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La memoria de la Otra Europa

Santiago Montero Díaz: Fascismo (1932 )

Santiago Montero Díaz: Fascismo (1932 )

Preliminar

El fascismo, por su radical novedad histórica y por su original concepción y táctica del Estado, ha desorientado a innumerables tratadistas. En pocos países como en España se han difundido ideas tan lamentablemente equivocadas sobre este régimen. Interpretaciones inexactas, puntos de vista opuestos a la verdad e ineficaces completamente para un conocimiento aproximado de la realidad fascista. Este trabajo aspira a contribuir a la renovación de las ideas populares sobre el régimen fascista. Es un enjuiciamiento al mismo tiempo más severo y más justo que el que ha popularizado la prensa burguesa española. La brevedad de esta exposición me ha decidido a abordar el tema de una manera sustantiva; esto es, apiñando las ideas fundamentales en torno al fascismo, señalando las normas directrices básicas de este movimiento. Así he formado un núcleo de puntos de vista esenciales, más que un rosario de páginas descriptivas o de fáciles reseñas históricas al alcance de cualquiera. Presumo que los lectores habituados a buscar lo sustantivo, buceando bajo la fronda de lo formal, se darán cuenta de mi esfuerzo. Si he conseguido o no mi propósito, es ya cuestión distinta. Si el lector tiene interés en ello, lo sabrá dentro de pocos instantes.

I. Significación del Fascismo

El fascismo significa un nuevo ensayo de concepción del estado burgués para sostener contra el proletariado un predominio de clase.

Toda forma social oculta un contenido económico; el fascismo no es más que una nueva forma del contenido económico capitalista. El capitalismo poseía dos formas fundamentales de organización política: el Estado democrático o el despotismo absoluto. Ambas habían quedado retrasadas con respecto a las actuales necesidades de defensa del estado burgués.

En efecto, la revolución es una estrategia, pero también una táctica. Como estrategia tiene sus métodos lentos, sus caminos preparatorios; como táctica, sus ataques inesperados, rápidos, inevitables. La sociedad burguesa, los políticos de la burguesía, a través de una larga experiencia, han podido darse cuenta de la insuficiencia de sus antiguos métodos de defensa. No bastaba ya un aparato defensivo del estado, una organización policiaca, un frente de combate. Era necesario algo más: más que rechazar el ataque, prevenirlo; más que preparar el remedio, matar los gérmenes mismos de la revolución.

Para esto era necesario variar sustantivamente la estructura del Estado. No bastaba ya resguardarlo, era preciso transformarlo; darle una forma específica que posibilitase exclusivamente la vida de la burguesía, pero que crease para el proletariado revolucionario una atmósfera asfixiante, dentro de la cual no pudiera existir ni una sola de sus organizaciones legales o clandestinas.

Ese es el papel del fascismo. Esencialmente distinto de un Estado liberal parlamentario, distinto también de un simple poder absoluto, el fascismo ha significado sencillamente el más genial ensayo realizado hasta el día para dotar a la sociedad burguesa de una estructura política tal que se imposibilite la existencia de todo organismo revolucionario.

Para realizar este objetivo ha acometido, por cauces de vigorosa novedad, toda la gama de soluciones dilatorias imaginables para aplazar los conflictos sociales, inspiradas especialmente en el reaccionario concepto de paritaridad.

Ha empleado antiguas tácticas revolucionarias, ha aprovechado para las finalidades burguesas las enseñanzas de los movimientos proletarios; y se ha estratificado en una fórmula que si no logra un equilibrio total, porque eso es imposible, llega, en cambio, a una enérgica toma de posiciones por parte de la burguesía para sostener su dominio de clase sobre los obreros y los campesinos.

Y esto se realiza en el fascismo, no solamente por el formidable aparato defensivo externo del Estado, sino por su misma construcción interna, por su misma ordenación interior, que tiende a imposibilitar toda actividad, toda vida revolucionaria dentro de las fronteras de Italia.

Tal es la significación del fascismo. Una nueva organización estatal de combate contra el proletariado. Más inteligente que los despotismos antiguos y más audaz que las contradictorias repúblicas demoliberales, condenadas a muerte por la Historia.

II. El momento italiano prefascista

Era trágica la situación para la burguesía italiana en los años inmediatamente anteriores a la conquista del poder por Benito Mussolini.

Desmoralizado el pueblo por la guerra; abrumada la economía, por una usuraria deuda de guerra; entorpecido el proceso burgués de producción por las gloriosas huelgas revolucionarias sindicalistas y comunistas; debilitado el poder de los gobiernos por la impotencia y el descrédito, Italia, ante los ojos de Europa, seguía el camino de la revolución.

No bastaba la fuerza pública, ejército, guardia ni carabinieri como frente de choque contra la revolución triunfante, aunque caóticamente desorganizada.

Vencido, impotente, el Gobierno no podía contener la descomposición total del régimen capitalista y del Poder burgués en Italia.

Por otra parte, la revolución proletaria, escindida en frentes distintos, no acertaba a apoderarse de la máquina del Estado para organizar el nuevo régimen. En 1921 se había producido la disidencia comunista en la social democracia; por su parte, la Confederación General del Trabajo, los anarcosindicalistas, el proletariado bakuniano, llevaban otra línea revolucionaria alejada por completo de los métodos y las tácticas comunistas. No surgía la cohesión, no aparecía el hombre o los hombres de genio que redujesen a una consigna, que amparasen bajo la augusta trayectoria revolucionaria del marxismo leninista todos los movimientos tumultuarios e inconexos en que se agitaba el proletariado italiano.

De esta ocasión pudo aprovecharse Mussolini. No en balde tenía una formidable preparación revolucionaria; no en balde conocía admirablemente cuál era la situación de las fuerzas del proletariado.

Fue el momento preciso para la toma del Poder, mediante la sofocación violenta de la revolución, mediante el combate con las fuerzas obreras. Y, especialmente, mediante el demagógico viraje del partido fascista.

El fascismo, que en los primeros momentos había lanzado consignas plenamente revolucionarias; que había nacido como una escisión nacionalista revolucionaria del Socialismo; que en 1919 llevaba a las elecciones un programa, socializante, en que proponía el desarme internacional, la inspección de los Bancos, la entrega a las organizaciones obreras de la alta industria; que en 1920 alentaba a los obreros revolucionarios a que se posesionaran de las fábricas en Lombardía; el fascismo, que en precisos momentos parecía una división de sentido clasista dentro del proletariado, aprovecha las condiciones de escisión y desorientación dentro del movimiento obrero, la separación comunista de la socialdemocracia, el fracaso de la huelga general de agosto de 1921, para iniciar un viraje rapidísimo y poner al servicio de la contrarrevolución sus organizaciones de choque y su formidable sentido de la disciplina.

Le amparaban para ello las condiciones objetivas de Italia; el peso de la deuda de guerra; la descomposición de la economía burguesa; la impotencia del Gobierno; la desorientación de las fuerzas del proletariado.

III La toma del poder

La consecución del Poder para los fascistas se presentaba como un proceso de dos fases perfectamente definidas.

En primer término era necesario vencer al proletariado revolucionario; desarmarle; desorganizarle; decapitar la revolución. En segundo, presentarse como el salvador de Italia, reclamando el Poder a la burguesía, temblorosa y cobarde.

No se escapaba, sin embargo, al sagaz Giolitti, el plan de Mussolini. Así él supo azuzar al proletariado italiano contra el fascismo, sin descuidarse por su parte de combatir por bajo cuerda a ambos temibles enemigos. Como una tremenda impedimenta, lanzó contra Mussolini la enemistad de las organizaciones sindicales: el entorpecimiento creado por esta maniobra al partido fascista fue gigantesco.

Sin embargo, las organizaciones perfectas, matemáticas, violentas e inexorables del partido fascista no podían por menos de resistir aquel embate; contando, además, con la simpatía tácita de la gran burguesía y parte no pequeña de la clase media.

Durante dos años, la guerra civil de carácter social se hizo épica en Italia. Los fascistas destrozaban, quemaban, arrasaban organizaciones obreras; los obreros, por su parte, ya socialistas revolucionarios, ya anarquistas o comunistas, combatían bravamente y organizaban trágicas matanzas.

