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La memoria de la Otra Europa

Tradición

Alberto Lombardo: Del simbolismo de la hacha

Alberto Lombardo: Del simbolismo de la hacha

 

El término hacha (ascia en italiano y hache en francés) existe en nuestras lenguas de manera casi invariada, sin obstar su transcurso, desde hace milenios. En efecto, corresponde al término latín ascia, que deriva de la forma indoeuropea *aksi/*agwesi, que los lingüistas han reconstituido en base a las comparaciones entre el término latín y el término gótico aqizi, el término del viejo alto alemán ackus (en alemán moderno Axt, en inglés ax, adze) y el griego axi(on). Sin embargo, me parece necesario precisar que es ésta una forma indoeuropea occidental; pues, los lingüistas han reconstituido igualmente la forma oriental, sea *peleku, esta vez en base a una comparación entre ciertas formas lingüísticas griegas y sánscritas. Es así cómo el pelícano, a través de un proceso bastante interesante, se ve asimilado a la hacha, a causa de su gran pico característico.

El hacha reviste una importancia enorme, como lo atestigua el pasado arcaico de los indoeuropeos. Adams y Mallory explican que, durante el neolítico, las hachas, en Eurasia, estaban hechas de sílex tallado o de otras piedras capaces de ser labradas. De otro lado, se trataba generalmente de hachas planas; pues, sin embargo, en ciertas culturas neolíticas más tardías, hallamos rápidamente hachas dotadas de una perforación para permitir el emplazamiento de un mango. Estas hachas son calificadas como “hachas de combate”; cuando se las encuentra en sepulturas, como por ejemplo las de la cerámica encordada (sobre todo en las regiones septentrionales de Europa, en donde se habla de la “cultura de las hachas de combate”), son con toda evidencia instrumentos o armas considerados como “viriles”. Son por ello los emblemas de una sociedad patriarcal y guerrera, puesto que, tal y como lo escribió Adriano Romualdi, «la cultura nórdica no presenta ningún indicio de matriarcado: los ídolos femeninos están ausentes, la estructura familiar es sólida, las tradiciones de caza y de guerra atestiguan una cultura eminentemente viril». Por su lado, E. Sprockhoff, formula ciertas observaciones extremamente interesantes sobre la hacha de guerra en el seno de la antigua cultura megalítica; asimilando la hacha primordial al dios de la tormenta, el cual, en los tiempos más lejanos, era también el dios del cielo y del sol. Según este investigador alemán, «se consagran a esta poderosa divinidad hachas de ámbar y de arcilla, como por otro lado también hachas en miniatura. Así, la mujer germánica es portadora posteriormente del martillo de Thor a modo de joya, suspendido de una cadena; y, del mismo modo, las poblaciones nórdicas de la edad de la piedra más alejada portaron al cuello tal ornamento, en tanto que perlas de ámbar en forma de hacha bipenada, símbolo del dios de la tormenta y de los días, un dios que ya no tiene nombre hoy en día para nosotros. La hacha de combate se ha convertido simplemente en el símbolo de la más alta divinidad» (ex: Die nordische Megalithkultur).

La irrupción del hacha de combate en las regiones del sur y del este, atestada por los descubrimientos arqueológicos, muestra cómo se desarrollaron las diferentes fases de penetración indoeuropea; identificándolas evidentemente en las puntas de lanza más avanzadas de las conquistas cimerias y tocarias: «El testimonio concreto de esta migración – escribe Adriano Romualdi – está en la llegada súbita a China de una cantidad de armas occidentales, las que datamos en Europa entre 1.100 y 1.800 años a. C., que no tenían ningún antecedente en Asia». El hacha es, en suma, el símbolo del dios celeste supremo y del espíritu creador de nuestros más lejanos ancestros.

[Traducción de Enrique Bisbal-Rossell. Estudio aparecido en La Padania, el 14 de octubre de 2001].

