Blogia
La memoria de la Otra Europa

Testimonio: Manuel Valdés Larrañaga

Testimonio: Manuel Valdés Larrañaga

Amigo íntimo de José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange Española y miembro de su primer Consejo Nacional. En febrero de 1936, fue detenido junto a José Antonio y otros destacados dirigentes de la Falange. Al comenzar la guerra se encontraba en la cárcel Modelo de Madrid, pero se libró milagrosamente de la muerte. Desde la cárcel organizó el espionaje y el servicio de información de la falange en Madrid, lo que se llamó la quinta columna. Después de la guerra desempeñó importantes cargos políticos y fue nombrado embajador.

Estudié arquitectura en Barcelona y Madrid. Soy doctor en Arquitectura. Fui muy aficionado al deporte y llegué a ser campeón nacional de natación. Desde muy joven me dediqué a la política y milité en organizaciones monárquicas, hasta que, en 1931, conocí a José Antonio Primo de Rivera, del que me hice amigo íntimo. En 1933 se fundó Falange Española. Yo formé parte de su primer Consejo Nacional. Luego fui el primer jefe nacional del SEU y el miembro más joven de la Junta Política de la Falange que, al poco de iniciarse la guerra, se vio sensiblemente reducida por los asesinatos en la cárcel Modelo de Madrid. Yo también estaba allí, pero me libré milagrosamente de la muerte.

En las elecciones de febrero de 1936 me presenté por Asturias en la candidatura de Falange. La campaña electoral que hicimos por toda la región asturiana fue un éxito y sirvió para darnos a conocer como un movimiento nuevo y muy distinto a lo que significaba la CEDA, muy vinculada en el Principado al viejo caciquismo rural. Debido a lo exiguo de nuestros medios económicos, nuestra pretensión era exclusivamente de propaganda y de presencia política, sin esperar un resultado importante de votos. Sin embargo, quedó izada nuestra bandera de enganche, y bien alta, como la historia se encargó de demostrar.

El día de la fundación de la Falange Gallega, José Antonio me manifestó su descorazonamiento por las pretensiones meramente electorales de los gallegos con la siguiente frase: «los que nos quieren no nos comprenden y los que nos comprenden no nos quieren». Para poner remedio a este estado de cosas, en los actos públicos de la campaña asturiana puse en práctica la siguiente táctica: de entrada, los teloneros lanzaban un ataque frontal a la CEDA por su vinculación al progresismo masónico, lo que producía la inmediata salida del acto de los caciques del lugar, dando entrada, movidos por la curiosidad, a los que habían quedado fuera. Esto originaba un interesante cambio de público.

Al regresar a Madrid tras las elecciones y temiendo la persecución que se preveía contra nosotros, me fui a vivir a casa de un amigo. Pese a todo, fui detenido el 13 de marzo de 1936. Al llegar a la dirección general de seguridad ya se encontraban allí detenidos José Antonio y otros miembros de Falange. Al día siguiente ya estábamos en la galería de presos políticos de la cárcel Modelo de Madrid. Para no dejarnos libres se nos procesó con la pretensión de declarar asociación ilícita a Falange. También se nos quiso procesar como encubridores de los asesinos del catedrático de Derecho Jiménez de Asúa, llevado a cabo por algunos de sus propios alumnos, que, si bien algunos eran simpatizantes, no tenían dependencia o filiación con Falange.

La vida en la cárcel antes del 18 de julio estaba perfectamente programada. José Antonio había elaborado un plan que comenzaba con la misa a las ocho de la mañana. Como los políticos no estábamos sujetos a los horarios de los presos comunes, bajábamos al patio cuando lo desalojaban los demás reclusos. Aparte de las visitas en el locutorio general, recibíamos visitas en horas extraordinarias con la autorización previa del director. Las tardes las dedicábamos al estudio y la lectura. La comida nos la servían de distintos restaurantes de Madrid. A veces era el cocinero del suegro de José Antonio el que nos la servía. Finalmente, para simplificar, nos la traían de una taberna próxima de un tal Ananías, un personaje judaizante y cobarde, que cuando la cárcel pasó a manos de los milicianos denunció que Alejandro Salazar era quien pagaba nuestra comida, lo que le costó la vida a Alejandro.

