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La memoria de la Otra Europa

Pierre Drieu La Rochelle: Exordio

Pierre Drieu La Rochelle: Exordio

Me veo obligado a decir yo y no, nosotros.

Preferiría decir nosotros, pero soy un intelectual acostumbrado a ir por cuenta propia y, además, los franceses se muestran tan divididos allá donde se reúnen que no conviene decir nosotros a la hora de referirse a ellos o a algunos de ellos ni tampoco dar la cara por nadie que no sea uno mismo.

Sin embargo, quiero hablar de algo que, de algún modo, ha sido colectivo y que, a despecho de la diversidad de procedencia, opinión, carácter, móviles o fines, justifica su nombre en medida suficiente: la colaboración.

Quiero hablar de ello porque, tras el mes de agosto de 1944, no se ha permitido a nadie que hable con el menor conocimiento, el menor recuerdo, el menor sentimiento humano ni la menor verosimilitud. Han bastado la fácil maledicencia o la calumnia más grosera. Y para hacer mayor gala de tal satisfacción, tan sólo se ha recurrido a las acusaciones de los periódicos y a las de las tribunas o de los tribunales, realizadas —salvo ciertos protagonistas legendarios— por comparsas sin voz o representantes mediocres o bastante convencidos de su bajeza. Naturalmente, se han confesado culpables; no se les pedía más.

Por eso estoy aquí. No me considero culpable.

Para empezar, no reconozco vuestra justicia. Vuestros jueces y vuestros jurados han sido elegidos de un modo que evita la propia idea de justicia. Preferiría la corte marcial —sería más sincero por vuestra parte, menos hipócrita—. Y por si fuera poco, ni la instrucción ni el proceso se llevan a cabo según las reglas sobre las que se asienta vuestra concepción de la libertad.

Por lo demás, no me lamento por comparecer ante una justicia sumaria, arbitraria, partisana; una justicia que reúne casi todos los rasgos de una justicia fascista o comunista. Tan sólo afirmo que, para justificarse plenamente ante mis ojos, las obras de vuestra pretendida revolución deberían estar a la altura de su pompa jurídica. De momento, la revolución de la que se ufana la Resistencia vale tanto como la revolución de la que presumía Vichy. La Resistencia sigue siendo una fuerza mal determinada y mal justificada por la reacción, el antiguo régimen de la democracia parlamentaria y el comunismo, en la medida en que participa de todos ellos y no se constituye en una verdadera fuerza.

Voy a ser condenado, como tantos otros, por algo efímero y bastante transitorio, de lo que en el futuro nadie se atreverá a reivindicar sin vacilación o miedo.

No me considero culpable. Afirmo que me he comportado como puede y debe hacerlo un intelectual y un hombre, como un francés y un europeo.

Y ahora, no pienso rendiros cuentas. De acuerdo con mi rango, lo haré a Francia, a Europa y al hombre.

Discurso


Para explicar mis ideas, seguiré el orden de los acontecimientos.


1. Antes de la guerra


Siempre he sido nacionalista e internacionalista al mismo tiempo.

No internacionalista a la manera pacifista y humanitaria, ni tampoco universalista, sino en el marco de Europa. Ya en mis primeros poemas, escritos en trincheras y hospitales entre 1915 y 1916, me declaré patriota francés y patriota europeo.

Siempre he rechazado el odio intelectual hacia algún pueblo. Mis primeros poemas se titulaban Denuncia de los soldados europeos o A vosotros, alemanes («No os odio, pero me opongo a vosotros con la fuerza de las armas»).

Tras la guerra, continué, me preocupé por Francia, por su vida, por su orgullo y al mismo tiempo puse mis esperanzas en la Sociedad de Naciones.

Al principio pensaba que el capitalismo podría reformarse por sí mismo. Luego renuncié a esa creencia ingenua y me consideré socialista entre 1928 y 1929.

Mis libros Medida de Francia, Ginebra o Moscú, o Europa contra las patrias dan testimonio de la constancia de ese sentimiento ambivalente aliado a un espíritu crítico gracias a Dios lo suficientemente despierto.

He escudriñado todos los partidos de Francia y no puedo más que despreciarlos. Ni la vieja derecha ni la vieja izquierda me satisfacen. Soñé con ser comunista, pero no se trataba más que de un acto de desesperación.

A partir de 1934 mis dudas y mis vacilaciones llegaron a su fin. En febrero de aquel año rompí definitivamente con la vieja democracia y el viejo capitalismo. Pero el desembarco de los comunistas en el Frente Popular, junto a radicales y socialistas, me alejó de ellos. Me habría gustado juntar a los manifestantes del 6 y el 9 de febrero, los fascistas con los comunistas.

