambos bandos víctimas de la guerra.

Soy madrileña de Chamberí. Por casualidad, porque mis padres fueron una temporada a Madrid por negocios. Mi historia es francamente triste. Me quedé huérfana a los catorce años. Mi padre murió cuando yo tenía tres años y un poco después murió mi madre. Mis padres estaban separados, algo un poco raro para la época. Mi padre era un hombre de una inteligencia privilegiada y con una imaginación extraordinaria. Debió morir con treinta y pocos años, y ya había ido tres veces a Argentina. Esto ahora es normal, pero entonces no lo era. Se tardaba un mes en ir a Argentina. Era un espíritu inquieto, un aventurero con ganas de conocer el mundo y de no quedarse en el pueblo. Nació en Montemayor de Pililla, en Valladolid.

Mi madre era una mujer de terruño. Muy amante del campo, pero del campo de labrar. Mi familia era gente de fincas y de mulas y vacas. Yo continué con esa afición. Luego tuve la suerte de casarme con Onésimo, que también era un hombre de campo. Primero hizo las oposiciones a abogado del Estado, pero le suspendieron en el último ejercicio, injustamente, en mi opinión, porque ya estaba totalmente involucrado en una línea de derechas. Entonces se dedicó a organizar el sindicato de remolacheros de Castilla la Vieja.

En esos días los fabricantes de azúcar abusaban de los agricultores y pagaban la remolacha a muy bajo precio. Onésimo creó un sindicato que reunía a todos los agricultores (de Valencia, Zamora, Valladolid, Segovia...) y se pusieron de acuerdo para no sembrar en todo un año. El equivalente a una huelga. Eso puso a las fábricas en una situación difícil. Al final llegaron a un acuerdo y se empezó a pagar más del doble de lo que se estaba pagando anteriormente por la tonelada de remolacha.

Mi madre murió cuando yo tenía catorce años. Yo había ingresado interna en el colegio de las monjas francesas a los nueve. Creo que mi madre ya no se encontraba muy bien y quiso que estuviese habituada al internado para que cuando ella desapareciese el tránsito fuera menos duro. Mi tutor era un hombre muy recto y frío. Bellísima persona y muy caritativo, pero no era cariñoso. Así es la vida. El problema fue que no tenía casa. Bueno, casas tenía, era propietaria de casas, pero no tenía hogar. Es muy distinto una casa a un hogar. Era una chica de catorce años sin padre, sin madre, sin hermanos, sin tíos, sin abuelos... sin nada. ¡Qué iba a tener! Además, mis casas eran de muchas habitaciones, con paneras, corrales, bodegas... imposible vivir sola ahí. Eso sí, tenía muchas amigas. Yo era simpática, abierta y estaba ávida de cariño. Las niñas me adoraban. Todo el mundo decía: «Merceditas puede venir el domingo a casa». Se salía un domingo sí y otro no, y todas se peleaban porque fuera a su casa el domingo que me correspondía. Pero mis grandes amigos, los que me acogieron en su casa y fueron como mis segundos padres o mis tutores, fueron los Alonso Las Heras Pimentel, una familia de Valladolid muy importante, que habían sido ya amigos de mis bisabuelos por asuntos de fincas y cosas de esas. Vivían en una casa que era del Banco Hispanoamericano.

Un hermano de Onésimo, el mayor, era el director del banco y, como tal, tenía derecho a un piso en la misma finca. Era una casa magnífica y muy bonita. En la puerta de al lado vivían los Alonso Pimentel. Los domingos que me tocaba iba a su casa llegaba siempre a la hora de almorzar y, a esa misma hora, llegaba Onésimo, que vivía con su hermano. Siempre coincidíamos en el ascensor.