Al Gobierno le inquietaba el gran número y la calidad de las personas que visitaban diariamente a José Antonio, y decidieron trasladarlo a la cárcel de Alicante, feudo político del director general de seguridad y de la propia masonería a la que él pertenecía. La sorpresa por el traslado y lo intempestivo de la hora dieron lugar a un duro enfrentamiento entre José Antonio y el propio director de la cárcel, el sr. Elorza, que ordenó maniatarle. José Antonio respondió diciéndole: «Con la misma cuerda que manda atar a sus detenidos algún día le ahorcarán».

El distanciamiento físico no pudo entorpecer la normal comunicación entre José Antonio, su Junta Política y los que trabajaban en la calle, ahora dirigidos por su hermano Fernando. Día a día seguíamos los preparativos del Movimiento. Tuvimos varias reuniones para discutir la conveniencia o no de que Falange participara en el Movimiento. Yo era de los que defendía nuestra participación, ya que partía del principio de que nuestra gente, participáramos o no, iría de todas formas al Movimiento. Gracias a confidentes, también teníamos informaciones precisas de cómo iba evolucionando la política en el campo marxista, así como de sus propósitos. Entre estas informaciones nos llegó una que nos pareció disparatada y que, tristemente, luego se confirmó: el propósito de crear Tribunales de Salud Pública, vulgarmente llamados Chekas.

Gracias a estos canales, el día 16 de julio por la tarde recibimos una comunicación de puño y letra de José Antonio en la que se nos anunciaba que el 17 por la noche comenzaría el Movimiento en Marruecos. La suerte estaba echada. Sabíamos que de no triunfar rápidamente el Movimiento en Madrid la junta política de Falange quedaría en una difícil situación que, como poco, nos llevaría a ser los últimos en ser liberados.

A partir del 18 de julio el panorama cambió radicalmente: se suprimieron las visitas, nos quitaron los aparatos de radio, se limitaron los paseos por el patio y los oficiales de prisiones se volvieron hoscos y represivos.

Entre nosotros crecía la angustia al ver que pasaban las horas y los días sin que la guarnición de Madrid se movilizara. Por fin, el día 20 tuvimos conocimiento de que el general Fanjul se encontraba en el Cuartel de la Montaña con todo listo para ponerse al frente de la sublevación de Madrid. El general, más político que militar, en vez de asumir una sublevación con todos los medios a su alcance, se limitó a encerrarse en el Cuartel, reduciendo el hecho a un pronunciamiento decimonónico que fue resuelto con escasos tiros y funestas consecuencias. El pensar que con una simple cuartelada cumplía con su compromiso de conjurado fue un error que costó muchas vidas entre presos políticos y militares y la suya propia. Con su fusilamiento en los primeros días de agosto se inició una larga serie de juicios y ejecuciones entre la guarnición militar de Madrid.

Visto lo visto, me pregunto si no debió ser el general Villegas el que se pusiera al frente de la sublevación con un plan de actuación militar que supiera unir a la totalidad de las fuerzas y que hubiera sabido sumar a la Guardia Civil y a los guardias de asalto. Un plan que se hubiera ejecutado el mismo día 18 de julio, aprovechando el desconcierto de las primeras horas y el compromiso de la totalidad de las unidades y la sagrada hermandad de la familia militar. La valiente comparecencia de todos los jefes y oficiales ante los tribunales que juzgaron la rebelión demostró que había auténtica madera para haber escrito una página gloriosa de haber tenido el mando adecuado. Lo que hubiera evitado una guerra civil y mucha sangre.

Desde la cárcel oímos perfectamente el tiroteo desde primeras horas de la mañana hasta su término al mediodía. Después se hizo un silencio que quedó roto por la llegada a la Modelo de los coches de la Guardia de Asalto repletos de militares de todas las graduaciones que venían en un estado lamentable. En días sucesivos se fue incrementando la llegada de detenidos tanto civiles y militares como políticos hasta convertirse en una auténtica riada humana.