Fuente: Centro studi la Runa

Nuestra Europa: Musée des parachutiste

Nuestra Europa: Musée des parachutiste

Pagina web del museo

Julius Evola: La Navidad solar (1940)

Julius Evola: La Navidad solar (1940)

Sobre el plano espiritual, la doctrina de la raza debería tener al menos, entre otros, dos resultados de una gran importancia. En primer lugar, provocando un retorno a los orígenes, debería aclarar los significados más profundos de la tradición y de los símbolos,oscurecidos en el curso de los milenios y que hoy no sobreviven sino fragmentados y bajo la forma de costumbres o fiestas convencionales. A continuación, la doctrina de la raza debería revivificar la concepción del mundo y de la naturaleza, limitar todo cuanto de racionalismo, de profano, de cientifista, y de fenomenológico, desde hace siglos, seduce al hombre occidental, pues todo ello está estrechamente relacionado. En cuanto al sentido viviente y espiritual de las cosas, de los fenómenos, encontraremos las mejores referencias en las concepciones solares y heroicas que son propias a las más antiguas tradiciones arias.Pocos sospechan hoy que estas fiestas aún celebradas en la época de los grandes rascacielos, la televisión, los grandes movimientos de masas en las ciudades, perpetúan una antiquísima Tradición, que nos refieren a los tiempos, donde, casi en el alba de la humanidad, se inició el movimiento ascendente de la primera civilización aria. Una tradición en la que se expresa menos una creencia particular de los hombres que la gran voz de las mismas cosas. A este respecto, es preciso decir, ante todo, que en el origen, la fecha de Navidad y la del principio de año, detalle generalmente ignorado, coincidían. Esta fecha no era arbitraria, sino que estaba en relación con un acontecimiento cósmico preciso: el solsticio de invierno. En efecto, el solsticio de invierno cae el 25 de diciembre, que posteriormente se convirtió en la fecha de Navidad pero que en el origen tenía un significado especialmente"solar", y esto ya en la Roma antigua. La fecha del nacimiento, en Roma, era la del nuevo Sol, Dios invencible –Natalis Solis Invicti-. Con ella, día del sol nuevo –Dies Solis Novien- la época imperial comenzaba el año nuevo, el nuevo ciclo. Pero esta "Navidad Solar" de Roma en la época imperial, nos remite a su vez a una tradición más antigua de origen nórdico-ario. Por lo demás, el Sol, la divinidad solar, se menciona ya entre los deiindigetes. Las divinidades de los orígenes romanos, herederas de ciclos de civilizaciones todavía más antiguas. En realidad, la religión solar del período imperial, fue muy ampliamente recuperada, casi como un renacimiento, lamentablemente alterado por diferentes factores de descomposición, de la antigua herencia aria. La prehistoria itálica pre-romana es por otra parte muy rica en rastros de cultos solares: carros solares, discos con radios, cruces de todos los tipos, sin exclusión de la svástica, grabadas, por ejemplo, sobre hachas arcaicas encontradas en el Piamonte y la Liguria. Se puede así constatar el paso, en Italia antigua, de una tradición que, desde la Edad de Piedra, deja, huellas idénticas a lo largo de los itinerarios de las grandes migraciones ariooccidentales y nórdico-arias. Símbolos, signos, hierogramas, rudimentarias anotacionesde calendarios o de astrología, representaciones sobre vajillas, armas, ornamentos, enigmáticas disposiciones de piedras rituales o de cavernas; luego, más tarde, ritos y mitos que sobrevivieron en las civilizaciones más tardías. Si se estudian estos vestigios según los nuevos puntos de vista, propios a las investigaciones espirituales y raciales del mundo de los orígenes, se encuentran testimonios concordantes y unívocos sobre la presencia de un culto solar unitario, centro de la civilización de los pueblos arios primordiales, pero también de la importancia que tenía la fecha "de Navidad" para ellos, es decir, de la fecha del solsticio de invierno, el 25 de diciembre. Para evitar cualquier equívoco en el espíritu de algunos lectores, subrayamos que cada vez que hablamos de un culto solar prehistórico, no entendemos una forma inferior de religión naturalista e idolatrica. Si es una fábula estúpida que la antigua humanidad y sobre todo la de la gran raza aria, divinizara supersticiosamente los fenómenos naturales, por el contrario, es del todo exacto que la Antigüedad concibió los fenómenos naturales,esencialmente como símbolos sensibles de albergar significaciones espirituales, es decir, más o menos, como soportes ofrecidos a los sentidos, por la naturaleza, para presentir estos significados transcendentales. Quien haya podido decir en ocasiones que aquello sucedió en otros troncos y en otros pueblos, podemos decirle, aunque ello no pruebe nada, que el paso de ciertos cultos cristianos a formas supersticiosas, es bastante frecuentes en algunas poblaciones incultas y fanáticas. Superada cualquier forma de malentendido, el significado simbólico de expresiones arcaicas arias como "Luz de los hombres", o "Luz de los campos" (Landa Ljome) aplicadas al sol quedan perfectamente claras. Se puede pues comprender que el curso del sol a lo largo del año, con sus fases ascendentes y descendentes, se haya planteado en términos de un grandioso símbolo cósmico. En esta trayectoria, el solsticio de invierno constituyó una especie de punto crítico, vivido en una perspectiva dramática durante el período en que los arios originarios no habían abandonado aún las regiones, sobre las que se había abatido un clima ártico y la pesadilla de una larga noche. En estás condiciones el punto del solsticio de invierno -el más bajo de la eclíptica- aparecía como aquel donde "la luz de la vida" parecía apagarse, desaparecer, precipitar en la tierra helada y desolada, en las aguas o en la sombra do los bosques, de donde, inmediatamente se eleva de nuevo desprendiendo una nueva claridad. Entonces, nace una nueva vida, se inicia un comienzo, se abre un nuevo ciclo. La "Luz de la vida" se vuelve a alumbrar. El "héroe solar" surge o renace de las aguas. Más allá de la oscuridad y del frío mortal, se vive una nueva liberación. El Árbol simbólico del Mundo y de la vida se anima con nuevas fuerzas. Está en relación con todos estos significados que, ya en la época de la prehistoria, milenios antes de la era vulgar, un gran número de fiestas sagradas celebraron la fecha del 25 de diciembre, como fecha del nacimiento o renacimiento, en el mundo como en el hombre, de la fuerza solar. 