Un día Onésimo le dijo a don Millán Alonso Pimentel: «Viene de vez en cuando a casa de usted una chica con uniforme negro... Es tan mona, que la querría yo conocer». Y él le contestó: «Pero si es que le conviene a usted como novia esa chica». «Pero si no la conozco», dijo él. «Mire, es una chica huérfana que está interna en las francesas, que es el mejor colegio de Valladolid. El sábado que viene pase usted a tomar café y así la conoce». Don Millán era, además, el presidente del sindicato remolachero, de manera que conocía muchísimo a Onésimo. Ese sábado apareció y, después de tomar café, me dijo: «¿Tú vas a misa?» «Sí, todos los días» contesté. «Pues yo también. ¿Y a que misa vas?» Afirmé: «Voy a misa de nueve a los jesuitas». Me dijo: «Pues nada, mañana nos vemos allí». Al día siguiente nos vimos en misa. Yo tenía entonces 18 años. En aquella época, para poder comulgar no se desayunaba. Íbamos en ayunas y, generalmente, cuando un chico quedaba en verte en misa, tenía luego la delicadeza de invitarte a desayunar un chocolate con churros o algo así. Era un momento feliz para una chica. Así que me invitó a desayunar y luego me dijo: «¿Por qué no damos un paseo por aquí, por el Campo Grande?» Y mirándome, mirándome, me preguntó: «Oye, Merceditas, ¿tú te querrías casar conmigo?» ¡Así lo dijo! Entonces me quedé mirándole y le dije: «¡Pues sí!» Onésimo era un hombre apuesto, moreno, tenía en aquel momento 25 o 26 años. Tenía los hombros más bonitos que los de su amigo José Antonio Primo de Rivera, que era un poco más caído de hombros. Yo le veía muy atractivo. Además, yo estaba tan sola... sin padre, sin madre, sin nada, que cuando me dijo aquello, me gustó y pensé: «De todas maneras, en estos meses también puedo reflexionar y decir que no más adelante. Todavía no vamos al altar, así que hay tiempo».

Fueron poco más de seis meses de noviazgo. Yo me enamoré realmente de Onésimo por sus cartas. Tuvimos un noviazgo en el que él tenía muchísimo trabajo con el sindicato. Viajaba sin parar y las cartas que me escribía eran literariamente tan bonitas... Una manera de expresar el amor y la bondad... Porque él era una persona muy virtuosa en todos los sentidos y, además, era apuesto, algo que siempre gusta a una mujer. Yo tenía 18 años y tampoco estaba mal.

Nos casamos el 11 de febrero de 1931 y el 10 de agosto de 1932 se produjo el movimiento militar de Sanjurjo. A Onésimo le vinieron a buscar y le dijeron: «Vete de España, porque van a venir a matarte». Él no había formado parte del movimiento, porque no era militar, pero sí era simpatizante. Se marchó a Portugal, a Curía, y, poco después, fui yo. Hasta que me marché estuve viviendo ocho días en una finca de los Calero. Era una finca de secano a la que se accedía por un camino de tierra. Si venía un automóvil, levantaba mucho polvo y se veía de lejos. Entonces me escondían en la buhardilla.

Cuando llegué a Portugal, los jesuitas nos dejaron una de sus habitaciones. Onésimo era abogado, pero esos días sólo cobraba lo poco que le llegaba del sindicato remolachero. Bueno, también tenía lo del bastanteo que hacía para el banco de su hermano, consistía en hacer una valoración del patrimonio de la gente que moría. Se pagaba muy poco, pero bueno, también la vida era distinta y éramos jóvenes.

Yo estaba siempre regateando con las portuguesas. «Un coello, que era un conejo, tres escudos». Y yo les decía: «¡Con uno y medio tienen de sobra!» Esos años salió mucha gente de Madrid por miedo. Era gente de dinero que vivía en el hotel de Estoril a todo lujo. Nosotros vivimos primero en el hotel Londres gracias a las rentas de mi patrimonio, pero al poco tiempo, ya no podíamos gastar tanto y nos fuimos a una pensión muy buena. Los portugueses son muy respetuosos con quienes tienen una carrera universitaria. El doctor Onésimo era para ellos una persona importante. Le llamaban el Señor Doctore. Íbamos a tener una niña, mi hija, que tiene ya setenta años, la actual condesa de Labajos. Nació en una pensión y, además, con fórceps y sin ninguna anestesia, ¡y con un cuarto de baño que tenía que compartir con alguno de los otros señores de allí! He pasado muchas cosas. ¡Y que todavía la gente me criticase después por casarme de nuevo!