Entre los políticos que ingresaron había desde ex ministros, hasta ex presidentes de gobierno, pasando por líderes de partidos políticos, republicanos incluidos. Todos ellos fueron fusilados en los siguientes meses sin juicio previo. Entre ellos estaba Melquiades Álvarez, fundador del Partido Reformista, un santón de la democracia y del republicanismo que, por un extraño conducto, recibía incluso prensa extranjera. Del periódico francés Le Temp nos leía con énfasis decimonónico la marcha de las operaciones militares. Cuando nos leyó el paso del estrecho de las unidades nacionales, lleno de entusiasmo y admiración por el general Franco, exclamó: «¡Éste va a ser un segundo Espartero!» Refiriéndose a la que él consideraba la máxima figura de nuestra historia moderna, el fundador del progresismo en España.

Para juzgar a la guarnición de Madrid se constituyó un tribunal especial presidido por un magistrado, Mariano Gómez, y completado con un jurado popular formado por milicianos del PSOE, de las JSU y de la Agrupación Anarquista. Por su actuación sangrienta y desalmada se la conoció como La Columna Gómez.

El día 22 de agosto, los presos comunes, atendiendo a un plan instrumentado entre La Pasionaria y un recluso comunista conocido como Doctor Muñiz, simularon un incendio en el cual quemaron los ficheros, mataron a algún oficial de prisiones y posteriormente escaparon. La huida del resto de los funcionarios permitió la entrada de grupos, previamente organizados, gritando que los presos políticos y los militares sublevados querían escaparse. Así la cárcel quedó en manos del populacho y nosotros a su absoluta merced.

Al día siguiente, desde las ventanas de la galería de políticos, vimos cómo alguno de los presos comunes que abandonaban la cárcel prendía fuego al cuarto donde estaban los ficheros. Aquel día ni salimos al patio ni comimos y, a partir del medio día, ya no vimos a ningún oficial de prisiones. A media tarde, desde las ventanas y azoteas de las casas contiguas, comenzó el ametrallamiento del patio de la 1ª galería, donde estaban ubicados los militares sublevados, provocando un muerto y varios heridos. Al mismo tiempo, en nuestra galería irrumpieron una especie de comisarios que trataban de atemorizarnos diciendo que habían quemado la cárcel (sin decir quién) y que no sabían lo que allí podía pasar. Más tarde, cuando casi había anochecido, entraron milicianos armados con mosquetones y pistolas y se apropiaron de todo aquello que pudiera tener algún valor. El registro nos dejó perplejos y sospechamos que algo grave podía pasar. Ya de noche y entre la luz de las velas con las que paliábamos la falta de luz eléctrica volvieron a irrumpir otra vez los milicianos diciendo: «no queremos vuestro dinero, queremos vuestras vidas». Entre culatazos nos trasladaron a la 1ª galería, que había quedado desierta, ya que a todos los militares detenidos se les había ubicado en el patio.

El espectáculo recordaba a las estampas de la Revolución Francesa: ex presidentes del Gobierno, ex ministros, políticos, aristócratas y presos en general tirados por el suelo o medio sentados esperando su suerte. Reflejando en sus rostros la angustia de una muerte segura. Frente a nosotros, milicianos y mujerzuelas que se paseaban entre los presos con un morboso deseo de sangre.

Entre los milicianos que pululaban había unos campesinos de Jaén que llevaban sombreros de paja de ala ancha y otros de tipo más urbano con pañuelo rojo al cuello y zapatos 'entaconados', que parecían proceder de los barrios bajos de la capital. Había también mujeres desgreñadas de ojeras grisáceas que nos miraban como si fuéramos seres extraños. Todos ellos como emergidos de las entrañas de la tierra. Seres a los que no había visto antes, ni volvería a ver.

Hacia medianoche, después de un detenido reconocimiento hicieron la primera saca eligiendo a los de más edad: Martínez de Velasco, ex presidente del Gobierno y ex ministro; Melquiades Álvarez, ex presidente de la cámara de diputados; Álvarez Valdés, ex ministro de justicia y el Dr. Albiñana, fundador del Partido Social Popular. Los cuatro ancianos subieron la escalera con la mirada perdida, insensibles a los culatazos de los milicianos y a los insultos de las mujeres. Al cabo de una hora oímos la descarga de su fusilamiento. Más tarde supe que durante esa hora los milicianos hicieron, según su manera y estilo, una especie de juicio sumarísimo popular antes de proceder a fusilarlos en los sótanos de la cárcel.