«En julio de 1921 -dice Malaparte-, en la ciudad de Sarzana, medio centenar de camisas negras fueron degollados; los heridos, estrangulados en sus mismas camillas; otro centenar, que había buscado la salvación en la huída, dispersándose por el campo, fue perseguido a través de los bosques con horcas y guadañas.» En esta contienda, sin embargo, el proletariado, desarmado, combatido por todos los frentes, llevaba la peor parte.

La violencia fascista completaba la desorganización con el exterminio. Decapitó totalmente la revolución, en la vida de sus mejores caudillos. Trituró los organismos legales e ilegales de la revolución. Días, semanas, meses enteros las ocupaciones militares, protegidas y aplaudidas por el Estado liberal, acobardado y agradecido, pesaban sobre la vida de los campesinos y los obreros revolucionarios. Funcionaban sin cesar los fusiles, las ametralladoras y los rompecabezas. La táctica del incendio carbonizaba y pulverizaba las energías proletarias.

Por otra parte, la revolución italiana no había producido un solo hombre genial. Ni un gran estratega como Lenín, ni un genio de la táctica, como Trotzki. La revolución se posesionaba de las fábricas, pero no se posesionaba del Poder; la incapacidad del partido comunista para controlar a las masas permitió que se desviase la línea del movimiento proletario; y Mussolini, que no hacía sino realizar un plan vasto, complejo, arquitrabado, para la toma del Poder, llegó a ser el amo de la situación.

La burguesía italiana respiró satisfecha. Los fascios habían pulverizado la revolución. El fascismo quedaba como vencedor; deshechas las organizaciones obreras; debilitado el Estado.

Entonces, como había previsto Giolitti, el fascismo se encaminó ya, directamente, sin ambages ni rodeos, a la toma del Poder.

No contaba, ciertamente, el gran capitalismo italiano con aquella maniobra. Procediendo como siempre, el capitalismo no había querido ver en Mussolini sino un genial defensor del Estado; pero el duce aspiraba a la reconstrucción de Italia, no a su defensa.

Si Giolitti fracasó interponiendo entre el fascismo y el Poder las organizaciones obreras, no menos fracasó Bonomi pretendiendo estrangular con organizaciones policíacas lo que era ya una fuerza incontrastable, dueña de los resortes vitales del país; prestigiosa entre la pequeña burguesía que veía allí la expresión política de sus ambiciones; necesaria incluso a los mismos capitalistas que intuían la inestabilidad del régimen liberal parlamentario.

En agosto de 1922 se anuncia la decisión irrevocable de tomar el Poder, y la cabal preparación del partido para ello. El 3 de octubre se ocupa Bolzano; se suceden con rapidez vertiginosa las fechas históricas; el 24 celebra el partido su gran fiesta en Nápoles; dimite el Gobierno Facta el 27, y el 28 de octubre se realiza la marcha sobre Roma, la toma definitiva del Poder.

La violencia fascista había trazado ya un nuevo cauce en la facciosa y convulsiva historia de Italia. Se sabía y se sabe el comienzo de la nueva era. Del pasado, sabemos que no retornará jamás. Del porvenir, solamente el marxismo tiene la clave.

El hecho era que un nuevo poder iba a emprender, con las velas desplegadas, rumbos inéditos en la Historia; métodos absolutamente nuevos para defender finalidades absolutamente viejas.

Aquella gestación laboriosa, violenta, de la toma del poder, combatiendo día por día y fábrica por fábrica a la revolución; aquel plan de conquista del Estado, erizado de banderas acribilladas, de insignes demagogias y de himnos patrióticos, movilizando masas y venciendo facciones, no se parecía en nada, absolutamente en nada a las podridas combinaciones ministeriales, a los bajos cuartelazos palaciegos como el de Primo de Rivera, que solamente la inefable ignorancia de algunos sectores puede equiparar a la conquista mussoliniana del Poder, heroica y criminal, nutrida de arrogancias y de traiciones.

Dice, con harta razón, el gran polemista del fascismo, Malaparte: «Los golpes de Estado de Kapp, de Primo de Rivera y de Pilsudski parecen haber sido concebidos y ejecutados según las reglas de una táctica que no tiene nada de común con la táctica fascista.»

No hay propiamente diferencia; hay antítesis. Son distintos los arrestos, las tácticas y hasta el campo de operaciones. Mussolini toma el Poder después de años de lucha, tomando como campo de operaciones a Italia entera. Para un Primo de Rivera no hubo otro campo de operaciones que los muros de un despacho regio.

IV La organización del estado

Después de tomado el Poder estaba perfectamente trazada la línea de tareas que se presentaba ante el partido fascista. Era preciso organizar el nuevo Estado, reconstruir la sociedad italiana, formar los nuevos moldes sociales que habían justificado ante los ojos de la pequeña y la gran burguesía italiana el advenimiento del régimen fascista.

Era lo de menos en los primeros momentos que la organización técnica fuese más o menos perfecta. Lo importante era presentar un objetivo ideal ante los ojos de la nación; tremolar principios que apareciesen como subsuelo ideal del programa. Había que enarbolar consignas, acumular factores y fuerzas espirituales en cuya función se organizase el Estado y se justificase la política a seguir y al mismo tiempo injertar el partido dentro de la máquina estatal de tal manera que prácticamente fuese una misma cosa, un ente indiviso, la voluntad del partido como fuente originaria y la actuación del Estado como aparato de realizaciones.

Examinemos, pues, estos dos aspectos tan distintos y tan definidos dentro de los problemas que se presentaban al partido.

a) Dictadura de principios. Lo interesante, lo sustantivo, innegablemente era salvar a la burguesía italiana; organizar y estabilizar rápidamente la contrarrevolución. Esto exigía un cambio profundo en el complejo social; cisuras hondísimas, tremendas intervenciones de quirúrgica política en el seno de la sociedad italiana, desmoralizada con la guerra, destemplada con los tremendos años de convulsiones sociales.

Para justificar aquel cambio, para dar una razón suprema y elevada a cambios radicales, a actuaciones implacables sobre los organismos sociales en sus centros nerviosos más sensibles, era necesario poseer y tremolar principios simples, demagógicos, fanatizantes, de una fuerza inmediata, de un urgente motorismo, que galvanizasen la burguesía italiana y nutriesen de espíritu sus egoísmos, disfrazando de ideal la realización de las apetencias clasistas de los poderosos.

La psicología de las clases, cuya expresión social política era el fascismo, exigía que estos principios, en aquel momento histórico, fuesen los de patria, tradición, historia. Y así el fascismo inició rápidamente la trayectoria que ya se había señalado en el momento anterior a la toma del Poder: un contenido nacionalista del que no faltaban precedentes bien cercanos, bien inmediatos, como Corradini o Federzoni.

Pronto se estableció una concatenación de principios e ideas, cuyo esquema lógico podría bocetarse de esta manera: la patria, fuente de todo bien espiritual e histórico; la patria exaltada a la categoría de entidad abstracta, supresensible, por encima de tiempo y espacio; la nación, como expresión humana inmediata de la Patria, concepto sagrado y eterno; el estado, sagrado como expresión jurídica y legal de la nación; principio supremo e inexorable, como una categoría; y el partido fascista, inatacable y sagrado también por ser la fuente vitalizadora del Estado.

Manejando tales principios, y manejándoles precisamente con esa lógica, Mussolini derivó hacia las actuales formas del Estado fascista.

b) Enraizamiento del Partido en el aparato estatal. Con esa dialéctica, Mussolini iba directamente a la inserción del Partido en el Estado, incrustándolo como una institución sagrada y como un método insuperable de defensa.

Era necesario reservar al fascismo el control del Estado, y esto se logró injertándolo práctica y legalmente en todas las instituciones fundamentales.

El proceso de realización del fascismo culminó seis años después de apoderarse del Poder, en el decreto de 21 de septiembre de 1928, que erigió en órgano del Estado el Gran Consejo Fascista, con amplia autonomía, sesiones secretas y control sobre la presidencia del Gobierno y nombramiento de ministros.