Onésimo murió el 24 de julio en el pueblo de Labajos. Lo mataron una semana después de producirse el alzamiento militar. Yo creo que fue una cosa preparada. No sé. Hay un gran misterio alrededor de esto. No se sabe si hasta lo asesinó alguien casi nuestro... Es una barbaridad decir esto, pero José Antonio estaba en la cárcel, había cierta rivalidad entre las JONS y La Falange, y la verdad es que Onésimo el día anterior había ido y vuelto sin tener ningún problema. Iba al Alto del León a dar ánimo a los combatientes falangistas. Fue en coche con su escolta, bueno, con un chico, porque a él no le gustaba llevar escolta, con el conductor, que era un íntimo amigo, y con su hermano Andrés Redondo, que luego lo sustituyó como jefe de La Falange. Ellos tres se salvaron, se metieron por los trigos y pudieron escapar. Pero él no, porque, además, les hizo frente.

Sucedió así: Al llegar a Labajos les pararon unos individuos que iban en un camión vestidos con camisas azules. Dijeron que eran de la columna de Mangada, pero la verdad es que no se sabe quienes eran. Se detuvieron, porque el camión de los milicianos estaba atravesado en la carretera, de manera que el coche no podía continuar. Entonces empezaron a pegarles tiros.

«¡Al de los cordones! ¡Al de los cordones!», gritaban. Lo decían por Onésimo, que llevaba cordones. Primero le hirieron en las piernas y cayó. Desde el suelo, les decía a sus asesinos: «Estáis confundidos, yo no vengo en contra vuestra. Yo vengo a liberaros de muchas cosas que no son justas. Jamás mataré a un hombre con alpargatas». Eso lo decía siempre, porque la alpargata era el calzado habitual de la gente más humilde. Entonces dijeron: «Dale en la cabeza». Y lo remataron. Lo dejaron tirado en el suelo, cubierto de sangre. La vida es así. Hacía tres días que había salido de la cárcel de Ávila.

Me quedé viuda con 25 años. ¡Era una niña! Y con tres hijos. Había tenido ya un aborto y cuando me enteré de que lo habían matado perdí también el hijo que esperaba. De manera que tuve cinco embarazos en cinco años y medio y, además, otra vez estaba sola. O sea que la guerra, para mí, tuvo siete días de felicidad. ¡Qué poco me duró la felicidad! En esos primeros días pensábamos que la guerra iba a durar una semana o una batalla, poco. Jamás pensamos en una guerra civil. Yo enseguida me puse a trabajar. Como creíamos que sería una cosa breve, al Auxilio Social le pusimos el nombre de Auxilio de Invierno. Javier Martínez de Bedoya era ya mi más estrecho colaborador, pero no éramos novios ni nada. Viví los tres años de guerra dedicada en cuerpo y alma a Auxilio Social. Después de la guerra, en el año 1939, me casé por segunda vez con Javier. Yo tenía ya 29 años. Mi boda fue muy criticada, porque yo entonces era la viuda de un héroe. En aquel momento, a Onésimo se le consideraba un héroe con una gran exaltación y con un gran reconocimiento. Sin embargo, hoy ya casi nadie sabe quién es Onésimo Redondo.

Javier era un discípulo de Onésimo. Trabajábamos juntos y nos enamoramos. Tenía un año menos que yo y cinco menos que Onésimo; era mucho más joven. He sido felicísima con él. Hemos cumplido cincuenta años de matrimonio, que ya es raro. Era hijo de un notario y cuando le dijo a su padre: «Mira, me voy a casar con Mercedes», él le dijo: «Ya sabes lo que queremos a Mercedes en esta casa, la queremos muchísimo, pero piensa, hijo mío, que tiene tres hijos, y te quedas con una carga grande». Él dijo: «Eso es precisamente lo que me lleva al matrimonio. Quiero ser el padre de los hijos de Onésimo. La persona que más he querido en este mundo y que más admiro».