Pocos saben que incluso el tradicional Árbol de Navidad, todavía en uso en numerosos países, pero relegado al papel de juguete para niños y de costumbre para las familias burguesas, es una supervivencia miserable de la antigua y severa tradición aria y nórdico solar. Este árbol, siempre de la familia dé las coníferas, semper virens, planta que no muere durante el invierno, reproduce el arcaico Árbol de la Vida o del Mundo que, en el solsticio de invierno, se ilumina de una nueva luz, expresada precisamente por las velas que lo decoran y que se alumbran en esa fecha. En cuanto a los regalos que se cargan en sus ramas -hoy simples regalos para niños- representan efectivamente el simbólico "don de la vida", propio de la fuerza solar que nace o renace. Pero el momento donde el semper virens (la planta que permanece verde y que no muere jamás) se renueva y se ilumina en el simbolismo primordial es idéntico a aquel en el que el "héroe solar" surge de las aguas. Según un mito que se ha perpetuado hasta la Edad Media, tras haber jugado un papel importare en las leyendas relativas a Alejandro Magno, el Árbol Cósmico es también un Árbol Solar en relación estrecha con el llamado "Árbol del Imperio", Arbor Solis, Arbor Imperii. Esto nos lleva a considerar otro aspecto interesante de estas tradiciones, que nos permitirá referirnos más particularmente a la antigua romanidad. 