Creí hallar esa fusión en Doriot en 1936. Al fin la derecha y la izquierda se encontraban. Pero me decepcionó el pseudofascismo francés del mismo modo en que otros perdieron la confianza en el Frente Popular. Un doble fiasco que benefició a un viejo régimen moribundo que aún coleaba.

Y hete aquí lo que ansiaba hacer por Doriot y mis camaradas del Partido Popular Francés: rehacer una Francia fuerte, libre del Parlamento y las camarillas; lo bastante fuerte para imponer a Inglaterra una alianza en la que reinasen la igualdad y la justicia. Francia e Inglaterra deberían entonces volverse hacia Alemania para emprender unas negociaciones en las que primasen la firmeza y la comprensión. O le concedíamos colonias o la lanzábamos sobre Rusia. De ese modo habríamos podido intervenir en el conflicto a su debido tiempo.

Después de que Doriot hubiese fracasado como un vulgar La Rocque, nos hallamos en una situación muy comprometida. Después de un Múnich al que apoyé sin alegría, con desprecio, abandoné el partido y me encerré en mi biblioteca, a la espera de que sobreviniese la catástrofe.

Tuve una visión muy lúcida de lo acaecido en 1939 y 1940. Sabía que era imposible una revolución en Francia, hecha por los franceses. La revolución tan sólo podía venir de fuera. Y así lo creo de nuevo, pero en 1940 mantuve la esperanza contra todo pronóstico.

2. Después de la guerra

No partí, como tantos otros, de la idea de que Francia estaba derrotada. Para mí, tan sólo se trataba de un acontecimiento que formaba parte de una situación mucho más general. Francia había perdido su posición dominante en Europa tras la expansión del imperio inglés, la unificación alemana y el desarrollo de Rusia y Estados Unidos. La escalada de las nuevas potencias nos relegaba a un segundo rango.

Nos vimos obligados a mantener un sistema de alianzas en el que ocupábamos una posición subordinada, tal como lo han demostrado nuestras relaciones con Inglaterra treinta años después. Ante tal situación, no cabía más que protestar.

Por eso asumí y describí con claridad ese hecho que he detestado por encima de todo pero que en absoluto considero doloroso, pues forma parte de la evolución del mundo y el humanismo y lo Europeo lo compensan. Tal detestación es natural y a un intelectual digno de ese nombre tan sólo le cabe soportarla con estoicismo. Ha de continuar con tan ingrata tarea.

A partir del momento en que nos convertimos en una potencia secundaria, subordinada a un sistema, hemos de saber qué alianza conviene más a Francia, tanto a sí misma como a Europa. Jamás separé ambos objetivos, pues para mí no podían ser más que uno.

El sistema alemán me parecía preferible a los otros porque América, el imperio inglés y el imperio ruso tienen demasiados intereses fuera de Europa como para encargarse de ella. O quizás se hayan dado cuenta de la Europa que se avecina.

Ahora bien, yo quería mantener la unidad de Europa desde Varsovia a París y desde Helsinki a Lisboa. Sólo la entente entre Alemania, potencia central y principal —vasto proletariado industrial y científico—, y las demás naciones continentales, podía mantener esa unidad.

Tal entente se presentaba bajo la forma de una hegemonía alemana que aceptaba del mismo modo en que había aceptado en Ginebra la de Francia e Inglaterra por el bien de la unidad europea.

He cambiado al respecto. En ciertos momentos he criticado mucho la idea de hegemonía y he preferido la de federación. En otros, he pensado que una implicaba la otra: la federación es inviable sin la hegemonía, ni ésta sin la federación.

En virtud de estas ideas generales, acepté el principio de colaboración.

Vine a París en agosto de 1940, decidido y a sabiendas de que estaba a punto de romper con la mayor parte de la opinión pública francesa por mucho tiempo. Era perfectamente consciente de los inconvenientes que iba a encontrarme, profundos inconvenientes del corazón; pero a despecho de mis miedos y mis retiradas, me esforcé por cumplir con lo que consideraba mi deber.

En todo momento defendí y desarrollé estas tres ideas:

1. La colaboración entre Alemania y Francia debía considerarse como un aspecto de la situación europea. No se trataba tan sólo de Francia, sino de los demás países. No se trataba de una alianza particular, sino de un elemento que formaba parte de un sistema.

Tal postura no comportaba ningún elemento afectivo. Jamás he sido germanófilo, lo he dejado bien claro. Y de hecho guardaba todas mis simpatías para el genio inglés, que conocía mucho mejor.


2. Procuraba mantener mi espíritu crítico y me enorgullezco de haberlo conseguido incluso más allá de lo posible, tanto por lo que respecta al sistema alemán como al inglés, el americano o el ruso.

