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La memoria de la Otra Europa

D.Jacinto Benavente: Cuando todo el mundo estaba ciego

D.Jacinto Benavente: Cuando todo el mundo estaba ciego


Llegué a Barcelona el 17 de julio. Iba de paso para S’Agaró, en donde pensaba pasar aquel verano. En el trayecto de Zaragoza a Barcelona ya pude darme cuenta por conversacio...nes, caras y gestos, de que algo grave ocurría o estaba para ocurrir de un momento a otro. Por aquellos días cundía la amenaza de una huelga ferroviaria, y en cada estación de parada temíamos que allí quedara el tren detenido, y no veíamos la hora, de llegar a Barcelona.

Llegamos con gran retraso, pero llegamos. Al llegar, en todo se percibía la gravedad de la situación. Por las calles, grupos de gente mal encarada, detenía los autos y se incautaba de ellos. Aquella noche todavía funcionaron algunos teatros, pero su aspecto era desolador. No creo que aquella noche, ni con la obra más regocijada, se hubiera reído nadie en un teatro.

En Barcelona, yo me hospedaba siempre en el Hotel Rítz, pero aquella vez, al llegar al apeadero de Gracia, no estaba el coche del hotel, y en mi prisa por verme bajo techado, decidí tomar el coche del Hotel Colón y pasar en él los dos o tres días que tardaría en seguir viaje para S’Agaró.

Pasé la noche tranquilo; de cuando en cuando me asomaba a mirar por el balcón el aspecto de la Plaza de Cataluña. Ni un transeúnte. El silencio y la soledad eran más amenazadores que lo hubiera sido un tumulto.

Ya de madrugada, frente al hotel vi unos autobuses, y a su alrededor muchachas y muchachos en disposición de pasar el día, era domingo, en el campo. Cuando aquellos jóvenes que, no podía dudarse, eran de las juventudes socialistas, se disponían a divertirse, era señal de que nada grave ocurría.

De pronto vi que las palomas de la Plaza de Cataluña alzaban el vuelo despavoridas y, todavía muy lejos, oí algunos disparos. Cuando volví a mirar a la Plaza, nunca pude explicarme por dónde ni cómo, los autobuses y la juventud socialista habían desaparecido.

Los disparos sonaban cada vez más cerca y más nutridos. Salí de mi habitación, y ya todos los huéspedes habían salido de las suyas, más o menos vestidos, y no diré que los hombres más asustados que las mujeres. Nos reunimos todos en el comedor del hotel, del que se echaron los cierres; pero no tardamos en advertir que el tiroteo se acercaba y algunas proyectiles sonaban ya sobre los cierres metálicos. El gerente del hotel dispuso que nos refugiáramos en la planta baja, en donde estaban las calderas de la calefacción y camaranchones y cuchitriles, en los que se amontonaban cajas y vasijas vacías, de todo tamaño y clase.

Los disparos sonaban ya dentro del hotel y a ellos respondían desde la Plaza. No cabía duda, estábamos sitiados. Los nacionales, al ser rechazados en la Telefónica, se hicieron fuertes en
el Hotel Colón y desde sus balcones disparaban contra los guardias de asalto, a los que pronto se añadieron un piquete de la Guardia Civil y una o dos baterías de campaña, que dispararon sus cañones, abriendo brechas en las habitaciones de esquina.

Una buena señora, especie de ama de llaves del hotel, quien, para no fallarle nada se llamaba doña Braulia, bajaba de cuando en cuando a confortarnos, con tan buen ánimo, que si alguien le preguntaba: «¿Cómo va eso?», sólo sabía decir: «Mal, muy mal; cada vez peor. No sé cómo podremos salir de aquí». Con esto, cada vez que se presentaba nos hechábamos a temblar.

Con todo, había quien se preocupaba porque era muy tarde y no nos daban de almorzar. ‘Todo el servicio del hotel había desaparecido; sólo quedaban el gerente y el ama de llaves.

Serían las tres de la tarde cuando cesó el tiroteo. Los sitiados, agotadas las municiones, con dos muertos y bastantes heridos, tuvieron que rendirse.

Se les obligó a dejar las armas en el vestíbulo del hotel y, ya desarmados, entró un piquete de la Guardia Civil, de aquella Guardia Civil que pronto veríamos, con brazalete rojo, al servicio de las hordas desmandadas. Salimos del hotel en busca cada uno de más tranquilo hospedaje.

Asi empezó para mi, el Movimiento en aquel 18 de julio inolvidable. Cuando muchos creían que todo había terminado, yo no lo creí nunca.

Aquello no era una asonada ni un pronunciamiento, no podía serlo; era la guerra civil, era más todavía: era él principio de una cruzada en la que cupó a España, una vez más, la gloria de ver claro cuando todo el mundo estaba ciego.

Art. publicado por D.Jacinto Benavente relatando lo sucedido en Barcelona la noche del 17 al 18 de Julio de 1936 Fuente

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