Esta institución, nexo supremo del partido con el Estado, ha estabilizado a éste de tal manera en las instituciones, que la disolución del fascismo como partido, traería consigo la disolución de la actual forma de Estado.

De la misma manera que en este órgano de las altas esferas del Poder se unen Partido y Estado, fusionándose indisolublemente, en otros aspectos de la administración y del Poder se funden también personas e instituciones, estrechando cada día más el abrazo entre fascismo y estado, evolucionando hacia un monopolio absoluto, prácticamente conseguido ya, del Estado por el Partido.

V Características reales y características convencionales del fascismo

Es necesario distinguir con toda nitidez, en cualquiera manifestación de la política burguesa, las finalidades de los medios. La finalidad del fascismo es el afianzamiento de las posiciones de clase de la burguesía; los medios son los principios manejados para justificar su actitud y regir su política.

El examen de las finalidades no ofrece dificultad alguna. Basta examinar el aparato externo e interno del Estado fascista para darse cuenta de que todo él no es sino una especie de ocupación militar tomada por el capitalismo contra la revolución.

Es necesario, en cambio, agudizar algo más el análisis en el examen de los medios.

El fascismo es un sistema construido alrededor de un eje de principios. Estos principios son dos: uno político y otro social. Políticamente, hemos visto el carácter nacionalista, patriota y tradicionalista del fascismo; socialmente, se asienta sobre el principio corporativo, de considerar los organismos de producción como instrumentos del Estado, el trabajo como función estatal y los trabajadores como funcionarios del Estado.

Es necesario hacer una observación sobre cada uno de estos principios.

El principio político. Si buceamos un poco en la dialéctica fascista, veremos que, bajo toda la retórica nacionalista, bajo los lirismos oficiales y convencionales, no queda sino una vigorosa, una expresiva afirmación: todo en el Estado, nada fuera del Estado; nada contra el Estado.

Enseguida observamos que ese mismo principio puede vitalizar y robustecer otra especie cualquiera de tópicos. Lo esencial es precisamente establecer la supremacía categórica del Estado, callándose el hecho de que el Estado tiene un contenido de clase estrictamente burgués.

Despojada la concepción política de todo su colorido nacionalista, que no es sino el pretexto, la hojarasca retórica, las soflamas conmovedoras que necesita la Dictadura, nos encontramos con la primera esencia del fascismo: afirmar de una manera mucho más radical que los demás países burgueses el poder absoluto del Estado y al mismo tiempo identificar en la práctica el Estado con los intereses de la burguesía.

Ahora bien: notemos que cualquier otro país burgués puede lanzar las mismas afirmaciones, sentar su política sobre idéntica concepción y no derivar el pretexto, el colorido, si así queremos llamarlo, de los mismos postulados nacionalistas y tradicionalistas.

Vemos, pues, cómo hay una esencia del fascismo bajo toda su literatura oficial, incluso bajo aquellos principios que, al parecer, le son más íntimos, más inseparables.

El principio social. La otra característica esencial del fascismo es su legislación del trabajo. Habíamos dicho que el fascismo no es precisamente una dictadura que venga a detener el movimiento revolucionario, limitándose a reprimirlo con la fuerza y mantenerse a la defensiva; sino, por el contrario, una dictadura orgánica, que va más lejos: a dar una estructura tal al Estado, que el movimiento revolucionario sea imposible; que en la lucha de clases la burguesía tenga permanentemente el pie sobre la garganta de la clase trabajadora.

Esto pretende lograr el fascismo por medio de su legislación social. Teóricamente, es una legislación del trabajo inspirada en paradisíacos principios de justicia. No falta ni siquiera una declaración teórica de libertad sindical, establecida por las leyes de 3 de abril de 1926.

Pero la realidad es muy distinta. La Carta del Trabajo, de 21 de abril de 1927, dice en el párrafo III: «La organización profesional o sindical es libre», y, a renglón seguido, escribe: «Pero sólo el Sindicato, reconocido por la ley y sometido al control del Estado, tiene el derecho de representar legalmente todas las categorías de patronos o de obreros por las cuales fue constituido, defender los intereses de estas categorías frente al Estado o a las otras asociaciones profesionales, fijar contratos colectivos de trabajo obligatorios para todos los miembros de las susodichas categorías, imponer a estos miembros contribuciones y ejercer respecto a ellos funciones delegadas de interés público.»

Es decir: hay libertad sindical, pero la eficiencia sindical no existe sino es bajo el control del Estado.

Los Sindicatos son, por lo tanto, órgano del Estado. Y los obreros son, como dicen los fascistas, sus funcionarios. Ahora bien: como quiera que el Estado es absoluto, como quiera que su poder es tan vasto que, según frase de A. Mussolini, es inútil intentar fijar sus límites, y como quiera que ese Estado absoluto y omnipotente es burgués, ocurrirá que los obreros son funcionarios movidos ciegamente en manos de un Estado omnipotente que represente intereses de clase opuestos a los suyos.

Y la realidad es que el obrero no es un funcionario, sino un esclavo del Estado, como dice Hilario Belloc.

Al mismo tiempo que se maniata así al proletariado y se entrega el control de la producción, por medio de la unidad sindical a un estado antiproletario, la legislación va evolucionando, ya sin oposición, ya sin trabas, hacia un mayor beneficio para la burguesía. Así, valiéndose de este control sindical sobre la masa trabajadora, se toman medidas brutales y cesáreas: un día se reducen los jornales entre un 10% y un 30%, durante quince meses (1927 a marzo de 1928), y otro día, el 20 de junio de 1926, se implanta la jornada de trabajo de nueve horas. Son las reivindicaciones de la burguesía.

Estas medidas de legislación general y los miles de pequeñas batallas que a diario gana el fascismo contra los trabajadores, en cada pequeña industria, en cada caso concreto, son debidos a este principio de unificación del control sindical bajo el poder omnímodo del Estado absoluto burgués.

Esa es la segunda característica del fascismo: la utilización de una política sindical para las finalidades de la burguesía, como en el caso anterior vimos la utilización, para las mismas finalidades, de un principio político.

Observemos ahora que este principio sindical, esta manera de argollar a la clase trabajadora, manera mucho más eficaz y definitiva que cualquiera de las antiguas concepciones sindicales de otros estados burgueses, puede ser también utilizada por otro país europeo contra el proletariado, y en virtud de principios distintos a los utilizados por el fascismo.

Es decir: sin invocar los mismos temas líricos (Patria, Tradición, Nación, Historia), y sin seguir los mismos caminos tácticos de Mussolini (golpe de Estado, demagogia, viraje reaccionario) pueden instaurarse en otros países europeos los mismos métodos, las mismas premisas sociales del fascismo, y obtener con ellas idénticas finalidades, aunque vistiéndolas, eso sí, de ropaje distinto.

Hay, pues, dos características reales, efectivas, esenciales, del fascismo: a) principio de la soberanía absoluta, ilimitada, del Estado, sobre todos los derechos, identificando al Estado con los intereses de la burguesía; y b) unidad sindical forzosa, control sindical absoluto que entregue la clase trabajadora a las finalidades y arbitrio de ese Estado ilimitado y burgués.

Nada importa realizar esos objetivos esenciales en el nombre del tradicionalismo o en el nombre de la democracia (demagógicamente interpretada). Ellos son la esencia del fascismo, y realizarlos será realizar el fascismo, aunque se cubran con motivos opuestos a los manejados hábilmente por Mussolini y su jauría literaria oficial.

Esos principios realizados en nombre de la Tradición, la Patria y la Nación serán el fascismo italiano; y los mismos principios, realizados en nombre de otra serenata política cualquiera, serán esencialmente tan fascismo como el anterior, aunque lleve el nombre de otro país.

Lo que quiero hacer palmario es que los ejes teóricos vitales y eficaces del fascismo, los postulados en cuya virtud ha permitido a la burguesía tomar rotundamente sus posiciones de clase, son, en la dialéctica y en la realidad, absolutamente distintos y separables de la literatura de que estos postulados aparezcan rodeados, que puede ser no sólo distinta, sino contradictoria.