Vi de inmediato que la mayor parte de los alemanes no comprendía la grandeza de su tarea y la novedad de los medios que exigía.


3. Al entrar en un sistema de coordinación y subordinación que satisfacía o debía satisfacer mis aspiraciones internacionales, europeas, procuré defender la autonomía francesa, por lo que tenía ideas meridianas sobre la política interior y el camino que debía seguir la defensa de Francia.


¿Qué medios he empleado para defender estas ideas generales? Salgamos del terreno de lo intelectual y lo abstracto para entrar en el de la conducta individual.



Yo, el intelectual


 

Actué con plena conciencia, en medio del camino de la vida, según la idea de que me comportaba como un intelectual. Un intelectual, un clérigo, un artista, no es un ciudadano como los demás. Posee derechos y deberes más elevados que el resto.

 

Por eso tomé una decisión audaz; sin embargo, en momentos de gran tribulación, un individuo cualquiera se halla en la misma situación que el artista. El Estado no ofrece ninguna dirección fiable para alcanzar un objetivo tan alto. Así fue en 1940. El mariscal nos ofrecía la unidad, pero nada más: una sombra sin contenido. Y aun así, hubo valientes que fueron a París y otros, a Londres.

 

Los de Londres fueron más felices, aunque de momento no se ha dicho la última palabra.

 

Estuve en París y algunos nos comprometimos a ir más allá de lo nacional, a enfrentarnos a la mayoría de la opinión pública, a ser una minoría vista sin saber a qué atenerse, con dudas, desconfianza… Y maldita cuando las pesas inclinaron la balanza en El Alamein y Stalingrado.

 

Tal es la tarea del intelectual, al menos de algunos de ellos: ir por delante de los acontecimientos, tantear la suerte asumiendo el riesgo, explorar los caminos de la Historia. Tanto peor si se equivocan. Desempeñan una función necesaria: distanciarse de la masa. Da igual si van por delante, por detrás o a un lado. Siempre lejos. El mañana está hecho de algo muy distinto al hoy. El mañana está hecho de lo que ve la mayoría, pero también la minoría.

 

Una nación no posee una sola voz: es un concierto. Es preciso que siempre haya una minoría; y nosotros la éramos. Perdimos y nos declararon traidores: es justo. Vosotros seríais los traidores si vuestra causa hubiese sido derrotada.

 

Y Francia no habría dejado de ser Francia ni Europa, Europa.

 

Soy uno de esos intelectuales cuyo papel consiste en pertenecer a la minoría.


¡Con la minoría, siempre! De hecho, hay muchas minorías. No existe la mayoría. Del mismo modo como se disolvió la de los cuarenta, se disolverá la vuestra.

 

Las minorías:

 

a) La resistencia.

b) La vieja democracia.

c) Los comunistas.

 

 

Estoy orgulloso de haber pertenecido a esos intelectuales. Dentro de un tiempo, se volverá a nosotros para escuchar otra voz que la oficial. Y esa débil voz cobrará fuerza.

 

Nunca he querido ser uno de esos intelectuales que mide sus palabras. Podría haber escrito en la clandestinidad —es más: lo he pensado—; escribir en zona libre, en el extranjero.

 

Pero no, hay que asumir responsabilidades, formar parte de grupos impuros, admitir la ley política que obliga a aceptar aliados despreciables y odiosos. Por lo menos hay que ensuciarse los pies; nunca las manos. Jamás me las ensucié; sólo los pies.

 

No hice nada con esa gente. La frecuenté para que me juzgaseis hoy, para ponerme a la altura de esos juicios corrientes, vulgares. Juzgad, como decís, porque sois jueces o jurados.

 

Me he puesto a vuestra merced, seguro de que escaparé, llegado el momento, fuera del tiempo.

 

Por ahora, juzgadme y sin compasión, pues a ello he venido.

 

No escaparéis; ni yo tampoco.

 

Sed fieles al orgullo de la Resistencia como yo lo soy al de la Colaboración. No hagáis trampas, pues yo no las hago. Condenadme a la pena capital.

 

Nada de medias tintas. Antes era fácil pensar. Ahora ya no tanto. No sucumbáis ante lo fácil.

 

Sí, soy un traidor. Sí, he suministrado inteligencia al enemigo. Entregué inteligencia francesa al enemigo. No es mi culpa si el enemigo no ha sido inteligente.

 

Sí, no soy un patriota cualquiera, un nacionalista obtuso: soy un internacionalista.

 

No sólo soy francés: soy europeo.

 

Y vosotros también, da igual si lo sabéis o no. Hemos jugado y yo he perdido.

 

Exijo la muerte.

 

Fuente y traducción: la biblioteca fantasma

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