Un buen rato después hubo otra saca que incluía también a ex ministros y parlamentarios. Y, ya casi al alba, se produjo una tercera, de la que no pudieron librarse ni Andrés de la Cuerda, secretario de José Antonio, ni su propio hermano Fernando Primo de Rivera, entre otros.

Durante aquella interminable noche toda mi obsesión era buscar la manera de que al día siguiente se pudiera identificar mi cadáver, por lo que decidí anotar mi nombre en la camisa. Luego pensé que había hecho una estupidez e intenté borrarlo. Me vino la idea de que si llegaba el amanecer podría salvarme. Y así fue. También pensaba en las tropas del general Franco, que no podían estar distantes, ya que sabíamos que ese mismo día se habían librado combates en Maqueda, un pueblo de la provincia de Toledo.

A primera hora de la mañana se nos hizo saber que podíamos estar tranquilos, que se habían acabado los fusilamientos. Unos tribunales especiales nos juzgarían a todos los presos políticos y el que no tuviese una culpabilidad determinada se iría a su casa o al frente.

Desde aquel 22 de agosto nuestra situación cambió sustancialmente. El personal de prisiones fue sustituido por milicianos del PSOE y de las agrupaciones anarquistas. La dirección de la cárcel pasó a manos de un político marxista y las sacas nocturnas continuaron.

El comienzo de la guerra había coincidido con la celebración en una plaza vecina a la cárcel de una de las típicas verbenas de barrio. A pesar de los acontecimientos no fue trasladada y todos los días oíamos la musiquilla del tiovivo que, indiferente a nuestra tragedia, nos recordaba como la vida seguía.

A los pocos días comenzaron los juicios, para lo cual necesitaban rehacer los ficheros de los detenidos. Al preguntarme por mi nombre dije llamarme José María Batllé Larrañaga y surtió efecto el engaño, ya que cuando al poco tiempo comparecí ante la cheka lo hice bajo esa supuesta identidad. Dije ser un aparejador de Bilbao de paso por Madrid al que habían detenido en un café de la calle de Alcalá por indocumentado. Debieron creerme, ya que mi comparecencia no tuvo consecuencias. No fue así para tantos otros que eran llamados ante el siniestro tribunal a cualquier hora del día y de la noche. Esto hizo que la vida entre septiembre y octubre se convirtiera en una auténtica tortura. Por la noche sólo conseguíamos conciliar el sueño a medias, porque el menor ruido de pasos sobre el suelo metálico nos hacía despertar sobresaltados. Esto podía pasar hasta dos y tres veces en una misma noche. La emoción y curiosidad que experimentábamos son de muy difícil descripción. Cuando los pasos se acercaban a la altura de nuestra celda... y luego seguían... O cuando se detenían en puertas próximas... O cuando la que abrían era la nuestra y preguntaban por alguno de los allí presentes.

Al irse acercando las tropas nacionales a Madrid los trabajos de la cheka fueron acelerándose y extendiéndose desde primeras horas de la mañana hasta bien avanzada la noche. Llegó un momento en que las sacas se hacían a suertes sobre el fichero, de manera que un día les tocaba a los de la C y otro a los de la R. Comenzaron, además, a sacar a mucha gente de la cárcel. Los menos para ser trasladados a otras, los más a un destino mucho más siniestro: Paracuellos del Jarama.

A principios de noviembre se produjo la llegada a la cárcel de la Brigadas Internacionales y
al poco tiempo, la víspera del ataque nacional por el Puente de los Franceses, de la columna
de Durruti. El ruido de los transportes militares y la intranquilidad que nos produjo aquella
situación nos hizo pasar la noche en vela. Efectivamente, a la mañana siguiente, la cárcel
comenzó a ser bombardeada, hecho que fue aprovechado por algunos para escapar. Otros se
refugiaron en los tejados esperando la llegada salvadora de las tropas nacionales, pero fueron
apiolados allí mismo. Algunos se ofrecieron como camilleros y consiguieron escapar e incluso
pasarse a las líneas nacionales en pleno ataque. En medio de ese caos llegó herido el propio
Buenaventura Durruti, que tras ser asistido, volvió al frente de su columna. Al terminar la
mañana, en camilla, y escoltado por un grupo de anarquistas, volvió su cadáver. Al parecer, con
algunos tiros en la espalda.