El mitraismo, o el culto a Mitra es la forma más tardía asumida por la antigua religión ario-irania (mazdeísmo) en una formulación particularmente adaptada a una mentalidad guerrera. Este culto se extendió en el Imperio romano; bajo Aureliano, la fecha de la "navidad solar" o solsticio de invierno, el 25 de diciembre, se identificaba con la del Natalis Invicti, es decir, con el nacimiento de Mitra considerado como un héroe solar. A propósito del mitraísmo en Roma sería muy superficial por no decir equivocado, hablar sic et simplicer, de "importación" o de "influencias orientales". Oriente en aquella época era muy complejo, figuraban elementos muy heterogéneos, y entre ellos, indudablemente, algunos rasgos importantes y no corruptos de la más antigua herencia espiritual de los pueblos arios e indo-europeos. En cuanto a la relación que se estableció entre Mitra y la Navidad solar romana, un eminente estudioso confirmó pertinentemente que no constituía una alteración, sino más bien una renovación del calendario romano según el antiguo aspecto astronómico y cósmico, que había tenido en los tiempos primordiales de Rómulo y de Numa y que confería a las fiestas el significado de grandes símbolos en la coincidencia de sus fechas con las grandes épocas de la Vida del Mundo. Tras lo cual, se vuelve importante examinar el atributo de Invictus-Aniketos, dado a Mitra, al héroe solar en la nueva concepción romana. Es un atributo "triunfal". En las tradiciones ario-iranias originarias, y en las que les son próximas, es el atributo de cualquier naturaleza celeste y, en particular del sol (cuya luz triunfa sobre las tinieblas) fuerza uránica luminosa contra la cual las potencias de la noche y de la sombría tierra son importantes. Pero en Roma, vemos que el epíteto, Invictus, se convierte en el título imperial de los Césares; y sabemos, por otra parte, que el mitraísmo era menos el culto a una divinidad abstracta que la voluntad de infundir a los iniciados, gracias a una cierta transformación de su naturaleza, la cualidad misma de Mitra. Lo que explica la tendencia a concebir simbólicamente y analógicamente el atributo solar, dotando de él al hombre y haciéndolo la marca y el tipo de un ideal superior de humanidad, es decir, de una suprahumanidad. Al igual que el sol renace, eterna y victoriosamente de las tinieblas, igualmente una eterna victoria interior sobre la naturaleza mortal e instintiva se realiza en el individuo que una virtud mística vuelve, en general, verdaderamente digno de la función regia, el jefe, el Dux. Es así como Roma veneró a Mitra y en Mitra veneró al héroe solar, un fautor imperii y como se establecía una estrecha relación de simbolismo solar con las ideas de realeza y de Imperio, bajo su forma más elevada. Tal relación un relieve particular en las tradiciones heroicas de los antiguos pueblos arios, como ya hemos dicho estudiando la doctrina mística de la "gloria". No deseando detenernos en ello, nos limitaremos a recordar la presencia de significados idénticos en la antigua Roma. 

La Victoria Caesaris, es decir, la fuerza triunfal mística simbolizada por una estatua que se transmitía de un César a otro, refleja exactamente las más antiguas tradiciones ario-iranias de la realeza y del Hvareno; pues no olvidemos que el Hvareno equivalía a una misteriosa fuerza solar de invencibilidad y de gloria que investía a los jefes, haciendo algo más que simples mortales y testimoniando su victoria. Una antigua efigie del Sol representa este dios simbólico con la mano derecha elevada en gesto "pontifical" de protección y la mano izquierda manteniendo un globo, símbolo de la dominación universal. En otra representación, sin embargo, se puede ver a este Dios que transmite el globo al Emperador, junto a una inscripción refiriéndose a la "solidaridad", a la estabilidad y al Imperium de Roma: SOL CONSERVATOR ORBIS, SOL DOMINUS ROMANI IMPERII. Otro medallón particularmente interesante lleva, en el anverso, la imagen del Emperador con la cabeza ceñida del semper virens, con el follaje siempreverde, mientras que el reverso representa al dios solar con el globo y además, una svástica (de lo que constatamos así la presencia igualmente en la Roma antigua de este símbolo) y la inscripción: SOLI INVICTO CONITI (al Dios solar, compañero invencible).Otra imagen, conservada en el Museo del Capitolio, nos muestra la asociación del símbolo del Sol Sanctissimus con el águila, el animal fatídico de Roma, del que se creía que portaba el espíritu y el alma de los Emperadores muertos lejos de la pira funeraria, hacia el cielo. No pensamos que sea casual afirmar que estos testimonios, que se podría multiplicar, nos hablan de un verdadero y real mandato divino solar, alma viviente de la función imperial de los Césares que, para nosotros, en el mundo antiguo, fue una especie de última luz de significados arcaicos que se perdieron poco a poco.En la antigua semana romana, el "Día del Sol", era el día del maestro, y este sentido se conservó en las épocas sucesivas bajo el vocablo domenica en italiano, sonntag en alemán o sunday en inglés para este día que festeja literalmente el "Día del Sol" reflejando así la antigua concepción solar aria. Algo de la sabiduría de los orígenes parece pues haberse conservado, de cierta manera, en la fiesta anual de Navidad, aunque la celebración del nuevo año se haya disociado. El simbolismo de la luz se ha conservado -y si recordamos también en el Evangelio de Juan se dice: "Erat Lux vera,quae illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum"- así como el atributo de"gloria" que permanece posteriormente. En los monumentos del primer período romano el símbolo solar está unido al de la cruz. En la tradición aria y nórdico-aria, y en Roma, el mismo tema tuvo un alcance no sólo religioso y místico, sino también sagrado, heroico y cósmico al mismo tiempo. Fue la tradición de un pueblo, a quien la naturaleza, la gran voz de las cosas hablaron de un misterio de resurrección, de nacimiento o de renacimiento de un principio no sólo de "luz" y de vida nueva, sino también de Imperium, en el sentido más alto y más augusto de la palabra.

