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La memoria de la Otra Europa

Serrano Suñer: Misa por Mussolini (ABC: 7-5-1954)

Serrano Suñer: Misa por Mussolini (ABC: 7-5-1954)

Es ya ley de la vida histórica que cuando cae un gigante –y no es seguro que los gigantes tengan que caer más fatalmente que los pequeños, pero si más notoriamente-, todos los enanos del contorno se sienten como “autoagigantados” y, respirando con nueva suficiencia, se ponen a considerar cuánto más inteligentes y sagaces fueron ellos que el caído. Así, cuando tras su declinación política y humana, Benito Mussolini fue asesinado, todos los enanos trascendentes de la tierra parecieron crecer (y, desde luego, ellos así lo creyeron) unos cuantos palmos en evidencia y sabiduría. Pero lo cierto es que él –ellos no son objeto de este artículo- había sido un gigante de verdad, elevado por su propio esfuerzo desde la pequeña herrería de Predappio, donde trabajara en la fragua de su padre –pasando por sus experiencias de albañil, de maestro de escuela, de periodista y de soldado-, hasta las más altas cumbres del Poder. De un poder que el ejerció egregiamente, con vocación de hacer Historia, cualesquiera que fueran sus flaquezas, errores o injusticias, que ésas –fuera del falso mundo de la propaganda- son cosas inseparables de la condición humana.

El asumió y ejerció ese poder con ánimo creador y no como el tirano, para quien el Poder, o su disfrute, son fines en sí mismos. Nadie podrá negar –a la hora de juzgar su obra- que ensayó el replanteo de la vida pública italiana y de su estructura estatal sobre bases nuevas y con aspiraciones de alto alcance. Que alentó la vida entera de su pueblo, mejoró su economía, humanizó las relaciones entre el capital y el trabajo, depuró el estilo popular de la vida, sacudió la pereza y el conformismo y abrió horizontes a la juventud, despertando en ella el orgullo de su ascendencia romana con invocaciones que acaso fueran artificiosas y retóricas, pero que estuvieron a punto de engendrar realidades muy ciertas. ¿Qué luego vino la catástrofe? Ello es verdad (son los genios los que conocen los grandes errores y… los grandes aciertos); mas también lo es que no faltó mucho para que llegase el triunfo, y a muy bajo precio por cierto.

Sin embargo no es ésta prueba última, azarosa, aventurada y, si se quiere, imprudente de su fortuna, la que nos da la medida de su estatura, sino, ante todo, su espíritu de creación y su intuición sobre la fatalidad de un orden nuevo, Italiano esencial, radical (en esto como en todo), prefirió la ley al arbitrio y la precisión de un orden jurídico a la holgura de una voluntad sin límite. El Derecho y el encuadramiento del orden moral estuvieron entre sus primeras y más urgentes preocupaciones, como dan de ello testimonio estos dos hombres: Alfredo Rocco y Giovanni Gentile.

Rocco, el “guardasigilli” del Estado fascista, no fue el hombre de ocasión que ocupa como de relleno el Ministerio de Justicia, a la manera de un departamento suntuario o de buenas apariencias. Herederos de la tradición jurídica más ilustre del mundo, reverentes con la Jurisprudencia, sabedores de que la Justicia es el eje de marcha de toda comunidad civilizada, Mussolini y su ministro buscan el concurso de las mentes más cultivadas del campo jurídico para plantearse, sin trampantojos, mentiras ni falsificaciones, el problema de la reforma de las leyes anteriores y la promulgación de un nuevo ordenamiento positivo; y su labor, que va desde la reforma del código sustantivo hasta el de procedimiento civil, se realiza de un modo responsable y serio, sorteando la peligrosa mezquindad de silenciar o eliminar ningún valor importante.

En el orden general del pensamiento, Gentile –uno de los hombres del moderno idealismo italiano- preside una larga etapa de la creación mussoliniana. (Por cierto que, apartado luego de la actividad política, disidente, pero fiel, sucumbió a manos de “la resistencia”, oyendo de sus verdugos estas palabras: “No te matamos a ti, matamos tus ideas”.)

Y ni siquiera faltó el contrapeso o la censura de un Benedetto Croce, situado en una oposición franca y decidida, que, respetado en su libertad intelectual, pudo, desde su altura, escribir y desdeñar lo que quiso (y tengo idea de que, si bien nuca lo ocupara, incluso se le respetó su escaño de senador -¡qué distinta, filósofo, la generosidad de unos y otros!-), constituyendo un lujo del fascismo, como, con buen humor, lo calificara un día el propio Mussolini, en conversación conmigo.

* * *

A la luz de estas realidades es como yo sigo viendo a aquel gran hombre que un día cayó para siempre. Entonces su carga humana de limitaciones y debilidades –esgrimida por todas las gentecillas del orbe- comenzó a contar más que su grandeza. Unos se apresuraron a escarnecerle, otros a regatear sus méritos, no pocos a pagar sus buenas obras con la mala moneda del olvido. Eran aquellas las horas en que imperaba en el mundo “civilizado” la mentalidad criminal de Nüremberg, y sus ejecuciones sombrías multiplicaban las defecciones, las “conversaciones” y las ingratitudes.

Entonces un puñado de fieles –fieles religiosa y políticamente-, italianos y españoles, se reunieron para organizar –un poco como en ambiente de catacumbas- una sencilla misa por el alma de aquel hombre, tan aclamado en otros tiempos y confesado por muy pocos después de su muerte. Recuerdo que, en el tercer aniversario, nos reunimos en una iglesia de Madrid regentada por una Comunidad que cuida la liturgia con gran esmero. De pronto, a la hora de la elevación, el órgano –en manos, sin duda, de algún exaltado fascista- atacó de un modo vivaz y jactancioso las notas de “Giovinezza” se ha vuelto a tocar, pero ahora de forma inolvidable y con tal adecuación que a todos nos ha conmovido. Parecía como si el tiempo, en su acción depuradora, hubiera conseguido fundirlo y acomodarlo todo: la unción religiosa y el liricismo civil, el ambiente de intimidad y recogimiento de la capilla donde orábamos y las ásperas emociones de los viejos desfiles y “Adunatas” en Piazza Venecia, en la Vía dell´Imperio o en Foro de Mussolini. El hábil manejo del contrapunto por un organista inteligente hizo brotar lentamente, en una armonización de tonalidad honda y solemne, con afortunadas variaciones temáticas de la misma melodía, la vieja canción que en su estado originario había sido aclimatada al aire libre y al clamor de las multitudes. Así, en este otro tono, el mismo himno ya no resultaba atrevido, sino nostálgico y ritual. Ni distraía nuestra piedad ni turbaba nuestro recogimiento, sino que los ahondaba emotivamente. Y nos relevaba claramente que ninguna razón había ya para no añadir a la ofrenda de nuestras oraciones del himno de una juventud cristiana y de un régimen que reconcilió en Letrán al Estado con la Iglesia.

Era justo y decoroso que aquel himno que jubilosamente saludara tantas veces al Duce entre aclamaciones y banderas, en las horas en que él tuvo la mayor ilusión de su pueblo, contribuyese ahora –dulcificado- a acendrar su recuerdo. Los años no transcurren en balde, y entre la “Giovinezza” irruptora de hace unos años y esta de 1954 algo ha pasado; la pasión se desvanecido y la emoción queda. Lo que fue causa para tomar partido es ya objeto de Historia y de sosegada evocación.

Fuente: Fundación Serrano Suñer

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