Al renacer la calma a la mañana siguiente, se decidió evacuarnos a la totalidad de los presos.
Sin haber amanecido aún se nos mandó formar en la galería advirtiéndonos de que dejáramos
cualquier utensilio personal con el pretexto de lo limitado del espacio en los autobuses.
Todo indicaba que nuestro destino era Paracuellos y, efectivamente, la columna de autobuses
enfiló por la calle de Alcalá. Al llegar a la altura del Retiro, la columna recibió ordenes nuevas y
cambió de dirección. Milagrosamente fuimos realojados en la cárcel de Porlier. Luego supe que
aquella mañana nuestro traslado fue imposible debido al intenso bombardeo que estaba
sufriendo la carretera que llevaba a Paracuellos, prolongación de la calle de Alcalá.

En Porlier nos alojaron en un sótano al que llamaban Galería Provisional en unas condiciones
higiénicas y de hacinamiento terribles. A los pocos días estuve a punto de ser puesto en
libertad gracias al encargado de negocios de la Embajada de Argentina en Madrid, pero en el
último momento aquello se frustró debido a la casualidad de que el funcionario que vino a
buscarme había estado anteriormente destinado en la Modelo y descubrió mi auténtica identidad.

Justo cuando peor parecía que iba a irme, todo quedó olvidado gracias a que en ese
momento la autoridad carcelaria destapó, en medio de un gran revuelo, una trama de mercadeo
con la libertad y la vida de los internos por parte de los responsables de la cárcel, que fueron
inmediatamente depuestos y, a su vez, encarcelados. Esto me permitió volver a ser por un
tiempo José María Batllé y ser trasladado a la 6ª galería, en unas condiciones mucho mejores.
Incluso me entregaron un petate para dormir.

A finales de abril del 37 me trasladaron inesperadamente a la cárcel de Duque de Sexto,
donde se me comunicó que iba a ser juzgado sumarísimamente por rebelión militar bajo mi
auténtica identidad. Tras un aplazamiento, que me permitió preparar mi defensa, fui juzgado y
condenado a veinte años de internamiento en un campo de trabajo por auxilio a la rebelión,
algo muy distinto a la inicial petición fiscal de pena de muerte. Indudablemente la deriva que
había tomado la guerra había hecho que las condenas se vieran suavizadas por la prudencia.
Este criterio no debía de ser compartido por Cazorla, el Director General de Seguridad,
quien ordenó mi secuestro y traslado a una cárcel clandestina en un palacete de la calle Serrano.
Salvé la vida gracias a que en una dependencia cercana se hallaba también secuestrado Raimundo Fernández Cuesta. Para combatir la piorrea usaba un colutorio que le preparaban en
una determinada Farmacia. Raimundo convenció a sus captores para que se lo proporcionaran
y el farmacéutico, al serle requerido, se dio cuenta de que el destinatario no podía ser más que
Fernández Cuesta. Tirando de ese hilo y con la activa colaboración del Ministro de Justicia Irujo
dieron con nosotros y fuimos devueltos a nuestras respectivas cárceles.

El episodio de mi juicio y posterior secuestro y liberación despertaron en el director de la
cárcel una reacción de humana simpatía y de respeto, que se materializaron en una serie de
favores, visitas y contactos con el mundo exterior que fueron para mí de extraordinario interés. Gracias a esto, pude ser trasladado al Hospital Prisión, un lugar mucho más indicado para comenzar la reorganización clandestina de Falange. Aparte de un régimen penitenciario mucho más laxo y tolerable, la pieza fundamental para mi propósito fue, de nuevo, el propio director de la prisión, un anarquista llamado Primitivo Requena, que me autorizó a recibir en su despacho, y a solas, a quien quisiera. Esta situación nos permitió crear una organización verdaderamente eficaz en el auxilio a nuestros camaradas y en la colaboración con nuestros servicios de información. En pocos meses llegó a contar con miles de militantes.