Supongamos que existe en Europa un país que viva dentro de un régimen republicano, liberal parlamentario. La burguesía de este país ve comprometido su equilibrio económico por las organizaciones sindicales y políticas revolucionarias del proletariado. Un día se inicia en un rincón del país un movimiento, que es ahogado con fusilamientos, cárceles y deportaciones. Al día siguiente, el movimiento se reproduce más lejos. Y así una y otra vez, debilitando la autoridad de los gobiernos burgueses, minando el equilibrio de la economía capitalista.

Y un buen día, a pretexto de estabilizar el orden, a pretexto de que la República es autoridad, a pretexto incluso de que hay que librar de convulsiones y demagogias a la clase trabajadora, empieza a lanzarse el mito del Estado; a reprimir sangrientamente toda la libertad en nombre del Estado, a exaltar idolátricamente el Estado en el Parlamento, la tribuna, la calle y el Poder y a identificar el Estado con los intereses concretos de la burguesía.

Supongamos que en ese mismo país existiesen, por ejemplo, dos centrales sindicales. Una de ellas, de gran moderatismo histórico; la otra, de firme trayectoria y violenta decisión revolucionaria. Supongamos que la táctica de aquel Gobierno burgués fuese atraerse una de estas centrales sindicales (la moderada, como es lógico), aproximarla al Poder, amamantarla al calor del presupuesto, introducirla, inclusive, en la responsabilidad del Gobierno. Esta política de protección, de preferencia injusta, de halagos para los dirigentes, de ventajas transitorias y demagógicas para las masas, haría totalmente afecta, totalmente gubernamental a esta organización. Al mismo tiempo, con la otra central sindical, con la revolucionaria, se intentaría parecida política. Visto, sin embargo, que solamente unos cuantos dirigentes se prestaban al doble juego, pero que la base sindical, la masa no se dejaba engañar demagógicamente, visto que los sindicatos revolucionarios persistían en su actuación netamente clasista, el Gobierno trataría de aniquilarlos, los reprimiría duramente, sangrientamente, fusilando, encarcelando, deportando, y al mismo tiempo procuraría destruir y dificultar la vida de aquellos partidos revolucionarios (supongamos que el comunista, supongamos que las organizaciones anarquistas) que ejerciesen control sobre la masa de la central sindical revolucionaria.

Con esta política, el Gobierno no haría sino debilitar el frente sindical revolucionario y fortalecer una línea sindical afecta, de la cual tuviera el control absoluto porque los dirigentes, frenando las masas y entregándolas desorientadas y engañadas al arbitrio de la burguesía, posibilitaban sus designios.

Al cabo de algún tiempo de esta política, el Gobierno, que por otra parte no habría tenido inconveniente en presentarse cínicamente como un Gobierno de izquierda, habría logrado el control sindical del país.

Habría realizado, por lo tanto, en virtud de principios aparentemente opuestos al fascismo, un proceso fascista. Y de continuar en la misma línea, de no poner fin el proletariado revolucionario a la dirección fascistoide del Estado, se llegaría, por caminos enteramente distintos, a los mussolinianos, a resultados enteramente idénticos: a tomar rotundamente las posiciones clasistas de la burguesía frente al proletariado.

Queda claro, pues, de qué manera el fascismo es algo genérico, una nueva orientación, una nueva directriz de la política burguesa contra la revolución, dentro de la cual caben muchos matices, muchos caminos distintos, pero orientados todos en igual sentido.

En ese país hipotético que hemos puesto como ejemplo sería innegable el proceso fascista y serían enteramente opuestos los tópicos oficiales manejados como motivo, como enseña del Poder.

Ahora bien: acerca del fascismo se han difundido, por ignorancia o por habilidad, ideas totalmente distintas. Se ha presentado al fascismo como una de tantas dictaduras nacidas al calor de un cuartelazo e inspiradas por la voluntad de un monarca absoluto.

Se ha comparado el fascismo a los cuartelazos de Carmona o Pilsudski, y a la carnavalada sangrienta de Primo de Rivera, sin echar de ver que estas dictaduras tomaron algún que otro elemento fascista (como lo toman muchos regímenes que se proclaman liberales y democráticos), pero que un matiz no es un sistema, y que va una honda diferencia de principios, estructura y procedimientos.

Se ha querido, sobre todo, escamotear ante los ojos de los trabajadores esas dos características fascistas, que acabamos de señalar, y que se desprenden de un análisis objetivo y exacto. La razón de intentar ese escamoteo es bien sencilla. La burguesía de todos los países, convencida en su fuero interno de que más tarde o más temprano tendrá que refugiarse, como último recurso, en concepciones fascistas, quiere ocultar a los pueblos en qué consisten realmente esas concepciones.

La burguesía ha aprendido de Italia, y bien lo demuestra el presente panorama de las luchas políticas europeas. La burguesía trata de ocultar al proletariado cuál es la esencia del fascismo, para que los trabajadores no ahoguen en sangre cuando los vean nacer, los síntomas de una evolución hacia los procedimientos y los principios fundamentales del fascismo.

Por eso la Prensa burguesa trata de dar al proletariado una visión y una referencia inexactas del fascismo. Tiene empeño en no manifestarle sus verdaderos puntales políticos y sociales, que más tarde o más temprano tendrán que soportar los trabajadores de los demás países. Aleja de valores contrarrevolucionarios primordiales, y coloca en primer plano características convencionales, que aunque sean en el régimen fascista una realidad, no son una realidad básica, sino una realidad transitoria.

Así leeremos a diario en la Prensa burguesa, con reiterada insistencia, que el fascismo es un régimen político dictatorial, cuyo objeto es sostener la monarquía y la iglesia italianas. Veamos brevemente la inexactitud de esta afirmación, analizando estas dos características convencionales del fascismo:

a) Monarquía. Las buenas relaciones entre la monarquía y el fascismo, es solamente una posición táctica en Mussolini. El duce necesitaba rodear al fascismo de motivos líricos, de mitos que, como el mito nacionalista o tradicional, le vitalizasen sentimentalmente. Uno de estos mitos es la monarquía italiana. Entre la burguesía tradicionalista, a quien últimamente utilizó Mussolini para el golpe de Estado, la casa de Saboya representaba la unidad de Italia, las grandezas románticas y oropélicas de una dinastía que había reinado en Italia bajo los convulsivos y dramáticos momentos del siglo XIX, que definieron la nueva nacionalidad italiana. Mussolini aceptó el trono y la dinastía como un valor nacional. Como un elemento auxiliar. En sus orígenes, el fascismo era republicano, y en los días inmediatamente anteriores a la marcha sobre Roma, vacilaba Mussolini, manteniéndose a la expectativa para determinar su posición ante la monarquía.

Oficialmente, el rey no ha hecho sino aceptar el hecho fascista; y, por su parte, el fascismo, dice uno de sus mejores conocedores, Eschmann, no ha llegado a hacerse fundamentalmente monárquico. Es más: en previsión de que un posible sabotaje real contra el régimen pusiera a éste en peligro, el Gran Consejo ha impuesto a la monarquía una serie de limitaciones (fijar el mandato real, determinar al heredero y hasta excluírle del trono).

Es, pues, secundaria la posición monárquica del fascismo; no es, ni mucho menos, forzosa ni esencial, sino cuestión de oportunidad para los fines concretos del fascismo.

b) Iglesia. Lo mismo, aproximadamente, ocurre con la Iglesia, aunque aquí las relaciones se han teñido alguna vez de abierta hostilidad por ambas partes. La Iglesia es políticamente una institución dominadora, avasallante, autoritaria. Estas son precisamente las características del Estado fascista. «Nada fuera del Estado ni contra el Estado.» Ni siquiera la Iglesia.

La Iglesia es un valor nacional, es una tradición italiana, y en tal sentido el fascismo la respeta, la considera y marcha ocasionalmente a su compás. Pero los valores tradicionales no pueden estar sobre el Estado ni a su margen, sino bajo él.

El Estado necesita las conciencias, pero las necesita en absoluto, integralmente, sin límites. Las organizaciones de balillas se apoderan de esas conciencias infantiles. Pero la Iglesia las necesita también, de la misma manera dominante y exclusivista. Ahí surgió la primera colisión en que Mussolini hizo ver a los católicos de Italia que el fascismo está sobre la Iglesia.

