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La memoria de la Otra Europa

¿Sociedad de Naciones? ¡Comunidad de Pueblos! (Berlín julio de 1941)

¿Sociedad de Naciones? ¡Comunidad de Pueblos! (Berlín julio de 1941)

Lo que fue imposible a Ginebra y será posible en el porvenir

¿Hace en realidad sólo nueve años de todo esto? En el gran mirador de cristales del antiguo palacio de la Sociedad de Naciones, en Ginebra, se sentaban los 14 miembros del Consejo de la Sociedad, una tarde de febrero de 1932, en torno a la gigantesca mesa en forma de herradura. Las tribunas de espectadores y periodistas estaban casi vacías, pues en el orden del día figuraba un solo punto: «Protesta alemana contra Lituania en asuntos relacionados con la administración del país de Memel.»

Por la mañana, durante una importante reunión de la comisión de la gran Conferencia del Desarme, un periodista francés había permanecido un momento en pie ante la tablilla con el orden del día para la sesión de la tarde y murmuró, dando la vuelta con aire aburrido: «Ah bas, une querelle allemande.» Y como él pensaban no sólo la mayoría de los periodistas, sino también la mayor parte de los miembros de un alto consejo de la Sociedad de Naciones. El Presidente de esta reunión, el canoso abogado francés Paul Boncour, entonces ministro de Relaciones Exteriores, jugueteaba somnoliento con el pequeño martillo, cuyos golpes sobre la mesa presidencial anunciaban el principio y el fin de cada sesión con las fórmulas sacramentales «La séance est ouverte», o «La séance est fermée». El representante de China, que el día precedente había sido aún objeto del interés mundial durante los debates sobre la empresa japonesa de Shanghai, dormía profundamente, pero con tal exquisitez que se había intentado admirar su cómoda actitud como una realización artística. Los dos representantes lituanos conversaban quedamente en alemán en el extremo inferior de la gran herradura. Este hecho sólo podía asombrar al observador ignorante de que el Dr. Zaunius, ministro del Exterior, había sido asesor prusiano y de que el ministro en Berlín, Sidzikauskas, también hablaba mejor alemán que lituano.

Y en medio de este cuadro de una paz visiblemente aburrida en torno al verde friso de la mesa de deliberaciones leía el secretario de Estado Alemán von Bulow, en exquisito francés diplomático, la protesta del Gobierno alemán contra la vergonzosa violencia ejercida contra gentes alemanas por el Gobierno del minúsculo Estado lituano. Leía con la seguridad plena de que estos aburridos señores de la «Societé des Nations» no pensaban en poner remedio efectivo ni hubiesen estado de hecho y prácticamente, además, en condiciones de hacerlo.

¿Qué hubieran podido hacer?

La Sociedad de Naciones del año 1919 era una construcción de los autores de los tratados del arrabal parisino, que no estaba seguramente mal pensada de antemano, pero que adolecieron de faltas ingénitas, pues presidieron su nacimiento dos ideas fundamentales que se excluían mutuamente. La idea de la Liga de Naciones había surgido, por una parte, del horror estremecido de un mundo que había tenido que soportar durante cuatro años y medio la más cruenta de todas las guerras; por otra, las grandes potencias deseaban crear entre los sedicentes Estados vencedores un instrumento que les colocase en condiciones de transformar su concepción ideológica de una nueva estructuración de Europa y del mundo. Si los ideales políticos tan larga y ruidosamente proclamados por los estadistas aliados como sus fines de guerra hubieran establecido realmente una nueva ordenación europea, justa y razonable, no hubiesen sido necesarios la inquietud amarga y el temor consecuencia, primero, de las permanentes cadenas impuestas en los acuerdos de paz a las potencias centrales ni, después, crear en la Sociedad de Naciones un gremio destinado a ejercer vigilancia sobre los encadenados.

Pero, naturalmente, no se quería ni se podía, por otra parte, arrojar por completo por la borda, ante la propia opinión pública, ni tampoco ante las potencias centrales vencidas, aquellos ideales democráticos por los que se había pretendido tener que luchar durante cuatro años y medio. Por consiguiente, las formas democráticas se tenían que guardar mientras fuese posible en el pacto de la Sociedad de Naciones como expresión visible de la victoriosa ideología democrática.