Fuente: Tsunami político

¡¡¡ Ven y cógelas !!!

En busca de nuestras raices (X): Malta

Ernst Jünger: La Tradición

Ernst Jünger: La Tradición

Tradición: para una estirpe dotada de la voluntad de volver a situar el énfasis en el ámbito de la sangre, es palabra fiera y bella. Que la persona singular no viva simplemente en el espacio. Que sea, por el contrario, parte de una comunidad por la cual debe vivir y, dada la ocasión, sacrificarse; esta es una convicción que cada hombre con sentimiento de responsabilidad posee, y que propugna a su manera particular con sus medios particulares. La persona singular no se halla, sin embargo, ligada a una superior comunidad únicamente en el espacio, sino, de una forma más significativa aunque invisible, también en el tiempo. La sangre de los padres late fundida con la suya, él vive dentro de reinos y vínculos que ellos han creado, custodiado y defendido. Crear, custodiar y defender: esta es la obra que él recoge de las manos de aquéllos en las propias, y que debe transmitir con dignidad. El hombre del presente representa el ardiente punto de apoyo interpuesto entre el hombre pasado y el hombre futuro. La vida relampaguea como el destello encendido que corre a lo largo de la mecha que ata, unidas, a las generaciones... las quema, ciertamente, pero las mantiene atadas entre sí, del principio al fin. Pronto, también el hombre presente será igualmente un hombre pasado, pero para conferirle calma y seguridad permanecerá el pensamiento de que sus acciones y gestos no desaparecerán con él, sino que constituirán el terreno sobre el cual los venideros, los herederos, se refugiarán con sus armas y con sus instrumentos.


Esto transforma una acción en un gesto histórico que nunca puede ser absoluto ni completo como fin en sí mismo, y que, por el contrario, se encuentra siempre articulado en medio de un complejo dotado de sentido y orientación por los actos de los predecesores y apuntando al enigmático reino de aquéllos de allá que aún están por venir. Oscuros son los dos lados, y se encuentran más acá y más allá de la acción; sus raíces desaparecen en la penumbra del pasado, sus frutos caen en la tierra de los herederos... la cual no podrá nunca vislumbrar quien actúa, y que es todavía nutrida y determinada por estas dos vertientes en las cuales justamente se fundan su esplendor sin tiempo y su suprema fortuna. Es esto lo que distingue al héroe y al guerrero respecto al lansquenete y aventurero: y es el hecho de que el héroe extrae la propia fuerza de reservas más altas que aquéllas que son meramente personales, y que la llama ardiente de su acción no corresponde al relámpago ebrio de un instante, sino al fuego centelleante que funde el futuro con el pasado. En la grandeza del aventurero hay algo de carnal, una irrupción salvaje, y en verdad no privada de belleza, en paisajes variopintos... pero en el héroe se cumple aquello que es fatalmente necesario, fatalmente condicionado: él es el hombre auténticamente moral, y su significado no reposa en él mismo únicamente, ni sólo en su día de hoy, sino que es para todos y para todo tiempo.