El Estado no puede tolerar, por otra parte, poderes políticos en su seno. Para restar fuerzas a la Iglesia siguió el camino aparentemente opuesto: conceder al papa la ciudad del Vaticano. Aparentemente, claudicación. En realidad, profunda habilidad diplomática: el papa ya no es un perseguido; ya no puede explotar la situación de mártir; ya no afluye el río de oro destinado a hacer llevadero el martirio.

La Iglesia se ve rodeada de una serie de limitaciones, tales como el reconocimiento del Poder italiano, que todo obispo debe hacer y declarar expresamente. La hostilidad que en su juventud todos los actuales jefes supremos del fascismo sintieron hacia la Iglesia, pues todos ellos, comenzando por el propio Mussolini, proceden de sectores del librepensamiento, no puede disimularse. Hay, por lo menos, una actitud de recelo y de tirantez tal que podemos calificar de verdadera necedad la afirmación de que el fascismo ha venido para mantener una institución, como la Iglesia, cuya Prensa ha clausurado varias veces, cuyos centros cierra con frecuencia, cuyo dominio va exterminando en las conciencias, arrebatándoselas a las organizaciones balillas, cuya situación económica ha debilitado con el hábil Tratado de Letrán de 1929.

No: Monarquía y Fascismo, Iglesia y Fascismo, se toleran, se respetan mutuamente; pero ni un solo momento el Partido Fascista abandona su actitud de dominio y, si fuere necesario, de violencia.

No es ese, ciertamente, el verdadero peligro, las esenciales características del fascismo. Son las otras, las que antes hemos visto, las que la burguesía oculta a las masas trabajadoras, porque sabe que ha de tener que recurrir a ellas, y quiere evitar que sean arrasadas en sangre cuando el proletariado revolucionario, en una u otra forma, bajo uno y otro disfraz, las vea surgir en la historia de la lucha de clases.

VI La demagogia del Fascismo aprendizaje, elementos y tacticas revolucionarias.

Habíamos aludido al carácter demagógico del fascismo, queriendo indicar con ello que en sus antiguas consignas, abandonadas en cuanto la toma del Poder se vio como una posibilidad, había contenidos de verdadero sentido revolucionario.

Aquellas consignas sirvieron al Mussolini de entonces, apegado aún a la idea de la revolución, para reunir bajo el control del Partido masas que habían de ser traicionadas rotundamente en el viraje de las consignas fascistas.

Pero su éxito contrarrevolucionario, éxito dilatorio, pero innegable, estribaba precisamente en el conocimiento que poseían los cabecillas fascistas de las fuerzas revolucionarias, precisamente por haber militado en ellas, ocupando, como Mussolini, estratégicos lugares de avanzada.

Los precedentes revolucionarios de Mussolini fueron su mejor escuela de capacitación para el golpe de Estado y más aún para la organización de la reacción burguesa. Mussolini trataba de organizar un estado antiproletario, y no podía olvidar que, como antiguo revolucionario, conocía el terreno que pisaba. Esto dio una seguridad a sus métodos que están muy lejos de disfrutar los demás dictadores pseudofascistas, llámense Carmona o Pilsudski.

Vayamos, pues, con método, analizando cuáles son esos precedentes revolucionarios:

a) Sorel y Marx. Mussolini, como discípulo de Jorge Sorel, poseía un conocimiento detallado de la doctrina y del panorama de las fuerzas sindicalistas en Italia. Un renegado, Rossini, colaboró con el Duce en la tarea de nutrir de ingredientes sindicales el fascismo.

En primer lugar aprendieron la táctica soreliana de la violencia, explicada en las Reflexiones sobre la violencia, del propio Sorel, libro, quizá, el más significativo del fundador del Sindicalismo.

En segundo término, se dieron cuenta del interés que podría tener la organización sindical de la producción, y esto les sirvió para comprender la definitiva importancia que para la hegemonía del Partido Fascista tendría el llegar a someter los Sindicatos al control del Estado.

Tienen, pues, raíces sorelianas los métodos y parte de la ideología fascista. Solamente que esos aspectos revolucionarios los toma el fascismo parcialmente, utilizándolos como arma contra la revolución; contra los intereses del proletariado.

De Marx aprendió Mussolini, antiguo socialista, una multitud de cosas, también para volverlas contra la revolución. Pero fundamentalmente una: la disciplina, que había de ser el arma que centralizase, realizando un modelo de regularidad y control, sus organizaciones fascistas.

b) Mussolini y la socialdemocracia. Este es otro aspecto de interés. Su permanencia en la socialdemocracia, viviendo horas emocionantes y eminentes, en la historia del Partido, le sirvió más tarde de mucho. Conocía con precisión cuáles eran las flaquezas, las debilidades y errores de aquellas organizaciones, y así operaba sobre seguro.

No solamente sus dotes de polemista y su audacia política le destacaron entre los mejores militantes italianos, especialmente durante la época de su labor en Avanti, sino su energía revolucionaria, probada en innumerables ocasiones, que hacía aparecer como imposible que Mussolini fuese el mismo hombre, que años más tarde iba a realizar la tremenda traición histórica del fascismo.

He aquí cómo le describe Pedro Nenni, en la cárcel, en una de las ocasiones en que padeció prisión: «Era lo que podía decirse un preso modelo. Su bondad con los compañeros de prisión no tenía límite. Todo lo excusaba y ponía en la cuenta de la iniquidad social... Y partía su comida con ellos, gustosamente.»

Este aspecto humano, unido a sus aptitudes revolucionarias, le convirtieron en uno de los líderes más estimados de los socialdemócratas. Más tarde iba a reclutar entre sus camaradas de entonces no pocos camisas negras, entregados, como él, a la reacción.

La socialdemocracia iba a ser uno de los obstáculos que se interpusieran entre su Partido y el Poder; una de las barreras que tendría que franquear, destrozándola. De mucho le sirvió conocerla como muy pocos en Italia.

c) Estrategia y táctica marxista. Reconocen los mismos apologistas italianos del fascismo que el triunfo de Mussolini fue debido a su dominio de la táctica marxista. Sabía cómo se hace y cómo se inutiliza la revolución proletaria. Aprovechó esos conocimientos para realizar la toma del Poder contra el proletariado, combatiéndole antes en sus centros nerviosos.

Malaparte dice, con absoluta verdad: «La táctica seguida por Mussolini para apoderarse del Estado no podía haber sido concebida más que por un marxista. No hay que olvidar nunca que la educación de Mussolini es marxista.»

No quiere decir esto que la táctica fascista para apoderarse del Estado fuese la misma que la que hubiera seguido el proletariado, sino que sólo un hombre educado revolucionariamente en Carlos Marx, había podido adivinar que la táctica para apoderarse del Estado su Partido debía ser precisamente la de impedir que lo conquistase el proletariado.

La situación revolucionaria era clara y precisa para el Partido comunista; pero la falta de control de éste sobre las masas, no permitió que la revolución social triunfase; el duelo por el Poder no se libraba sino entre la guardia roja y las camisas negras, con un cien por cien de ventajas a favor de Mussolini.

El duce supo en todo momento, tanto en el período de lucha contra las organizaciones obreras como en el de hostilización a los gobiernos liberales burgueses, observar aquellos dos inolvidables principios de Marx: la revolución debe mantenerse siempre en la ofensiva; la revolución debe comenzarse y llevarse hasta el final.

Y, con amplio éxito para su Partido, aplicó este sistema de combate al movimiento reaccionario que se enseñoreó de Italia.

d) Etapas y consignas. Donde se manifiesta el sentido demagógico de Mussolini, la utilización de principios falsamente revolucionarios, es en el viraje de su Partido, cuyas etapas fundamentales conviene bocetar brevemente.