Aquel ominoso artículo 16

Todas estas insuperables contradicciones internas fueron situadas unas junto a otras, con bastante independencia, en el articulado del pacto. Así se explica la promesa de desarme y así se explica también –juntamente con otras contradicciones lógicas del cuerpo del tratado– aquel ominoso artículo 16 que hablaba del compromiso de ayuda de los miembros de la Liga contra cualquier perturbador de la paz. La labor práctica de la Sociedad de Naciones en todos los grandes problemas políticos tenía que ser paralizada de antemano por estas contradicciones y sobre todo porque no sólo se exigía unanimidad en las decisiones del Consejo o del Pleno, sino especialmente porque no había un poder ejecutivo, que en caso de necesidad pudiera hacer cumplir por la violencia una decisión o una sentencia del Consejo.

Esta situación se hizo ya perceptible en los primeros años después de 1919 en forma extraordinariamente mortificante y perjudicial para el prestigio de la Liga. En todos los problemas de la delimitación de fronteras en el Este de Europa, que había quedado pendiente por completo en los tratados de paz, la Sociedad de Naciones tuvo que presenciar inactiva cómo sus tentativas de solución y decisiones eran rechazadas y desacatadas por los interesados –en primera línea por Polonia. Esto puede aplicarse también tanto al territorio de Sulwalki y al litigio de Wilna, como al problema de la Ucrania occidental. En todos estos casos, Polonia, miembro de la Liga de Naciones, no se preocupó en lo más mínimo por las decisiones de Ginebra.

No deja de relacionarse con esta situación que los círculos que tomaron realmente en serio la idea de la Sociedad de Naciones estudiaran cada vez con más interés el proyecto de proporcionar «dientes» a la Liga mediante un convenio internacional complementario, es decir, ponerle en situación de poder dar vigencia a sus decisiones, en caso de necesidad, por medio de la fuerza. El artículo 16 del pacto no era suficiente para esto porque –consciente o indeliberadamente– contaba con la aceptación teórica de claras relaciones jurídicas en el caso de perturbarse la paz y partía del supuesto de que el «agresor» era un concepto definido en todos los casos. En realidad, las cosas no se presentaban nunca con tan inequívoca claridad. Especialmente, por ejemplo, en el caso de que la Sociedad de Naciones pronunciase un fallo en virtud del cual el Estado A debiese emprender algo efectivamente en favor del Estado B. Si el primero desacataba el fallo y no actuaba, tenía que surgir la pregunta de si el Estado B debía ser considerado agresor de acuerdo con el pacto de Ginebra cuando intentase mediante la violencia ejecutar la sentencia de la Liga o del Consejo.

Teoría y práctica

En teoría –como se intentó de hecho más tarde en el acta arbitral de Ginebra de 1928– se podía sustentar la tesis de que todo Estado que se sustrajese al procedimiento arbitral para la solución de litigios internacionales o desacatase un laudo y o una decisión del Consejo, tenía que ser considerado como agresor. Pero esta teoría tropezó en la práctica con dificultades insuperables. Los Estados miembros de la Liga ginebrina, en primer término, eran verdaderos complejos exclusivamente independientes y soberanos con naturales intereses vitales de carácter político y dotados además, cuando menos, de ambiciones políticas absolutamente propias que se oponían con mucha más frecuencia que se hubieran cubierto con ellas.

Como el pacto de la Sociedad de Naciones no contenía una definición clara y coactiva del concepto «agresor», que hubiera bastado para dar vida propia a las prescripciones del artículo 16, fue necesario concertar acuerdos internacionales complementarios sobre esta decisiva cuestión. Pero tales acuerdos no pudieron lograrse prácticamente ni estaban siquiera dentro de las posibilidades políticas imaginables. En primer lugar, el círculo de los miembros de la Sociedad era demasiado amplio. En realidad, tenía que parecer injusto que algún miembro sudamericano tuviera que actuar en el Este de Europa o en Asia en favor de una acción decidida por la Liga. Por otra parte, tenía que dar motivo a graves reflexiones que una instancia internacional recibiese derecho a resolver sobre problemas de soberanía tan eminentemente nacionales como la intervención militar o de las fuerzas económicas de un Estado.