El 30 de octubre de 1936 se inauguraron ocho comedores de Auxilio de Invierno. Era tal la fe que se tenía en la guerra y tan grande el deseo de liberarnos del comunismo, que la gente no es que respondiese con toda su alma, respondía con todo su corazón, con toda su mente y con todo. Así es más fácil hacer las cosas. Recibí ayudas y colaboración de todo el mundo. Mi única enemiga, porque fuimos un poco enemigas, fue Pilar Primo de Rivera. Son pequeñas cosas que hay en la vida. Nos queríamos mucho, pero tuvimos problemas porque ella era muy absorbente y yo era mujer y tenía el Auxilio Social y ella quería que todo lo que hiciese una mujer le perteneciera y eso no era así. Yo siempre digo que era más inteligente de lo que parecía. No era tonta y estaba preparada. Era la hija de un dictador y en su casa no se respiraba precisamente un ambiente analfabeto, sino todo lo contrario. Pero era mucho menos humilde de lo que la gente creía porque la veían vestida, no mal, descuidada. Yo consideraba que la mujer debía ser siempre femenina, pero ella no. Tenía un poco de calva la pobrecilla, pero no era tan fea. No era ni tan tonta ni tan humilde. Era descuidada. Es una cuestión de coquetería.

Dicen que yo copié el Auxilio Social de Alemania. Mi idea original fue dar de comer a los niños de España. Yo no había estado nunca en Alemania, y, además, como se puede comprender, de julio a octubre no me moví prácticamente de Valladolid. ¡Si no se podía pasar! ¡Estábamos prácticamente en guerra mundial! Surgió de una manera espontánea. Yo pensaba: «¿Cómo vamos a permitir que los niños pasen hambre?» Pasaban hambre sencillamente porque sus padres habían sido rojos y estaban en la cárcel o porque sus padres habían muerto en el frente. Lo merecieran o no, así era. Entonces pensé: «¿Quién llevará el pan a esos hogares? Nosotros tenemos que sustituir esto por algo que ayude a estos niños a comer». Para mí, entre los niños no hay rojos, ni blancos, ni azules, ni morados. Para mí, el niño es el niño, sea de la clase que sea, y lo mismo me da que proceda de una familia anarquista, que su padre esté en la cárcel o que haya muerto en el frente. Más motivo para darle de comer. Entonces se nos ocurrió la idea de las huchas. Eso sí fue por imitación. Javier lo había visto en Alemania y se le ocurrió copiarlo. En nuestras huchas ponía «Auxilio Social» con unas letras que nos había hecho un dibujante alemán. Parece una bobada, pero era importante que estuvieran bien diseñadas, con un emblema que se viera bien y que la gente reconociera. Hoy esto está a la vista de todos pero entonces todavía no. Con esto se recaudó mucho, pero no era suficiente, de modo que creamos «la ficha azul», una especie de suscripción que te pasa el banco y no te das ni cuenta. Con eso, poquito a poco, se hace mucho. Luego, además, tuve una importantísima ayuda del exterior. Eso sí que lo monté yo, con Carmen de Icaza.

Carmen de Icaza, era mayor que yo y guapísima. Era hija de un embajador mexicano que se había casado con una española, una mujer muy rica y muy guapa, que dicen que fue el amor de Alfonso XII. Conocía a muchísima gente; había vivido en Alemania siendo su padre embajador. Hablaba muy bien el alemán y el inglés. Yo dominaba el francés. Con ella organicé los Comités de Ayuda a Auxilio Social. Uno de los comités estaba presidido por la reina Victoria Eugenia, que vivía en Londres. La finalidad de esto era que la gente del extranjero colaborara, porque en aquella época nuestra guerra era una de las cosas más importantes que estaban pasando en el mundo, de manera que si se organizaba un garden party o una obra de teatro, se hacía a beneficio de Auxilio Social. También se hacían rifas presididas por personas importantes, que son las que tienen amistades, lo lógico. También me ayudaron mucho los cuáqueros. Son una especie de religión que no son ni católicos ni judíos, pero son amigos de la humanidad, de los necesitados. Son muy generosos. Sólo nos pusieron una condición: que la misma ayuda que diesen para la zona nacional la querían hacer para la zona roja. A mí me pareció bien. Para mí todos eran españoles. Entonces, de cada barco que llegaba a Alicante, la mitad era para Auxilio Social y la otra mitad para la zona roja. A medida que se iba extendiendo la zona nacional, nos correspondía una proporción mayor de lo enviado. Esto no fue cualquier cosa. Tuvimos barcos enteros, ¡barcos! Es bonito y también es historia.