Primera. La primera etapa del fascismo, es lo que pudiéramos llamar prehistoria del Partido. Expulsado Mussolini del Partido Socialista por su criterio intervencionista en la guerra, expuesto en un violento e inesperado artículo en Avanti, se escinde con él un importante grupo de intervencionistas. En 1919, firmada la paz, Mussolini reúne estos antiguos partidarios en Milán, durante el mes de marzo, y constituye sus fascios de combate. No tenían entonces consignas fijas; era un período de indefinición. Los fascios no se distinguían sino por un sentido absoluto, categórico, de la disciplina. El mismo año, después de algunas uniones infructuosas, actúa como partido autónomo en las elecciones, con éxito menos que mediano.

Segunda. A partir de 1919 empieza el Partido Fascista a desentenderse de sus contactos radicales con los socialistas y a buscar afiliados entre la burguesía. Abandona las antiguas consignas de reforma agraria, la industria a los obreros, &c. Comienzan a aparecer las consignas nacionalistas económicas, y la dirección sindical sentida por Rossoni y por el mismo Mussolini, adulterando la doctrina sindicalista con el criterio de paritaridad. Aún figuran en este período consignas, como la jornada de ocho horas, que iba a combatir en el Poder.

Tercera. A partir de 1921, cuando ya la toma del Poder se presenta como un hecho indudable y fatal, se condensan en su forma actual las consignas fascistas, y se da el viraje completo, enrolando partidarios fanáticos y decididos en las filas de la burguesía.

e) Premisas revolucionarias del sofisma fascista: Estado y Sindicatos. La dialéctica fascista, de carácter sustantivamente sofístico, ha extraído su consecuencia reaccionaria, su organización antiproletaria del Estado de dos principios auxiliares de la revolución, forjados al calor de ella.

Uno de esos principios es el postulado político de la fortaleza del Estado, postulado político transitorio de marxismo, ya que se concibe el Estado proletario como arma de realización del comunismo.

El segundo es el postulado social de control sindical por parte del Estado y sindicación necesaria de todos los trabajadores, principio de máxima eficiencia para el bienestar de la clase obrera y campesina, cuando el Estado es también un Estado de los campesinos y de los obreros.

Mussolini proclamó, indudablemente, en el subsuelo teórico del fascismo ambos principios, exagerándolos si cabe: supremacía indiscutible e ilimitada del Estado y actividad sindical sometida al control y potestad del Estado.

Pero en el primero de esos principios se encierra el sofisma de la identificación del Estado ilimitado y omnipotente con la burguesía. La conclusión ha de ser, necesariamente, la sumisión del proletariado a los intereses de la burguesía, expresados en el fascismo.

Es, pues, un manejo demagógico de dos principios nacidos y llevados a la práctica al calor de la revolución. Es uno de los muchos aprendizajes que el traidor Mussolini extrajo de la revolución.

VII El problema económico italiano: sus tres aspectos fundamentales.

Visto ya cómo el fascismo se apoderó el Poder y examinada su significación política y social, veamos cómo se ha conducido el Estado fascista ante los irresolubles problemas económicos que se planteaban en Italia, como en todo el mundo capitalista.

a) La economía del Estado. La situación financiera del Estado italiano, como consecuencia de los gastos de la guerra, es angustiosa, y mucho más desde que se concertó con la casa Morgan un empréstito de cien millones de dólares. El fascismo se encontró con un verdadero bloque de deudas de guerra que creaban una situación insostenible. Ideó una solución clasista de inmediato resultado: facilitar la creación de capitales; suprimir la mayor cantidad posible de tributos (sobre beneficios, sucesiones, &c.), para fomentar la concentración y desarrollo de los capitales; suprimir -sobre todo el 1923- impuestos y gravámenes sobre la gran industria, para sanear así la riqueza de las clases capitalistas y recibir más tarde de éstas la solución.

Pero el reverso de esta medalla era, por otra parte, la presión económica sobre el proletariado, que por algo estaba política y sindicalmente aplastado bajo la mano de hierro del Estado burgués.

Así pudo realizar el fascismo una leve mejora de la Hacienda pública, con un sentido de clases, a costa de los trabajadores.

Al tiempo que este leve respiro de la situación económica del Estado, se creaba una angustiosa situación para los Municipios, que veían ser absorbida por el Estado en su casi totalidad la capacidad tributaria de las personas.

Los principales municipios italianos viven bajo un déficit aplastante, que hace insostenible la vida financiera.

Por otra parte, las grandes empresas no han sido en general lesionadas en sus intereses. Teóricamente, el estado fascista tiene potestad para encargarse de ciertas industrias, estableciéndolas él mismo, si pareciese conveniente.

La realidad es, sin embargo, lo contrario. Las grandes empresas privadas siguen adueñadas de la situación, sobre todo, las industrias guerreras.

b) La situación del proletariado. Todo el desequilibrio económico del Estado y del Municipio pesa sobre el proletariado. Este, aprisionado en todos sentidos, coaccionado y sometido por todo género de organizaciones de fuerza, arrastra una vida desesperanzada, sosteniendo sobre sus hombros toda la vida económica de Italia.

Un mínimum de seguros y de ventajas mezquinas y relativas (seguro contra accidentes, retiro obrero, seguro contra la tuberculosos, el ineficaz seguro contra el paro, &c.), se opone como compensación a un máximum de cargas que hacen insoportable y desesperada la situación real del proletariado.

En todo momento, las crisis y apuros económicos se resuelven, sin indemnización alguna, a costa de los trabajadores. Un ejemplo de ello es lo ocurrido durante la crisis de 1926-27. No se logró resolver la crisis, ni siquiera con un sentido exclusivamente burgués. Se logró solamente aliviarla y de una manera artificial, a costa del esfuerzo de los obreros y los campesinos, pues se obtuvo una reducción de los precios mediante una tiránica disminución de los salarios.

Las leyes de rebaja de salarios, la sumisión de las organizaciones obreras como instrumentos en manos del Estado burgués y la ley de aumento de la jornada de trabajo, puede dar una idea de lo que es este paraíso de los trabajadores, modelo y final inevitable de la evolución de la burguesía en los demás países, incluso en aquellos donde los gobernantes y los gubernamentales fingen hacer más aspavientos de repugnancia.

c) Fase presente del proceso fascista. Los fascistas, que han convertido el Sindicato en órgano de las finalidades del Estado (burgués) más que en agrupación para la defensa de los intereses de los afiliados; que ha organizado al servicio de la burguesía lo que debieran ser sociedades de resistencia del proletariado; que saben perfectamente la imposibilidad de realizar totalmente el Estado corporativo, dadas las contradicciones económicas internas del régimen, no vacilan en afirmar que van hacia esa realización corporativa, que están todavía en la primera fase, en la fase sindical, anterior a la corporativa.

La realidad es distinta: la fase actual del proceso fascista es la de la acumulación de la propiedad, la de un centralismo ascendente, que marcha hacia una verdadera concentración del capital, fase, a su vez, última e insostenible del capitalismo, que no podrá indefinidamente prolongarse con ningún régimen.

VIII El Fascismo y Europa

Habíamos visto ya la distinción que hay entre los elementos genéricos o esenciales y los elementos específicos o adjetivos del fascismo. Según el país en que se produce, el fascismo, que ya es un fenómeno internacional, toma caracteres específicos distintos.

Lancemos una breve ojeada a los síntomas fascistas en el panorama internacional.

a) Hitler. La silueta voluminosa del hitlerismo se nos presenta como primera réplica europea al fascismo. Hitler toma gradualmente todos los elementos esenciales que caracterizaron al fascismo italiano.

La misma procedencia revolucionaria del líder, la misma leyenda heroica del frente, idénticas organizaciones de choques, parecidas luchas con la socialdemocracia y el comunismo, aunque en condiciones objetivas distintas.

Hitler, demagogo, sin el genio de Mussolini, ha querido hacer una servil imitación de lo italiano, así en lo genérico como en lo específico, añadiendo alguna otra nota o motivo demagógico que la situación especial de su país le ofrecía, tal como la revisión del tratado de Versalles.

En realidad, su movimiento trae aparejadas iguales consignas, igual trayectoria, idéntico compromiso de exterminar el comunismo, quimera que no conseguirán, pues mal exterminarán el glorioso partido comunista alemán los hitlerianos, cuando no han podido los fascistas exterminar el modesto y agrietado partido comunista de Italia. La decisión revolucionaria del proletariado permanece inextinguible contra todos los atentados y todas las ofensivas de la burguesía.