La absurda idea del Ejército de la Sociedad de Naciones

Sin embargo, el famoso protocolo ginebrino de 1924, cuyo padre espiritual fue MacDonald, entonces primer ministro inglés, intentó crear un acuerdo adicional al pacto de la Sociedad de Naciones que diese a la Liga un poder ejecutivo real. Tentativa que, naturalmente, estaba condenada al fracaso absoluto, aunque no hubiese sido muy hábilmente saboteada, a iniciativa de Francia, por los Estados de las Pequeñas Ententes y otros satélites franceses.

Pero aún era más absurda la idea de un «Ejército de la Sociedad de Naciones», surgida con el transcurso de los años en las formas más diversas. Semejante Ejército, sobre cuyo posible –o, mejor dicho, imposible– valor militar no es necesario gastar una palabra, no podía nunca llevarse a efecto porque las grandes potencias militares –entonces Francia sobre todo– debían poseer siempre, de acuerdo con el principio democrático de la paridad, adoptado en esta extraña institución, una decisiva superioridad que tenía que excluir de antemano el empleo de este órgano ejecutivo de la Liga de Naciones contra intereses de tales grandes potencias. Por consiguiente, Francia e Italia, como grandes potencias terrestres, e Inglaterra, como potencia marítima, continuaban al margen de las atribuciones ejecutivas de la Sociedad ginebrina; prescindiendo de que disponen siempre de suficientes medios de coacción política para impedir por anticipado la aprobación de una sentencia unánime del Consejo, adversa a sus intereses.

Pero, por otro lado, durante todo el tiempo de vida efectiva del organismo de Ginebra, precisamente la cuestión de apoyo dimanada del artículo 16 acarreó siempre disputas cuando se trataba de realizar la promesa de desarme contenida en el pacto. Como no hay un órgano ejecutivo internacional para las decisiones de la Liga –se argumentaba– tenemos cuando menos que mantener nuestros recursos militares nacionales con la fuerza necesaria para cumplir los deberes que nos impone el artículo 16. Por consiguiente, no podemos proceder al desarme o sólo en medida insignificante.

Pero con ello se había abandonado y reducido prácticamente al absurdo el supremo principio ideal de toda la Liga: la igualdad democrática de todos sus miembros dentro de la Sociedad. Las grandes potencias, que habían realizado la guerra mundial con la consigna de tales ideales democráticos, paralizaron con su peso el democrático y nivelador golpe de péndulo de los trabajos de la Liga, porque sus intereses individualistas de Estado figuraban naturalmente en primer término y la maquinaria política de la Sociedad de Naciones no era de ninguna manera el instrumento de una quimérica democracia mundial, sino –en lo fundamental– el instrumento de su política de Estado.

Decisiones y acuerdos enérgicos –sobre el papel

Como es natural, la impotencia de la Sociedad de Naciones, surgida de estas consideraciones fundamentales, pasó de los grandes problemas políticos también a aquella esfera de trabajo de la institución que no tenía ningún carácter político y en la cual se hubiera podido esperar que fuera la primera en dar resultados positivos. Lo mismo si se trataba del problema de reprimir el tráfico abusivo de estupefacientes o de medidas sobre la trata internacional de blancas.

Estos y en otros terrenos de trabajo que podríamos llamar «neutrales» eran los más adecuados para la labor de las comisiones. Seguramente, hoy yacen todavía en los archivos del Palacio de la Sociedad ginebrina, cuidadosamente ordenados, muchos quintales de valioso material científico, sobre todo de naturaleza estadística. Sin embargo, tan pronto como se trataba de deducir consecuencias prácticas de estos valiosos informes volvía a aparecer el habitual cuadro de Ginebra. En algunos terrenos especiales, como la represión del tráfico de estupefacientes, incluso se tomaron y aprobaron decisiones enérgicas. Pero, como cada una de ellas necesitaba para realizarse de un nuevo instrumento contractual internacional, puesto que las resoluciones de la Liga no tenían fuerza coactiva para sus miembros, en su calidad de Estados soberanos, todos estos acuerdos bosquejados por la Sociedad de Naciones no pasaron nunca del papel. Como había siempre varios Estados que se negaban a ratificar uno de tales convenios, existían tan grandes brechas en la red de los acuerdos planeados que con el transcurso del tiempo retiraban su ratificación incluso aquellos países que al principio la habían otorgado.