Cualquiera que sea el campo de batalla o la posición perdida sobre la que se halle, allí donde se conserva un pasado y se debe combatir por un futuro, no hay acción que esté perdida. La persona singular, ciertamente, puede andar perdida, pero su destino, su fortuna y su realización valen en verdad como el ocaso que favorece un objetivo más elevado y más vasto. El hombre privado de vínculos muere, y su obra muere con él, porque la proporción de esa obra era medida sólo respecto a él mismo. El héroe conoce su ocaso, pero su ocaso semeja a aquel rojo sangre del sol que promete una mañana más nueva y más bella. Así debemos recordar también la Gran Guerra: como un crepúsculo ardiente cuyos colores ya determinan un alba suntuosa. Así debemos pensar en nuestros amigos caídos y ver en su ocaso la señal de la realización, el asentimiento más duro dirigido a la propia vida. Y debemos arrojar lejos, con un inmundo desprecio, el juicio de los tenderos, de aquellos que sostienen cómo "todo esto ha sido absolutamente inútil", si queremos encontrar nuestra fortuna viviendo en el espacio del destino y fluyendo en la corriente misteriosa de la sangre, si queremos actuar en un paisaje dotado de sentido y de significado, y no vegetar en el tiempo y en el espacio donde, naciendo, hayamos llegado por casualidad.

No: ¡nuestro nacimiento no debe ser una casualidad para nosotros! Ese nacimiento es el acto que nos radica en nuestro reino terrestre, el cual, con millares de vínculos simbólicos, determina nuestro puesto en el mundo. Con él nos convertimos en miembros de una nación, en medio de una comunidad estrecha de ligámenes nativos. Y de aquí que vayamos después al encuentro de la vida, partiendo de un punto sólido, pero prosiguiendo un movimiento que ha tenido inicio mucho antes que nosotros y que mucho después de nosotros hallará su fin. Nosotros recorremos sólo un fragmento de esta avenida gigantesca; sobre este tramo, sin embargo, no debemos transportar sólo una herencia entera, sino estar a la altura de todas las exigencias del tiempo.

Y ahora, ciertas mentes abyectas, devastadas por la inmundicia de nuestras ciudades, surgen para decir que nuestro nacimiento es un juego del azar, y que "habríamos podido nacer, perfectamente, franceses lo mismo que alemanes". Cierto, este argumento vale precisamente para quienes lo piensan así. Ellos son hombres de la casualidad y del azar. Les es extraña la fortuna que reside en el sentirse nacido por necesidad en el interior de un gran destino, y de advertir las tensiones y luchas de un tal destino como propias, y con ellas crecer o incluso perecer. Esas mentalidades siempre surgen cuando la suerte adversa pesa sobre una comunidad sancionada por los vínculos del crecimiento, y esto es típico de ellas. (Se reclama aquí la atención sobre la reciente y bastante apropiada inclinación del intelecto a insinuarse parasitariamente y nocivamente en la comunidad de sangre, y a falsear en ella la esencia según el raciocinio... es decir, a través del concepto, a primera vista correcto, de "comunidad de destino". De la comunidad de destino, sin embargo, formaría parte también el negro que, sorprendido en Alemania al inicio de la guerra, fue envuelto en nuestro camino de sufrimiento, en las tarjetas del pan racionado. Una "comunidad de destino", en este sentido, se halla constituida por pasajeros de un barco de vapor que se hunde, muy diversamente de la comunidad de sangre: formada ésta por hombres de una nave de guerra que desciende hasta el fondo con la bandera ondeando).

El hombre nacional atribuye valor al hecho de haber nacido entre confines bien definidos: en esto él ve, antes que nada, una razón de orgullo. Cuando acaece que él traspase aquellos confines, no sucede nunca que él fluya sin forma más allá de ellos, sino en modo tal de alargar con ello la extensión en el futuro y en el pasado. Su fuerza reside en el hecho de poseer una dirección, y por tanto una seguridad instintiva, una orientación de fondo que le es conferida en dote conjuntamente con la sangre, y que no precisa de las linternas mudables y vacilantes de conceptos complicados. Así la vida crece en una más grande unidad, y así deviene ella misma unidad, pues cada uno de sus instantes reingresa en una conexión dotada de sentido.

Netamente definido por sus confines, por ríos sagrados, por fértiles pendientes, por vastos mares: tal es el mundo en el cual la vida de una estirpe nacional se imprime en el espacio. Fundada en una tradición y orientada hacia un futuro lejano: así se imprime ella en el tiempo. ¡Ay de aquél que cercena las propias raíces!... éste se convertirá en un hombre inútil y un parásito. Negar el pasado significa también renegar del futuro y desaparecer entre las oleadas fugitivas del presente.