Hitler (imitador de Mussolini hasta en su libro Mi lucha), no ha merecido en general más que la indiferencia de los fascistas, que, por bajo de todas las alabanzas oficiales y corteses, sienten un auténtico desdén por el pendentiff germánico de Mussolini.

Por otra parte, Hitler, que no reúne ni el talento, ni la decisión audaz del duce, ha perdido, a juicio de los fascistas, ocasiones distintas de tomar el Poder, y ha derivado su táctica hacia una actuación parlamentaria, que podrá darle o no el Poder, pero que le llevará ya gastado a la conquista del Estado alemán.

b) Las dictaduras. Por lo que respecta a las distintas dictaduras europeas, ya tuvieran, tras la pantalla anodina de un Primo de Rivera, la voluntad de un rey absoluto, ya sean poderes personales de un Pilsudski o un Carmona, no tienen, por lo que se refiere a la toma del Poder ni a los contenidos sustantivos del Estado, contacto esencial alguno con el fascismo.

Tendrán, todo lo más, alguno de sus procedimientos de fuerza, alguna de sus organizaciones de choque o de sus maneras de abordar y cortar el nudo de los problemas sociales.

Representan, en realidad, tipos de Gobierno desprovistos de la novedad del fascismo, y mucho más ineficaces para el sostenimiento de la burguesía.

c) Instituciones democráticas y métodos fascistas: democracia liberal parlamentaria y socialdemocracia. La burguesía sabe muy bien que el régimen fascismo es un camino cuyo principio se conoce y cuyo fin se ignora. Sabe que representa la última carta de su existencia, porque los cambios son tan hondos que ya no se podrá volver al pasado ni intentar nuevas fórmulas.

Y por eso retarda todo lo posible y por todos los medios el decidirse por esta fórmula suprema y peligrosa, esforzándose en vivir dentro de un régimen liberal, que es su más querida expresión política.

Para defender el régimen liberal toma métodos fascistas. Y así como un fascista diría: todo, dentro del fascismo; nada, fuera de él, así las dictaduras parlamentarias de muchos países rectifican el antiguo principio de la convivencia y la libertad absolutas, y dicen: nada fuera de la democracia, el Estado democrático es para nosotros, posición enteramente sofística, pero que significa la adopción de métodos fascistas.

Al mismo tiempo, estos países donde se señala esta tendencia que ya se ha hecho notar varias veces (como Alemania, como Francia, &c.), tienden a la utilización de la enseñanza del fascismo sobre el control sindical y tratan de establecer, si no una organización sindical del Estado, como la fascista, sí una organización afecta que, pactando con la burguesía, ateniéndose a criterios reformistas, paritarios y colaboracionistas, frenen y detengan el impulso revolucionario de las masas.

Es evidente que este papel lo juega la II Internacional. Lo jugó durante la guerra europea; lo juega en los conflictos sociales del occidente de Europa. Por esto, el proletariado revolucionario denomina a los dirigentes de estas organizaciones con el neologismo político de socialfascistas.

d) Reflexiones sobre España. Dejando aparte el examen de las condiciones históricas objetivas de España y la realidad o irrealidad de una evolución hacia los principios esenciales del fascismo, haremos solamente alusión a un intento de imitación del fascismo italiano en todos sus aspectos. Me refiero a La conquista del Estado. Con este nombre se constituyó en Madrid, en los últimos tiempos de la monarquía, una entidad política que pretendía como su título y el de su semanario dejaba traslucir, la toma del Poder.

Era, realmente, un producto elaborado por una peña de intelectuales, inclinados hacia las soluciones políticosociales del fascismo. Todos los postulados de éste en Italia: nacionalismo, supremacía del Estado, corporativismo, culto a la patria, eran proclamados en el periódico.

La diferencia era táctica, pues el fascismo desarrollaba la táctica de la violencia y de la lucha contra el comunismo, como medio de conquistar el Poder burgués, mientras que La conquista del Estado, órgano de los fascistas platónicos, no hacía sino prometer actuar con iguales procedimientos, sin realizar la menor acción.

De todas maneras, es digno de citarse aquel ensayo fascista, realizado por unos jóvenes de talento, para que se vea el formidable poder mimético de este régimen, que tales entusiasmos despierta entre los medios financieros e intelectuales neta y específicamente burgueses.

Por lo demás, el panorama de las influencias fascistas en España, de las verdaderas influencias fascistas al margen de tresillos políticos como el de los jóvenes conquistadores, es complejo y digno de análisis detenido, pero cae fuera del objeto inmediato de nuestro estudio.

e) Tópicos y contratópicos sobre el fascismo. Ocurrió en España que, después de despistarse el público acerca de la verdadera realidad del fascismo, engañado por Prensa demasiado ignorante o excesivamente hábil, comenzó a valorar algo más justamente el fenómeno fascista.

Ya no se vio, como antes, en el fascismo, el tópico del dictador que viene a sostener la monarquía, ni del rey absoluto que realmente gobierna como el último Borbón español tras los dictadores, ni de la reacción primitiva de tipo clerical e insolvente. Fueron abandonándose estos tópicos, hasta estereotiparse el contratópico -mucho más cercano a la realidad- expresado en estos términos, que se oyen hoy en boca de muchos españoles, liberales hasta poco hace:

- No queda otra solución: fascismo o comunismo; dictadura y organización corporativa o revolución social; el Estado democrático liberal no podrá resolver los problemas sociales.

Este contratópico tampoco es rigurosamente exacto. Es cierto que todo Estado burgués que quiera sostener su contenido de clase, tarde o temprano, con uno u otro procedimiento, en nombre de uno u otro principio, adoptará la fórmula fascista. Pero es cierto también que en algunos países, la revolución social no dará tiempo a la burguesía para el tránsito, especialmente si la política internacional no se orienta (y es imposible que se oriente) por derroteros distintos.

También es inexacto que el dilema sea «comunismo o fascismo», pues no hay tal dilema. El porvenir, más o menos cercano, pero inexorable, no es dilemático, sino unilateral: comunismo. El fascismo será un ensayo de aplazamiento. Nada más. En algunos casos, tal vez algo menos.

La revolución social, bajo la gloriosa línea política de la Tercera Internacional, es el fin que espera a la burguesía de todos los países.

Por último, también se habla por los intelectuales acostumbrados a las más inefables confusiones, de la semejanza existente entre el Estado fascista y el soviético.

Es cierto, es exactísimo que el Estado fascista ha intentado aprovechar la lección rusa del año 17 y asimilarse para su defensa los procedimientos creados por el régimen soviético. Es cierto que ha imitado de la Rusia soviética la política de captación de la infancia; la atención predominante por la agricultura; el cuidado más extremado del ejército; el principio de autoridad del Estado; el arte genial de incrustar un partido político en el aparato estatal, fundiendo las organizaciones estatales con las del partido...

Es cierto que toda esa genial red de defensa y seguridad de que se rodeó el régimen soviético ha intentado Mussolini ponerla al servicio del Estado burgués, y que esto puede darle, para las personas de corta mirada, una semejanza relativa con el Estado ruso.

Pero basta un examen del sentido de las instituciones, de las finalidades del Estado y del funcionamiento mismo de sus organismos, para darse cuenta de la ligereza imperdonable que supone el hablar del parecido existente entre el Soviet, proceso de una construcción, y el Fascio, esfuerzo en la agonía de una clase.

IX Política de futuridad en el Fascismo

No bastaba al régimen fascista asegurarse las posiciones defensivas del Estado contra la revolución. Necesitaba también proyectar su política hacia el futuro, tendiendo a la conservación y afianzamiento del régimen.

En este sentido orientó toda la actual estrategia de las fuerzas nacionales burguesas, y en especial la misión educativa del Estado, tratando de captarse el espíritu de la infancia y de la juventud.

Es preciso que, a guisa de epílogo, examinados ya los fundamentos intrínsecos y las influencias exteriores del fascismo examinemos estos dos elementos de su política de futuridad: estrategia y conquista de la juventud.

a) Estrategia presente. Analicemos brevemente la disposición de las fuerzas nacionales de la burguesía para la conservación y garantía del régimen.