Así llegó Ginebra a convertirse en bolsa política

Esta situación, como es natural, se hizo más sensible en el aspecto de la gran política, en el cual, casi siempre, nunca se llegó a decisiones realizables de la Asamblea o del Consejo porque en casi todos los casos, los intereses políticos de los miembros discrepaban demasiado diametralmente, por anticipado, cuando había que lograr la necesaria unanimidad. Pero incluso cuando, después de terribles intrigas y vergonzosas transacciones, se lograba un proyecto efectivo de acuerdo –como en el caso del protocolo ginebrino de 1924– era aún más reducido que antes el número de miembros que en su calidad de Estados soberanos reconocían, mediante la ratificación, el carácter obligatorio del protocolo. El llamado de Ginebra, quizá el trabajo más trascendental de la Asamblea en el sentido de la idea rectora de la Liga, ha sido ratificado en el trascurso del tiempo sólo por muy pocos Estados y entre ellos ninguna gran potencia.

La consecuencia de estos continuos fracasos fue precisamente el creciente cansancio de los Estados pequeños y medianos, que comprendían cada vez más claramente que la institución de Ginebra nunca estaría en condiciones de llenar la misión originariamente asignada de juez arbitral reconocido en el mundo. Las sesiones del Consejo, celebradas cuatro veces al año, y la reunión anual del pleno de la Liga fueron decayendo cada vez más al nivel de bolsas políticas internacionales; cierto que aún se acudía regularmente a Ginebra, pero ya no para participar en los verdaderos trabajos de la Sociedad, sino porque allí se reunían los estadistas y políticos destacados de todos los países y había ocasión de celebrar conversaciones sin compromiso.

Cualquier observador atento podía advertir lo rápidamente que se hundía el prestigio de la institución en que incluso los círculos que pretenden haber sido por su ideología democrática los más enérgicos defensores de los verdaderos ideales de la Liga comenzaron hacia el año 1927 a considerar el carácter bursátil de toda la actividad ginebrina lo más esencial del organismo internacional. Era natural que semejantes manejos bursátiles, cuyo peso principal estribó ya pronto no en las salas de reunión de las comisiones y del Consejo y todavía menos en la tribuna oratoria del Pleno, sino en los pasillos y en los salones de refrescos o en el recinto de los hoteles ginebrinos, tuvieran como fruto casi exclusivo el rumoreo político. La gran prensa internacional encontró en ello la mejor coyuntura que podía imaginar y de manera gradual se cargó el acento en dirección del periodismo internacional irresponsable, que encontró aquí su mayor florecimiento, aunque no siempre el más delicado. A este florecimiento tenía que agradecer por completo la Sociedad de Naciones que su prestigio entre la opinion pública de muchos de los países asociados fuese constantemente consolidado a pesar de innumerables y notorios fracasos de la institución; pues la gran prensa no podía documentar mejor su poderío que mediante los tónicos que –en su propio interés– administraba gustosamente y con frecuencia al cuerpo de la Liga ginebrina, ya lamentablemente achacoso.

Naturalmente, no es posible dentro de la limitación de un artículo de revista exponer toda la historia clínica de la idea matriz de la Asamblea de Naciones. Después de que este organismo había fracasado en todos los grandes problemas que le fueron sometidos, desde el de crear un aparato ejecutivo para su propio fortalecimiento hasta su catástrofe en la cuestión del desarme y en el problema del conflicto chino-japonés, Inglaterra logró en 1935, con la ayuda de Francia y la Unión Soviética, llevar a efecto contra Italia algo así como una gran acción armónica de la Liga de Naciones. Pero incluso estas tristemente célebres «sanciones» mostraban en realidad, al considerarlas más detenidamente, sólo la impotencia del organismo ginebrino, pues casi fue tan grande el número de participantes en las sanciones como el de las reservas y restricciones que se hicieron por todas partes.