Para el hombre nacional, en cambio, subsiste un peligro por otro lado grande: aquél de olvidarse del futuro. Poseer una tradición comporta el deber de vivir la tradición. La nación no es una casa en la cual cada generación, como si fuese un nuevo estrato de corales, deba añadir tan sólo un plano más, o donde, en medio de un espacio predispuesto de una vez por todas, no sirva otra cosa que continuar existiendo mal o bien. Un castillo, un palacio burgués, se dirán construidos de una vez y para siempre. Pronto, sin embargo, una nueva generación, empujada por nuevas necesidades, ve la obligación de aportar importantes cambios. O por otro lado la construcción puede acabar ardiendo en un incendio, o terminar destruida, y entonces un edificio renovado y transformado viene a ser construido sobre los antiguos cimientos. Cambia la fachada, cada piedra es sustituida, y todavía, ligada a la estirpe como se encuentra, perdura un sentido del todo particular: la misma realidad que fue en un principio. ¿Tal vez puede decirse que incluso tan sólo durante el Renacimiento o en la edad barroca ha existido una construcción perfecta? ¿Acaso es que entonces se detiene un lenguaje de formas válido para todos los tiempos? No, pero aquello que ha existido entonces, permanece de algún modo oculto en lo que existe hoy.

 

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Juan Pabo Vitali: Los Criollos

Juan Pabo Vitali: Los Criollos

Dicen que para poseer una cosa hay que conocer su nombre verdadero.

Y a la mutación de lo europeo en este espacio, que denominamos mágicamente como El Sur, podemos llamarle criollo.

 

Habrá otras interpretaciones, pero nosotros sentimos profundamente esta afirmación.

 

Sabemos también, que hay aportes de otras gentes a ese eje primordial que llamamos el criollismo. Esos aportes se aceptan cuando nos enriquecen, de otro modo las otras gentes bien se los pueden guardar.

 

Si se diera el lamentable caso que Europa muriera por propia decisión de los europeos continentales, eso no querrá decir que su legado no prosiga como prosiguió tantas veces a lo largo de migraciones milenarias.

 

Es que lo que llamamos Europa, va más allá de ese nombre y del territorio designado con su nombre. Se trata del destino de la estirpe.

 

Se puede negar a otros la pertenencia a lo que consideramos como propio, pero primero hay que haberse ganado ese derecho.

 

Seguramente en Rusia, en Australia o en Sudáfrica, se le dará otro nombre a lo que nombro. Pero sabemos que se trata de lo mismo.

 

Se trata de la dinámica espiritual y material de nuestra estirpe. Y digo y repito estirpe, no porque le tenga miedo a la palabra raza, sino porque prefiero un vocablo que inequívocamente, lleve en sí mismo un contenido espiritual. Me dirán que la raza también lo lleva. Es cierto, pero siempre se corre el riesgo de perder grandes espíritus por nimias diferencias de colores. Y no estamos para perder mucho.

 

Nosotros los criollos, defendemos en la lejanía la continuidad de un antiguo pueblo que quizás ya no nos reconozca, porque en su decadencia niega la grandeza y aún a la propia sangre. No importa, cada uno puede negar su destino como quiera. No nacimos mirando solamente para atrás.

 

Nuestros antepasados fueron menos numerosos, y sin embargo ocuparon este inmenso continente, hasta darle su actual identidad y su peculiar fisonomía. Lamentamos que nuestra gloria sea menor que la de ellos.

 

Ser criollo, es la luminosa mutación de una antigua Orden de hombres blancos en la América del Sur. Estamos para defender ese antiguo eje solar, en la antártica polaridad que nos cobija bajo la Cruz del Sur.

 

Somos hermanos de quien se nos hermana, y enemigos de quien se nos quiera enemistar. Recordamos a Europa como los griegos recordaban a los hiperbóreos,  pero si la vieja Europa quiere más soledad de la que tiene, que así sea y que los dioses la acompañen.

 

Nuestro deber es comenzar un nuevo ciclo, tratar de no morir abrazados a la decadencia.

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Conociendo Europa (XIX): Bayreuth (1943)