Dos años más tarde, cuando se produjo el golpe de estado del coronel Casado, le propuse a
Requena que abriera las puertas de la cárcel para evitar la posible matanza que la entrada de
los comunistas podría producir entre los presos. A cambio él se vendría conmigo a un refugio
seguro. Mi propuesta fue aceptada y así me vi por fin libre y listo para preparar la entrada de las tropas nacionales en Madrid. Vinieron entonces unos días de febril actividad que culminaron en una reunión con todos los jefes de las distintas banderas y algunos asesores militares para hacer un estudio exhaustivo de todos los supuestos de actuación en adelante.

Cuando todo quedó perfectamente dispuesto, pensé que lo mejor que podía hacer era pasar
a la zona nacional valiéndome de los pasos de que disponía el Servicio de Información del
Ejército Nacional. Justamente la víspera de mi partida, Antonio Garrigues me concertó una
entrevista con el nuevo miembro del Consejo Nacional de Defensa, Julián Besteiro, a fin de
explorar su postura ante las negociaciones para poner fin a la guerra. A última hora de la tarde
llegué a su despacho que se encontraba en los sótanos del Ministerio de Hacienda. En la habitación, que más bien parecía una celda, se encontraba acostado y en pijama el propio Besteiro, demacrado y enfermo. Escuché con atención sus pretensiones y sus ideas de cómo debía llevarse a cabo la rendición, pero me di cuenta de que, desgraciadamente, todos sus buenos deseos llegaban demasiado tarde. Al final me confesó que era un hombre que terminaba sus días aplastado por todo aquello que había defendido. Besteiro era un hombre honrado, el
último romántico de la política. Al despedirse dijo conocer mi intención de pasarme y me previno contra las patrullas comunistas.

Unos días después y tras agotadoras jornadas de marcha llegué a Burgos. Me instalaron en
el hotel Condestable, centro de la vida política de la capital de la España nacional. El hormigueo
de políticos, periodistas y financieros que allí encontré causaron mella en mi ingenuidad
falangista. Aquel clima distaba mucho del espíritu de servicio que en la Falange aprendimos
de José Antonio. Permanecí unos días en Burgos y me entrevisté con un sin fin de autoridades.
Incluso, tuve el alto honor de ser recibido por su Excelencia el Generalísimo Franco. Pero, dadas
mis obligaciones, no me fue posible desplazarme a Oñate, donde mis padres habían pasado
toda la guerra. Pude, eso sí, hablar por teléfono con ellos.

El día 28 de marzo de 1939 se me comunicó mi nombramiento como Jefe provincial de
Madrid y que ante la inminente entrada de nuestras tropas debía de ir allí a hacerme cargo de
mi puesto. Partí de inmediato y, dos días después, el pueblo de Madrid recibía a las distintas
unidades victoriosas de Franco con profundas muestras de alegría y lágrimas de emoción.
Después de la guerra desempeñé diversos cargos políticos y fui embajador. De las cosas de
las que estoy más orgulloso es de haber gestionado directamente en Alemania la vuelta de los
voluntarios de la División Azul tras la segunda Guerra Mundial.

Pienso que la guerra fue inevitable y que la posguerra siguió el único camino posible para
la recuperación de España, fruto de ello es la España actual. Franco no sólo salvó a España, sino
que la transformó socialmente, y, después de la victoria, España desembocó en una estructura
social más justa, sin parangón con lo anterior ni precedente alguno. Los españoles, gracias a
todo esto adquieren una nueva mentalidad y le prestan sus derechos al trabajo, a la sanidad
pública y a todas las prestaciones de la seguridad social. A pesar de que la posguerra fue dura,
nos veíamos avanzar día a día. No se dejó resquicio alguno para la demagogia marxista al convertir al proletariado en clase media, fuente de estabilización social. Ahora las cosas se olvidan y tergiversan, pero es porque todavía está muy próxima la historia y porque se ha contado de una manera sectaria, con un aparato de poder que necesitaba esa manipulación para instalarse, pero llegará ese período de estudio sereno y reflexivo de los acontecimientos que devolverá hechos y nombres al lugar que les corresponde. Estoy seguro de que así sucederá con aquella época, que fue la nuestra y con el hombre que fue nuestro guía y capitán.

Publicado en El Mundo

0 comentarios