El sello: Traslado a los Estados Unidos

Después de la retirada de las tres grandes potencias alemana, japonesa e italiana, a las que siguió pronto otra serie de Estados, y del fracaso de las sanciones anti-italianas, la Liga de Naciones no tardó en aparecer como un cadáver incluso a los ojos de quienes continuaban creyendo por las más diversas razones en el éxito de cualesquier tentativas de resurrección. En realidad, sólo fue el sello que sancionaba una sentencia de muerte ya cumplida, que a fines de 1939 los restos de la secretaría de la Sociedad abandonasen el nuevo y fastuso Palacio de la rivera del lago Lemán y se trasladasen a los Estados Unidos, que nunca habían sido miembro de la Liga de Ginebra.

No se repetirá el experimento de la Sociedad de Naciones, erróneo en su principio y desafortunado en la ejecución. Tampoco los más fieles partidarios de la idea rectora de esta institución pueden tener reflexivamente este deseo.

Los fundamentos espirituales de la nueva Comunidad de Pueblos

Pero el desenlace de esta guerra traerá consigo el desenlace de una nueva asociación de pueblos europeos que no descansará sobre una construcción exangüe, sino sobre hechos políticos, económicos y sociales de peso decisivo.

Es lógico que aún no pueda precisarse en detalle la forma de esta nueva comunidad europea, instituida bajo la protección de las potencias del Eje. Sin embargo, ya se esbozan los fundamentos espirituales sobre los cuales puede construirse y se edificará esta comunidad. Mientras no haya terminado la guerra puede parecer casi temerario hablar de esta comunidad de los pueblos europeos, pues hay todavía una serie de países en el viejo Continente que lloran como una pérdida el derrumbamiento del viejo desconcierto y el fin de una eterna contienda en el reducido ámbito europeo. Este duelo de quienes han sido derrotados en la lucha por un ídolo increiblemente peligroso y sufren aún hoy las consecuencias del descalabro, es tal vez comprensible desde el punto de vista humano. Pero estos sentimientos deben ceder ante el interés bien entendido de todo el espacio occidental, pues en un mundo que cuenta política y económicamente con grandes espacios y continentes no hay ya lugar, por consideraciones prácticas, para un obstinado particularismo democrático.

Europa tendrá que luchar aún duramente después de eliminar definitivamente la influencia inglesa de nuestro continente para ocupar el lugar que le corresponde en el mundo. En esta lucha es necesaria una fusión de todas las fuerzas. Pero sabemos que también la más brillante fusión organizadora debe fracasar hoy a la larga si no es impulsada por una viva fuerza espiritual. Por tanto, la comunidad de pueblos europeos sólo cobrará vida real cuando se apoye en la realidad de una práctica social internacional que asegure a todos los miembros de la nueva asociación de destinos, la plaza que corresponde a su esencia, su valor y su capacidad social para la comunidad.

En lo concerniente a las formas de esta comunidad de pueblos europeos, hoy sólo puede decirse con seguridad: su punto de partida se diferencia radicalmente de las situaciones internacionales de que surgió el fracasado experimento de la Sociedad de Naciones y así se evitará por anticipado mediante la realidad política aquella contradicción interna propia de una construcción cimentada sobre teorías trasnochadas. Las potencias del Eje, como directoras políticas y espirituales de la nueva Europa, podrán abordar su reconstrucción con gran seguridad interior. Pero la nueva comunidad no sólo surge a la vida interiormente fuerte, sino que tendrá en los victoriosos Ejércitos de las potencias del Eje una protección de los pueblos edificada sobre la idea de una clara ordenación social y dispondrá con ello de aquellos «dientes» cuya falta determinó, no en último término, el derrumbamiento de la desdichada Sociedad de Naciones.

F. W. von Oertzen Berlín, primera quincena de julio de 1941

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