Una cosa verdaderamente tremenda fue encontrarme con muchas niñas y jóvenes que se habían quedado embarazadas de los soldados. Unos serían de la parte nacional y otros de la parte roja, daba lo mismo. Entonces hicimos una maternidad. Con esto también tuve problemas con Pilar Primo de Rivera. En aquel momento eso de ser madre soltera estaba bastante mal visto. Los conventos y las instituciones religiosas, de las que también sufrí muchas críticas, no las acogían porque no tenían fondos, y por otros motivos. Entonces, estas mujeres venían a mí, y Pilar se indignaba. Yo le decía: «Piensa que tú eres soltera y que no has pasado por la experiencia de tener hijos. ¡Que yo he tenido cuatro, hija mía! Y entonces, una chica de este tipo, cuando se acerca a mí, me habla, o yo le puedo hablar, de una manera que tú no puedes: primero, porque algunas cosas las desconoces y, segundo, porque hasta te da cierto pudor. En mí confían de una manera más amplia, así que tenemos que poner esa maternidad». Yo creo que llegó a comprenderlo. Pilar sólo me llevaba dos años, pero no era cuestión de la edad. Eran mi experiencia y la suya, que era nula. Yo era una mujer muy moderna para mi época, quizás porque mi formación era francesa y Francia siempre ha ido un paso por delante.

Cuando terminó la guerra en el año 39 me casé y, a los diez meses, tuve otra hija, de manera que para mí la vida cambió totalmente. No obstante me han seguido ocurriendo cosas interesantes y he seguido conociendo a mucha gente.

Al acabar la guerra, Franco se encontró con una España deshecha, quemada por todas partes, y lo primero que tuvo que hacer fue reparar las vías de comunicación, los edificios y dar de comer a la gente. Tuvimos ayudas, claro. Una de ellas de Argentina. Vino Eva Perón y me encargaron atenderla todo el tiempo que estuviera en España. Era una mujer interesante. Era fuerte, orgullosa de haber triunfado, porque no cabe duda de que triunfó y, claro, como había sido vedette, tenía cierta coquetería. Hacía preguntas interesantes. Me acuerdo que me dijo: «¿Usted qué cree: Es mayor la mortalidad entre los hijos de las mujeres que trabajan, o entre los de las que no trabajan?»

La guerra fue absolutamente inevitable. Toda Asturias estaba armada, pero armada en milicias organizadas. Y Rusia quería apoderarse de España. La prueba es que sin la ayuda de Rusia la guerra no hubiera durado ni un mes. Lo que me da pena de la juventud actual es que no pueda comprender la Guerra Civil. No era, ni mucho menos, un deseo de ir unos socialistas frente a unos falangistas... No era eso. La Guerra Civil fue una estrategia, sobre todo de Rusia, que entonces era la gran potencia, para apoderarse del Mediterráneo. Nosotros hicimos la guerra para que España no fuese una Albania. Para eso la hicimos. Los que nos levantamos lo veíamos así. La fe, el entusiasmo y el horror de entrar en el comunismo hicieron milagros. Se ganan muchas batallas por amor y por decisión.

Al acabar la guerra quedó una simiente comunista. Franco debió estar tres o cuatro años más, hasta consolidar una democracia, y luego debió marcharse. Quizás el poder hace más que la ambición. Era un hombre honrado, pero no cabe duda de que le pudo el poder.

Publicado en El Mundo

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