Fuerzas del partido. En primer término, destacan las organizaciones mismas del partido. El partido es la más firme garantía del Estado, pues es una institución del Estado mismo. Sus tres órganos supremos son el Gran Consejo, el Directorio y el Consejo Nacional. El Directorio es el eje vital del partido, del que dependen las organizaciones, federaciones provinciales y fascios locales. Su organización, fundamentalmente militar, corresponde a un concepto de defensa del Estado.

Ejército y milicia. El partido, que salvo grandes sectores de la grande y pequeña burguesía, no está enraizado en el pueblo, se esfuerza por conectarse e infundir su espíritu a las organizaciones estatales y sindicales más necesarias. El partido, por medio del jefe del Gobierno, es el amo supremo del ejército, pues sólo nominalmente compite el mando al rey. La flota está totalmente, como la aviación, en manos del partido, que ha puesto máximo interés en estos dos aspectos del armamento nacional. La milicia fascista, otra gran fuerza de la nación, es la garantía armada del partido.

Organos de opinión. Las leyes de Prensa, elaboradas por el Estado fascista, y el concepto de Prensa como un instrumento para la plasmación de la voluntad del Estado, hacen que prácticamente sea fascista toda la Prensa italiana. Unos periódicos, como el Pópolo d’Italia, son netamente fascistas; los demás, como Il Corriere della Sera, lo son prácticamente. Organos espirituales del partido son Gerarchia, Critica Fascista y Anti-Europa, revistas típicamente fascistas. El Gobierno, con su presión incesante sobre la legislación de Prensa, ha logrado una uniformidad casi absoluta en todos los periódicos italianos, destinados al servicio, propaganda y afianzamiento del régimen. No hay más periódico independiente que el Osservatore Romano, periódico pontificio que frecuentemente marcha en desabrido desacuerdo con el régimen. Frente a este género de Prensa están las publicaciones revolucionarias clandestinas, impresas o manuscritas, que coadyuvan al triunfo de la revolución, más o menos lejano, pero inevitable.

b) Infancia y adolescencia. Uno de los aspectos en que más ha trabajado el fascismo, ha sido el educativo. Lucha por obtener una cultura fascista, por captarse definitivamente el alma de los niños y los jóvenes.

La atención consagrada a la disciplina escolar y universitaria; el cuidado por evitar toda lectura o difusión de ideas antinacionales; el esfuerzo en crear un arte y una literatura exclusivamente fascistas, ponen de relieve el esfuerzo del partido por la conquista de la Universidad.

Pero donde con más empeño se lucha por la captación de las conciencias jóvenes es en las organizaciones juveniles, aspecto en que Mussolini ha pretendido aprender de los Soviets para provecho de su Estado.

En primer término aparece la organización Balilla (llamada así en recuerdo del joven italiano que en 1746 dio la señal de rebelión contra los invasores austríacos, apedreando a los soldados de aquel ejército). En esta organización forman los niños de ocho a catorce años; se les forma culturalmente fascistas y se les educa con rigurosa disciplina militar.

De los catorce a los dieciocho ingresan en las vanguardias, que continúan el mismo espíritu nacionalista y militar.

Paralelamente a estas organizaciones, hay otras juveniles femeninas, de parecidas finalidades.

Es una lucha hosca y cruel por perpetuar el Estado fascista en las conciencias jóvenes. Se trata de una organización compleja y perfectamente estudiada desde el punto de vista pedagógico, que tiene por objeto garantizar al futuro fascista.

Contra este sentido clasista de la educación opone el proletariado revolucionario, con mayor eficacia, sus pioneros y su internacional juvenil comunista.

Conclusión: El porvenir y el Fascismo

Llegamos, evidentemente, al final de nuestra tarea. Más que un farragoso intento descriptivo de instituciones y aspectos del Estado fascista, he procurado ofrecer un núcleo cohesivo de ideas fundamentales, que explican cuál es el sentido, la finalidad y el origen del fascismo, y cuál debe ser la posición revolucionaria frente a esta fórmula del Estado burgués.

El fascismo constituye, por lo que hemos visto, un perfecto Estado burgués, donde todos los aspectos de la vida, absolutamente todos, tienen un contenido antirrevolucionario y clasista, y donde se ha procurado que no exista una sola faceta de la sociedad en que la burguesía no realice una ofensiva, traducida en una toma militar de sus posiciones de clase.

Pero, por grande que haya sido la sagacidad organizadora del partido fascista, por agudas que sean las enseñanzas extraídas de los hechos revolucionarios, no han podido superarse las contradicciones internas del Estado.

No ya la lucha de clases, que sigue en pie, más fieramente que nunca, con más vigor, a pesar de todas las coacciones y las más sangrientas medidas represivas, pero ni siquiera la dualidad dentro de las capas burguesas, pues en el Estado fascista se agudiza, de día en día, de momento en momento, el conflicto entre el gran capital, que tiende a la concentración financiera, y la pequeña burguesía, que, en último término, ha constituido el frente de choque del fascismo.

El porvenir, a pesar de todos los esfuerzos, se presenta brumoso y hostil. La evolución de todas las potencias hacia fórmulas imperialistas, por necesidades económicas, crea conflictos entre los intereses de la burguesía de todos los países.

El capitalismo ha intentado ya, y lo intentará de nuevo, constituir su internacional, su frente único contra la revolución. No ha de conseguirlo. No se lo permitirá el desarrollo lógico de los sucesos; no se lo consentirá el propio proceso económico, que determina la inevitable incompatibilidad de los capitalismos. Ni le daría tiempo el proletariado de todo el mundo, cada día más unánime en el sentimiento revolucionario, cada día más compenetrado con la línea revolucionaria de la Tercera Internacional.

La burguesía buscará vanamente nuevas formas. El proceso económico tiene sus etapas fijas, y éstas se cumplen inexorablemente hasta llegar a su final: la revolución mundial.

El fascismo, bajo una y otra máscara, se impondrá como un mal menor en todos los países burgueses, si es que a todos les queda tiempo para realizarlo. Se atrasará cuanto se pueda, pues no desconoce la burguesía que al adoptarlo entra en un cauce irrevertible.

Pero será necesario poner en juego la última carta. El proletariado, sin embargo, está alerta. Aquellas palabras de Malaparte, cuando afirmaba que la Europa burguesa aprovecharía las enseñanzas de Rusia, se vuelven ahora contra ellos: la Europa proletaria aprovechará las enseñanzas de Italia.

El advenimiento de un régimen fascista, no significa sino dotar de suprema tensión las cadenas que oprimen al proletariado. Y el proletariado no ignora ya, que cuando las cadenas adquieren su tensión máxima, están más próximas que nunca a quebrarse.

Advertencia

Aprovecho esta nueva oportunidad de ponerme en comunicación con el público de Cuadernos de Cultura para hacer una advertencia a los lectores de mi anterior Cuaderno, Los separatismos.

Es la siguiente: Los separatismos fueron escritos en el verano de 1930, durante el Berenguerato, y, por causas ajenas completamente a la voluntad de mi querido amigo el señor Civera, y ajenas también a las mías, no pudo salir hasta después de proclamada la República.

Quedó, pues, retrasado (en lo informativo) con respecto a los acontecimientos, pero inalterable en cuanto a lo doctrinal y lo histórico, que era su carácter esencial.

Con respecto a mi propia evolución, quedó retrasado también. Desde 1931 a nuestros días han ocurrido tales cosas que las actitudes no pueden ser las mismas. Mis opiniones han cambiado de aquella fecha a la presente, en el sentido de una mayor radicalización, la radicalización que supone haber encontrado -por fin- la verdad política, en la línea revolucionaria que propugna este Cuaderno.

Y es, amigos, que la opinión no es sino una reacción entre las cosas y el sujeto. Cambian imprevistamente las cosas, y, permaneciendo el mismo sujeto, cambian también las opiniones, como resultado dual de circunstancia y sujeto.

Fuente: Filosofia.org

Sobre Santiago Montero Díaz

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